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Su montura se encabritó, y las riendas se le escaparon de las manos; un zombi había clavado los dientes en el muslo del animal. Aquello que había saltado sobre Teresa se abalanzó sobre el lomo del caballo y le hundió en el cuello unos dientes demasiado afilados para ser humanos.

Unas manos agarraron a Jonathan y lo empujaron hacia el interior. Una marea de muertos vivientes avanzaron para intentar darle alcance. Jonathan yacía en el suelo, tal como había aterrizado. Fredric, Thordin y un desconocido empujaban la puerta con la intención de cerrarla. Por la brecha que todavía quedaba abierta numerosos brazos ejercían presión en sentido contrario. Un rostro medio podrido se asomó a través de la puerta parcialmente abierta, y en su lucha por entrar consiguió introducir el torso.

– Es imposible cerrarla -dijo Thordin.

Konrad le asestó un hachazo en el pecho. La carne se abrió, pero el zombi seguía intentando colarse en la casa. Randwulf corrió a ayudarlos y arremetió con la espada contra los brazos. Uno de éstos cayó al suelo, dando coletazos como un pez fuera del agua.

Una mujer llegó corriendo hasta ellos y vertió aceite sobre el brazo. El muchacho que estaba a su lado le prendió fuego. La carne ardió y empezó a emitir un humo nauseabundo que escocía en los ojos y llenaba el paladar de un sabor acre y repugnante.

La mujer arrojó el aceite sobre los muertos que intentaban entrar. El muchacho vaciló. Jonathan le arrebató la antorcha y la arrojó también sobre los zombis. Las llamas cobraron vida, produciendo una enorme humareda. De las bocas de los muertos surgieron alaridos de dolor cuando la carne desecada empezó a arder a una velocidad extraordinaria.

De pronto apareció otro desconocido que los ayudó a empujar la puerta, y ésta se cerró al fin triturando huesos quebradizos y carne chamuscada. La madera hizo un fuerte ruido al encajar en su marco, y el desconocido echó los cerrojos. Los tres hombres apoyaron la espalda contra la puerta, jadeando.

El desconocido se puso en pie y, en un gesto teatral, hizo una lenta reverencia con un sombrero de plumas.

– Soy Harkon Lukas. Por fin tengo el placer de conoceros, maese Ambrose.

Jonathan forzó una torpe reverencia. Dos sirvientes intentaban extinguir a golpes las últimas llamas que se extendían por el suelo, allí donde había salpicado el aceite. La madera de la puerta ahora cerrada era sólida y segura. Al otro lado, Blaine y Elaine habían quedado atrapados en la oscuridad con un ejército de zombis.

Capítulo 20

Elaine tenía la espalda fuertemente apretada contra un muro, mientras el caballo de Blaine se erigía como una sólida barrera entre ella y los muertos vivientes. La espada refulgía a la luz de la luna, cercenando los cadáveres andantes. Los muertos se acercaban cada vez más y clavaban sus zarpas en el caballo y su jinete, pero Blaine continuaba su implacable destrucción, cortando caras putrefactas, seccionando manos. Un dedo salió despedido y aterrizó en el suelo al lado de Elaine. Acto seguido, el dedo empezó a serpentear como un gusano, dirigiéndose hacia la falda de la muchacha.

Elaine ahogó un grito por miedo a distraer a Blaine y que eso le costara la vida; en lugar de eso, apartó de una patada el dedo amputado, que rodó hasta la boca del callejón, y de nuevo empezó a moverse lentamente hacia ella. Un zombi consiguió rodear el caballo de Blaine, con sus ojos sin brillo clavados en Elaine.

Otros dos zombis intentaron agarrar a Blaine, pero éste les rebanó las manos, enfurecido. Aunque Elaine lo llamara en su auxilio, no podría acudir pues estaba rodeado. Se encontraba sola, a pie y desarmada.

A través de la piel del zombi asomaban los huesos con un resplandor fantasmagórico. El muerto viviente abrió la boca, y de ella salió un líquido oscuro y espeso que se le escurría por la barbilla.

