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– Hiciste todo lo que estaba en tu mano, Elaine. Les advertiste.

– Corrí hacia el fuego tan pronto como sentí su llamada.

– Estoy segura de ello.

Konrad se cargó sobre el abrigo una pequeña bolsa que contenía hierbas medicinales y vendajes.

Teresa enrolló una bufanda multicolor alrededor de su negra cabellera. Era muy parecida a la que llevaba Thordin. Elaine y Blaine habían aprendido a tejer el año anterior, y habían confeccionado prendas como regalo para todos.

La bufanda de Teresa era a rayas negras y rojas. Blaine había tejido la de Thordin con hilos de todos los colores que pudo encontrar; tal vez porque creía que el guerrero no se la pondría, pero éste la llevaba con orgullo. Así que la broma le había rebotado, por lo que Blaine tejió, a modo de disculpa, unos mitones a juego, pero con la misma combinación atroz de colores que la bufanda.

– Pongámonos en marcha -dijo Jonathan.

El gorro liso en su tono preferido de marrón era obra de Elaine. El gorro rojo escarlata que Blaine había tejido para Konrad había sido devorado por un monstruo, según afirmaba éste, ahora tocado con un gorro de piel adornado con una gruesa cola a rayas que se enrollaba alrededor del cuello.

Malah le tendió un pequeño paquete a Teresa.

– Aquí tenéis algo caliente para ellos. Una buena comida a veces es mejor que cualquier medicina.

Teresa aceptó el paquete con una sonrisa.

– Ciertamente, tu comida lo es.

Malah se sonrojó ante el cumplido y regresó a su cocina. El aroma del guiso vegetal se extendió por toda la cocina cuando levantó la tapa de la olla para remover su contenido. Todavía tenía el cogote rojo debido al cumplido.

La puerta de la cocina se abrió dejando paso a un remolino de nieve. Una ráfaga de viento helado hizo que las hierbas que colgaban de las vigas se balancearan, avivando además el fuego, del que salieron disparadas chispas hacia el tubo de la chimenea. El mozo de cuadra entró dando un traspié y se sacudió la nieve de las botas.

– Estupendo, estás llenando de nieve el suelo limpio. -Malah avanzó indignada hacia el recién llegado, agitando el cucharón, del que caían gotas del guiso.

El mozo de cuadra profirió una enorme risotada.

– Malah, sabes que no puedo entrar por la puerta principal. ¿Dónde se supone que debo sacudirme la nieve de las botas?

La cocinera lo amenazó con el cucharón, cuya punta llena de salsa detuvo a un dedo de su nariz.

– Harry Fidel, no sabes cuál es tu sitio.

– Mi sitio es esta cocina de agradable aroma, siempre que consiga entrar en ella.

Teresa interrumpió su discusión.

– ¿Están listos los caballos, Harry?

Éste hizo una mueca a Malah, acercando la nariz peligrosamente al cucharón.

– Sí, eso es lo que he venido a decir.

– Entonces podemos irnos -intervino Konrad.

Y todos se dirigieron a la puerta. El aire gélido los frenaba como una pared invisible. Elaine se acurrucó en su abrigo, tiritando en medio de aquel ambiente glacial. Lanzó una mirada hacia atrás cuando Jonathan cerró la puerta. Harry, el mozo de cuadra, se había sentado en la silla con respaldo y tenía las piernas con las botas empapadas por la nieve estiradas ante el fuego.

Malah estaba rebañando un cuenco de guiso. Su enfado aparentemente había desaparecido.

Había enviudado hacía casi dos años. Blaine había dicho que ambos estarían casados antes de que acabase el año. Elaine no estaba tan segura, pero Blaine era mejor que ella adivinando el futuro de la gente. Siempre bromeaba diciendo que sus presentimientos sobre asuntos del corazón eran mejores que las visiones de Elaine, que tendían a ser más violentas que románticas.

Nada más atravesar la puerta, el viento ululó con fuerza, levantando la cristalina nieve y lanzándola por el aire. Los gélidos cristales se clavaron en el rostro de Elaine. Con un movimiento brusco, intentó protegerse del viento. Como resultado, la capucha cayó hacia atrás, y los cabellos se le enredaron sobre la cara, cegándola. El viento glacial le cortó la respiración. Luchó por volverse a poner la capucha. Algunos mechones de pelo quedaron adheridos a la piel, súbitamente helada.

