– Timón se distraía fácilmente -comentó la bruja. A continuación, montó en su caballo y se alejó.
Jonathan habría querido salir corriendo tras ella y gritar. Aunque no tenía ni idea de qué hubiera podido gritarle.
Su padre volvió por la noche. Emprendió una especie de búsqueda, con la intención de encontrar a un mago que pudiera hacer regresar a su esposa, devolverla a su estado anterior, pero todo fue en vano. Nadie contaba con semejantes poderes, así que, en última instancia, el padre de Jonathan decidió salir en busca de la bruja pelirroja. Así lo hizo y, cuando la encontró, ésta lo asesinó. La madre de Jonathan fue atropellada por un carro, como un gato cualquiera.
Siete años más tarde, Jonathan Ambrose acabaría por primera vez con la vida de un mago.
El elfo había permanecido en absoluto silencio tras él. Silvanus no insistió en que compartiera aquellas confidencias con él. Era raro encontrar a alguien que respetase los silencios, pero todos los elfos que Jonathan había conocido anteriormente, aunque no eran demasiados, parecían más que capaces de reservarse su opinión. Quizá se trataba de una característica típica de los elfos, la capacidad para comprender los silencios. Muy pocos humanos podían entenderlos.
Teresa conocía su pasado, y eso bastaba.
Cortton estaba sumergido en la oscuridad. En las ventanas de la segunda planta de las casas había lámparas encendidas; en las plantas bajas también salía luz por las rendijas de las contraventanas. Jonathan nunca había visto semejante despilfarro de aceite. Parecía que creyeran que la luz por sí sola podía protegerlos. Una actitud infantil. Pero resultaba difícil renunciar a ese amor por la luz, a la esperanza de que la luz por sí misma hiciera desaparecer a los monstruos.
La calle principal era lo suficientemente ancha para permitir el paso de un carruaje. Habían apartado la nieve, amontonándola a ambos lados en montículos de la altura de un hombre junto a las puertas. La tierra helada era dura como una roca bajo los cascos de los caballos.
Podrían haber cabalgado en columnas de dos en dos, pero Konrad no esperó a los demás, sino que abría la marcha, avanzando por la calle en penumbras sin mirar atrás, ni siquiera para comprobar si alguien lo seguía. Jonathan se preguntó si Konrad llegaría a darse cuenta de su ausencia en caso de que todo el grupo se detuviera y lo dejara solo. Desde la muerte de Beatrice había seguido avanzando a solas. Seguía cumpliendo con su trabajo, así que Jonathan no podía quejarse, pero su carácter parecía haberse agriado.
Jonathan dudaba que él hubiese salido tan bien parado como aquel joven, de haber sido Teresa la asesinada.
Al llegar a una intersección con una calle más estrecha, Konrad tiró con fuerza de las riendas de su caballo. Jonathan percibió cierta tensión en su gesto, por lo que espoleó a su propio caballo hacia adelante.
– ¿Qué sucede? -preguntó Silvanus.
– No estoy seguro -dijo Jonathan.
Llegaron a la altura de Konrad, que tenía la vista fija a su derecha. Parecía como hipnotizado por algo que había en aquel estrecho callejón, cuya oscuridad se hacía más densa por los alerones de las casas que lo flanqueaban.
– ¿Qué has visto, Konrad? -preguntó Jonathan.
– No estoy seguro. He visto algo moverse -dijo, con una mano en la empuñadura de la espada.
Jonathan percibió su tensión, tan palpable como el aire glacial. Escudriñó la oscuridad, forzando la vista hasta que en su retina surgieron manchas blancas.
– No veo nada.
– Yo tampoco -dijo Silvanus.
Teresa se acercó en su montura hasta ellos. Averil estaba sentada detrás de ella.
– ¿Por qué nos hemos detenido? -preguntó Teresa.
– A Konrad le pareció haber visto algo en ese callejón.
– He visto algo -confirmó Konrad.
