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La muchacha miró a la mujer.

– ¿Por qué me has traído aquí?

La mujer señaló hacia la valla y lo que había al otro lado.

– Es un cementerio. Ya me he dado cuenta. ¿Quieres mostrarme el lugar del que has salido?

La mujer zombi negó con la cabeza, sin dejar de señalar al cementerio.

– ¿Quieres que entre en él?;

De nuevo el mismo gesto de cabeza.

– No entiendo qué quieres decirme -dijo Elaine.

Tras ambas mujeres se oyeron ruidos que recordaban a una refriega. Elaine se volvió. Los muertos se habían colocado tras ella como si fueran el público asistente a un espectáculo. Un niño pequeño, de no más de siete años, se encontraba más cerca que ninguno de ella. Elaine estuvo a punto de preguntarle qué estaba haciendo allí, pero cuando giró la cabeza hacia ella, pudo ver que de la mejilla le sobresalía un hueso.

Elaine se apoyó en la verja y apretó con una mano el frío metal, como si fuera lo único real. Si podía encontrar algo a lo que aferrarse, tal vez el resto desaparecería, sería irreal. Ésa era la táctica de Elaine contra las pesadillas. Al despertar, encontraba algo real y normal que podía coger, tocar, y el sueño pasaba a ser sólo eso, un sueño.

Algo subía con dificultad por la pendiente de la colina. En un primer momento, los ojos de Elaine no pudieron reconocer de qué se trataba. Estaba vivo, se movía, pero… de pronto lo vio con claridad, y deseó que no hubiera sido así.

Se trataba de un cadáver gravemente deteriorado. No tenía piernas, y sólo contaba con el muñón de un brazo para subir a la colina. La carne purulenta presentaba manchas de diversos colores. Las costillas descarnadas rascaban el frío suelo con un sonido metálico.

Elaine había agotado los gritos para esa noche. Simplemente se trataba de otra atrocidad que se añadía a una larga lista.

Una figura cubierta por una capa con capucha surgió de las sombras cerca de los edificios. Dibujó un amplio arco para rodear a los zombis y se acercó a Elaine. Los muertos lo miraban con ojos resentidos.

– ¿Estás bien?

Era una voz masculina, normal, agradable, maravillosa.

– Sí.

Le tendió una mano enfundada en un guante.

– Ven. Te llevaré a un lugar seguro. Mi conjuro no podrá contenerlos durante mucho más tiempo.

– ¿Conjuro? -repitió Elaine.

– Un modesto hechizo, nada más. Pero no puedo prolongarlo. Oí tus gritos y vine a buscarte. -La mano seguía ahí, esperando.

Elaine hizo ademán de aceptarla. La mujer muerta intentó detenerla. Elaine dio un salto hacia atrás y corrió hacia el hombre. En su mano, los dedos eran sólidos y reales.

El hombre la condujo lejos del cementerio, volviendo constantemente la vista atrás hacia los muertos, que seguían esperando.

– Debemos apresurarnos. Nunca hasta ahora había probado el conjuro sobre tantos a la vez.

– ¿Eres mago? -preguntó Elaine, aunque de hecho no creía que lo fuera. No parecía un mago.

– Oh, no. Visité a una bruja local para pedirle un conjuro y así poder caminar tranquilo por las calles. Los ancianos de la ciudad enviaron a buscar un exterminador de magos, pero mi opinión es que la magia se debe combatir con magia.

Elaine no supo qué decir, así que no dijo nada. Jonathan le había enseñado que la magia en ningún caso era una opción válida, pero en los últimos días habían cambiado tantas cosas… Ya no estaba segura de si Jonathan había tenido alguna vez razón en algo.

El hombre la condujo de regreso a las calles estrechas, que se le antojaron aún más lúgubres tras haber estado en la colina iluminada por la luna. Tropezó, y fue la mano del hombre la que detuvo su caída.

– ¿Estás segura de que estás bien?

Sus ojos reflejaban la escasa luz que había. Tenían un tono oscuro. Su rostro de mandíbula cuadrada parecía muy pálido en la oscuridad.

– Sólo he tropezado. No es nada.

El hombre sonrió.

– Entonces ven. Tenemos que entrar antes de que nos den alcance.