El calor corporal, recuperado gracias a la manta y la taza de té, le fue arrebatado por el viento. De pie en el patio barrido por la nieve, Elaine se tambaleó.

De pronto, Teresa se encontraba junto a ella, agarrándola por el brazo. No le preguntó si se encontraba bien. Se limitó a llevarla hasta los establos.

Elaine tropezó; únicamente las manos de Teresa evitaron que cayera.

– Tienes que volver adentro, Elaine.

Intentó decir «no», pero de su boca no salió ningún sonido. Finalmente consiguió denegar con la cabeza.

Teresa la llevó al calor del establo y la obligó a recostarse contra la pared de madera.

– No puedes salir así.

– Dijiste… que podías echarme… sobre un caballo.

Teresa frunció el ceño.

– Pero no en sentido literal.

Elaine se limitó a mirarla; tiritaba demasiado para poder hacer nada más.

– ¿Qué le pasa? -preguntó Konrad, quien ya estaba comprobando los arreos del caballo. Siempre lo hacía, a pesar de que Harry era sumamente cuidadoso. Pero Konrad no confiaba en nada ni en nadie.

Elaine recordó cómo era antes de la muerte de su mujer. Antes sonreía, a veces incluso reía; confiaba en los demás y en su capacidad para hacer su trabajo. Ahora era un hombre adusto que aparentemente había perdido la fe. Su mujer había perecido en una emboscada, a traición. Pero nunca supieron quién los había traicionado. Blaine decía que aquello era lo que más había afectado a Konrad, que alguien en quien habían confiado los hubiera traicionado. **¡

Elaine no sabía si ésa era la razón, pero sí sabía que una parte de Konrad había muerto. La chispa del afecto se había ido a la tumba con su mujer.

La yegua de Elaine era de gran tamaño y ancha grupa. Blaine decía que se parecía a un caballo de tiro, pero Elaine no era tan buena jinete como su hermano, por lo que estaba encantada con la dócil yegua. Un caballo que podía caminar todo el día a un ritmo tranquilo, de cascos anchos y bien firmes, y una paciencia infinita. Todos los niños habían empezado a montar sobre su ancho lomo.

Teresa ayudó a Elaine a montar sobre su yegua. La joven se inclinó hacia adelante y se aferró a las duras crines, con la mejilla presionada contra el suave pelaje del cuello.

Teresa le colocó la capucha de nuevo en su sitio, rozándole la mejilla.

– Estás helada.

Elaine se dejó caer sobre el caballo. Tenía muchísimo frío. Lo único que seguía caliente eran los ojos, en los que se estaban formando lágrimas.

– Guía el caballo, por favor.

Teresa negó con la cabeza pero no le llevó la contraria. Deslizó las riendas sobre el cuello del caballo y montó en el suyo, con sendas riendas colgando entre ambos.

– ¿Crees que está en condiciones de partir? -insistió Jonathan.

– No -dijo Teresa-, pero viene con nosotros.

Konrad profirió un gruñido de desaprobación, pero no demasiado alto. Discutir con Teresa era sinónimo de perder el tiempo. Se abrieron las puertas exteriores, y los caballos empezaron a avanzar. Elaine sintió que la yegua se movía, pero su abrigo había caído hacia adelante y formaba una oscura cavidad alrededor de sus ojos, por lo que lo único que alcanzaba a ver era una estrecha franja de suelo. Cerró los ojos, e incluso eso desapareció.

El viento golpeaba su pesado abrigo. Diminutas espirales de aire helado se deslizaban por debajo de las pieles y unos dedos congelados parecían querer introducirse por sus ropas, buscando su piel. Elaine sabía que no hacía tanto frío. Estaban en invierno, sí, pero no se trataba de una tormenta de nieve ni de un frío extremo. Y, sin embargo, lo sentía por todo el cuerpo, y la piel parecía congelada. Las lágrimas se helaron en sus mejillas. Era como si la visión le hubiera arrebatado todo su calor y protección contra el frío. Y el frío parecía ser consciente de ello, y estar ansioso por el roce de su piel. Cada bocanada de aire le resultaba sumamente dolorosa.