– Fuera lo que fuera, parece haber desaparecido. Vayamos a la posada -concluyó Jonathan, que espoleó a su caballo para que siguiera avanzando.
Teresa fue tras él, pero Konrad se quedó atrás, escrutando la oscuridad.
Jonathan volvió la vista atrás para comprobar que todos los seguían. Únicamente Konrad permanecía inmóvil, obstinado, con la mirada fija en el callejón. Podía tratarse de un gato callejero o de un perro en busca de un lugar caliente en el que refugiarse en aquella gélida noche. Pero por otro lado… Jonathan no pudo evitar escudriñar la oscuridad.
Otra callejuela en penumbras atravesaba la calle principal. Jonathan echó un vistazo a ambos, pero lo único que pudo ver fue una espesa oscuridad.
Un letrero pendía en medio de la calle principal. Una ráfaga de viento recorrió la calle con un bramido, como si ésta fuera una chimenea helada. Al ser zarandeado, el letrero crujió. En él podía verse un ave atravesada por una flecha mientras intentaba alzar el vuelo hacia el cielo. Tenía el pecho salpicado de sangre. En letra pequeña podía leerse: La Paloma Sangrienta.
No era un nombre demasiado optimista, pero Jonathan había conocido otros peores. Uno de los que menos le habían agradado en los últimos tiempos era La Posada del Demonio Concupiscente, nombre que lo había ofendido considerablemente.
– Jonathan -dijo Teresa.
El pánico que se traslucía en su voz hizo que a Jonathan se le erizara el vello de la nuca. Se volvió hacia ella, pero Teresa tenía la mirada fija en algún punto más allá de donde él se encontraba, en la calle principal. Elaine estaba justo detrás de Teresa, con los ojos como platos y una expresión de terror en la cara.
Era como una pesadilla multiplicada por mil. Jonathan se volvió lentamente para observar la calle. Media docena de figuras caminaban hacia ellos arrastrando los pies. Su aspecto era humano, pero se movían como títeres embriagados. Jonathan había visto suficientes muertos vivientes en su vida para reconocerlos de inmediato.
– Zombis -dijo en un murmullo.
El ruido de los cascos de un caballo lo hizo mirar hacia atrás. Konrad cabalgaba hacia ellos a gran velocidad, haciendo señas a Blaine y Elaine para que se apresuraran. Blaine vaciló tan sólo un instante, pero eso bastó: del callejón que los separaba de Jonathan y el resto empezaron a salir zombis en grandes cantidades.
Konrad tiró de las riendas del caballo. Éste se encabritó y empezó a relinchar cuando las garras de los muertos se clavaron en él. Konrad asestaba golpes con su hacha sin cesar, pero le resultó imposible abrirse paso. Se vio obligado a retroceder, intentando controlar su caballo aterrorizado. Blaine había desenfundado su propia espada, pero no podía utilizarla con Elaine pegada a su espalda, así que con el otro brazo la ayudó a desmontar, dejándola en el suelo detrás de él, lejos de los zombis, para después espolear a su montura en dirección a la horda de seres tambaleantes.
Jonathan lo presenció todo, cada vez más horrorizado. La cabellera rubia de Elaine desapareció tras la cortina de zombis. ¿Habría olvidado Blaine que el callejón se comunicaba por atrás con otro, muy próximo al lugar donde Elaine se encontraba sola y desarmada?
Empezó a maniobrar con su caballo con la intención de ayudarlos. Teresa gritó:
– Estamos en dificultades, Jonathan. -Había recobrado el control de su voz, que ahora tenía un tono simplemente realista.
Jonathan hizo volver grupas al caballo. Silvanus se aferró desesperadamente con su único brazo.
Los muertos vivientes seguían avanzando lentamente por la calle principal, pero había algo agazapado en la boca del callejón. Tenía aspecto humano, pero se escabullía entre las sombras, como si incluso la fría y distante luz de la luna lo hiriera.