Elaine apartó la vista, tragando saliva. Si devolvía ahora, todo estaría perdido. Empezó a abrirse camino hacia el callejón, siempre pegada a la pared. Así por lo menos tenía las espaldas cubiertas. Algo le picoteó el pie. Elaine profirió un grito de asombro y bajó la vista hacia el suelo. El dedo estaba intentando subirle por la pierna. Elaine chilló y se lo sacudió de encima; éste rodó bajo los cascos del caballo y quedó aplastado.

Elaine volvió su atención hacia el zombi que la asediaba. ¿Qué podía hacer desarmada contra un zombi?

La mano izquierda tanteó la esquina del muro que doblaba hacia el callejón. La única ventaja con la que contaba sobre los zombis era que ella era más rápida. Echó un vistazo al callejón, que se hallaba vacío hasta donde la vista alcanzaba. El zombi se abalanzó contra ella, y Elaine se deslizó por la esquina hacia la estrecha calleja. Corrió. Volvió la vista atrás para comprobar que el zombi había empezado a trotar con renquera.

Corrió, con el pesado abrigo ondeando como una capa tras ella. Llegó hasta el final del callejón y de pronto algo la hizo caer al suelo. Ante ella había una mujer que intentaba apoderarse de su abrigo. Al principio Elaine creyó que se trataba realmente de una mujer, hasta que vio el fino camisón blanco y la expresión congelada de su rostro. Estaba mejor conservada, pero muerta al fin y al cabo.

Elaine miró hacia atrás y vio que el primer zombi casi le había dado alcance. Deshizo el nudo del cordón para liberarse del abrigo y consiguió ponerse en pie, mientras la zombi se quedaba sujetando la prenda vacía.

Era más cómodo correr sin abrigo; además, tenía demasiado miedo para sentir frío. Se encontraba en otra calle importante, no tan ancha como la principal, pero por fortuna vacía. Se remangó las faldas y echó a correr.

Los dos zombis la perseguían. El hombre era más lento, pero la mujer zombi parecía casi tan veloz como Elaine. Por la forma en que corría por las calles nevadas nadie hubiera dicho que el cuerpo estuviera muerto. Elaine resbaló en un charco helado y se golpeó contra una pared. Se levantó torpemente, medio arrastrándose, antes de poder ponerse en pie.

Con el rabillo del ojo captó el resplandor de la luz de una lámpara a través de las rendijas de una contraventana. Tropezó en los escalones que conducían hasta la entrada, y detuvo la caída con las palmas de las manos, lo que le provocó un dolor agudo. Con las manos ardiendo de escozor, aporreó la puerta y gritó pidiendo socorro.

Un ruido le hizo volver la vista atrás. Otros tres zombis avanzaban hacia ella desde el otro lado de la calle. Éstos sí estaban completamente descompuestos; a uno incluso le faltaba un brazo. Los otros dos zombis seguían aproximándose, y la mujer ya casi le había dado alcance. Elaine tenía que tomar una decisión en un segundo: correr o esperar. Si esperaba y la puerta no se abría, en breve estaría muerta.

Bajó los escalones como pudo y esquivó a los tres zombis desgarbados. La mujer le pisaba los talones; podía oír el tamborileo de sus chinelas sobre el adoquinado.

Dos zombis más salieron tambaleándose de una calle lateral e intentaron cortarle el paso. El más alto de los dos había sido una mujer y parecía estar más despierta, más viva que su acompañante. Le resultaría imposible esquivarla. Elaine siguió corriendo y se metió en el primer callejón que encontró, sin pensar, simplemente intentando huir. Fue un error. La calleja acababa en un muro; era un callejón sin salida.

Elaine empezó a correr en sentido contrario, pero la mujer zombi le cerraba el paso, así que se vio obligada a retroceder lentamente. Tropezó con los desperdicios arrojados al callejón, pero no cayó. Palpó el muro de un edificio para guiarse, y poco a poco fue deslizando los pies, buscando firmes puntos de apoyo. Tenía miedo de mirar al suelo o hacia atrás y retirar la vista de aquello que avanzaba por el callejón hacia ella.

La mujer casi parecía estar viva, de no ser por aquel espantoso mutismo. Era como una pintura, una naturaleza muerta, con todos los colores y las formas propias de la vida, aunque ésta estuviera ausente. En su mortaja blanca alguien había bordado flores; alguien que se había tomado grandes molestias para darle sepultura con amor.