– Llamé a una puerta. Sé que había alguien dentro, porque vi una luz; pero no quisieron ayudarme.

– ¿Así que no quisieron abrirte la puerta? -repitió él.

– No.

– Cierran puertas y ventanas a cal y canto, y se esconden al caer la noche. No abren las puertas a nadie. Puedes chillar o llorar, pero nadie acudirá en tu ayuda.

– Pero tú me ayudaste.

El hombre se volvió hacia Elaine; ésta creyó verlo sonreír de nuevo.

– Me cansé de oír los gritos de auxilio de la gente, y ver que nadie los socorría. Así que decidí hacerlo yo mismo.

– Gracias.

– Ya hemos llegado. -Se detuvo ante una de las puertas de vivos colores, una entre decenas. Soltó la mano de Elaine y extrajo una llave de la bolsa que pendía de su cinto. Abrió la puerta y le hizo señas para que entrara. Ella se paró en seco nada más entrar. No había luz, así que la oscuridad era más profunda dentro que fuera. Al cerrar la puerta, Elaine no pudo distinguir el contorno de su propia mano ante sus ojos. Era lóbrego como una cueva, y olía a moho como un desván que llevara mucho tiempo cerrado.

Oyó la llave girando de nuevo en la cerradura.

– Es la única manera de que los muertos se queden fuera -comentó-. No te muevas, traeré una vela. No me habría tomado la molestia de rescatarte de la colina para que ahora tropieces y te rompas el cuello en medio de esta oscuridad. -En su voz había cierta ironía.

Elaine se quedó allí clavada, paralizada en medio de la oscuridad. La capa de su salvador le rozó una pierna al pasar a su lado. Parecía poder ver sin problema, pero tal vez se debía simplemente a que conocía muy bien la estancia.

El olor a moho parecía haberse intensificado.

Se oyó una especie de silbido y Elaine percibió el olor del azufre. La chisporroteante llama brillaba como una estrella en la oscuridad. El hombre la acercó a la primera vela dispuesta en un candelabro que descansaba sobre una mesilla. La vela prendió, y el hombre apagó el fósforo, que colocó cuidadosamente en una bandeja de pequeño tamaño. Tomó la vela del candelabro y la utilizó para encender otras dos. La luz era cálida y agradable, y su llama se reflejaba en el espejo dorado colgado en la pared.

– ¿Cómo te llamas? -preguntó el hombre.

– Elaine Clairn. ¿Y tú?

Él alzó la vista, con la cara entornada de forma que el espejo sólo la reflejaba en parte. Acto seguido se volvió hacia ella, sonriendo. La llama de las velas dibujaba un profundo contraste de luces y sombras danzantes en el interior de la capucha. Por un instante, no hubo nada más que los destellos que emitían sus ojos al reflejar las llamas.

– Los muertos no tienen nombre, Elaine Clairn.

– ¿Qué has dicho?

El hombre se descubrió, echando la capucha hacia atrás. Su rostro era estrecho, pero en él destacaban los fuertes huesos de la mandíbula. Tenía una larga melena oscura que le caía sobre los hombros, y una fina nariz que presentaba una concavidad en medio, como si alguien lo hubiera golpeado hacía tiempo y la herida no hubiera cerrado bien.

Elaine dio un paso hacia adelante, mirándolo de hito en hito. Nadie lo había golpeado; la nariz estaba descomponiéndose, desmenuzándose.

El hombre sonrió ampliamente, y los labios se agrietaron, dejando caer un hilillo de sangre por la barbilla.

– Me estoy pudriendo, Elaine Clairn, y tú me salvarás.

– ¿Cómo? -dijo Elaine en un susurro.

– Tu sangre, Elaine. Beberé tu sangre.

Capítulo 21

Elaine retrocedió hasta la puerta. Intentó girar el picaporte, pero estaba cerrada con llave. Ella misma lo había oído hacerlo, y sin embargo se había quedado ahí de pie, como una tonta, permitiendo que la encerrara.

El impulso de aporrear la puerta, de dejarse llevar por el pánico, era muy intenso. Seguro que momentáneamente le sentaría bien gritar y despotricar, pero eso sería lo último que haría. Elaine no podía dejarse vencer por el miedo. Tenía que pensar.