No. Jonathan era consciente de que la respuesta era negativa.
Inclinó la cabeza hacia la mano de Teresa. Había dicho que Elaine estaba corrupta, maldita, y seguía pensando que su talento para sanar era maligno, o como mínimo antinatural. Pero nadie sabía lo que habría dado por no haber discutido con ella, por no tener aquel último recuerdo amargo de Elaine.
La idea de que Elaine había muerto pensando que él la odiaba, tal vez odiándolo a su vez, le resultaba casi insoportable.
Teresa viviría, aunque el médico no podía prometer que recuperaría totalmente el brazo. Ella todavía no lo sabía, y él no se lo diría a menos que no le quedase más remedio. Era un cobarde.
Alguien llamó a la puerta con delicadeza. Jonathan decidió no abrir, fingiendo que también dormía. Pero volvieron a llamar. Jonathan suspiró.
– ¿Qué pasa? -dijo al fin.
La puerta se abrió despacio. Thordin apareció en mitad del umbral. Su mirada se dirigió al instante hacia la tez pálida de Teresa. Después miró a Jonathan.
– Está descansando.
Thordin tomó aire y espiró lentamente.
– Los vecinos están reunidos. El consejo quiere hablar con nosotros esta noche. -Entró en la habitación y cerró la puerta tras él. Apoyó la espalda en ella, con los brazos cruzados sobre el pecho-. No les dije que Blaine y Elaine eran algo más que ayudantes del exterminador de magos. No sabía si… querías que lo supieran.
Jonathan negó con la cabeza.
– No, nuestro duelo es algo íntimo. Blaine formaba parte de la hermandad. Era consciente del riesgo que corría. Pero Elaine… -Se quedó sin voz, y tuvo que girar la cabeza para que Thordin no viera sus lágrimas.
– No es culpa de nadie, Jonathan.
– ¿Ah, no? -respondió, mientras se volvía de nuevo hacia Thordin, con la mirada nublada por las lágrimas y la ira. El odio que sentía hacia sí mismo amenazaba con ahogarlo-. Si hubiera permitido que se quedara en casa con el mago, que aprendiera su magia en paz, todavía estaría viva.
– No sabemos con seguridad si están muertos, Jonathan.
– Elaine iba desarmada, Thordin.
– Blaine fue en su busca. Es un buen guerrero.
– Estaríamos todos muertos si Lukas no hubiera abierto la puerta. Nos salvó a todos.
– Puede que otra persona haya abierto la puerta a los gemelos.
– Thordin, es de noche, y los zombis vagan por las calles. Nadie arriesgará su vida por unos extraños.
– Vayamos a donde vayamos, siempre encontramos buenas personas, Jonathan -rebatió Thordin.
Jonathan negó con la cabeza.
– No, Thordin, no nos engañemos con falsas esperanzas. Debemos afrontar la realidad.
– Los estás enterrando antes de que estén muertos. Simplemente te has rendido -dijo Thordin-. Y no es propio de ti, rendirte sin luchar.
– Tal vez he aprendido que uno puede luchar con denuedo y constancia, y aun así tener una muerte indigna.
– Te refieres a Calum Songmaster -adivinó Thordin.
Jonathan asintió.
– Elaine preguntó si Silvanus podría curar a Calum. Nunca se me ocurrió pensar en ello. Pero a ella sí.
– Elaine tiene buen corazón -comentó Thordin.
Jonathan volvió a asentir. Se restregó la mano por la cara, esparciendo las lágrimas más que enjugándoselas.
– Has dicho algo acerca del consejo de la aldea.
– Quieren verte esta noche. Están muy asustados y quieren que el gran exterminador de magos los tranquilice.
– Desde que entramos en la aldea perdimos a cuatro de los nuestros en menos de una hora. ¿Todavía creen que puedo ayudarlos?
– Tienes una buena reputación, Jonathan. Creen en ti.
– No soy ningún talismán mágico que espanta los malos espíritus sólo por el mero hecho de existir -replicó Jonathan con voz ronca.
– Es probable que esperen algo así, una hazaña espectacular; pero esta noche bastará con que de tus labios salgan algunas palabras esperanzadoras, si te ves con fuerza para ello.
Jonathan lo miró. El mero hecho de que Thordin le pidiera algo semejante le parecía motivo suficiente de enojo; pero, al ver el rostro sincero de su amigo, su ira se esfumó.
Simplemente estaba cansado, tanto que lo único que deseaba era acurrucarse al lado de Teresa y dormir, dormir y abrazar a su esposa como si sólo con tocarla pudiera protegerla.
Acercó la mano de Teresa a sus labios y le besó los dedos con suavidad. Se puso en pie y volvió a colocar la mano bajo las mantas, que utilizó para arropar a Teresa, cubriéndola hasta la altura de la barbilla. Después de peinarla brevemente con los dedos, volvió su atención hacia Thordin.
– Vayamos a tranquilizar al consejo del pueblo -dijo.
Thordin sonrió.
– Este trabajo requiere mucho tacto.
Jonathan se limitó a asentir. Se volvió para mirar a Teresa cuando Thordin cerraba la puerta. Tenía un aspecto macilento a la luz de la lámpara. Había perdido mucha sangre, pero no tanta como Averil. Dirigió la mirada a la puerta que se encontraba al otro lado del pasillo.
Silvanus velaba a su hija. Si lograba sobrevivir al amanecer, tal vez se salvaría. Pero sólo si sobrevivía esa noche.
Les habían dicho que había una plaga de zombis, pero éstos se contaban por cientos, muchos más de los que podían haber muerto aquel invierno. La aldea de Cortton no tenía tantos habitantes. ¿De dónde habían salido tantos muertos? Ésa era una de las preguntas que pensaba plantear al consejo, que estaba compuesto por la posadera, el maestro cantor y el enterrador. La posadera, Belinna, era la mujer que había arrojado aceite sobre los zombis. Era alta y corpulenta, pero no gruesa: las personas gruesas solían caracterizarse por su indulgencia y suavidad. Era de constitución sólida o, como algunos dirían, de huesos anchos, y se recogía el pelo hacia atrás en una larga trenza. El muchacho que había llevado la antorcha era su hijo mayor. Ahora se encontraba de pie, a su lado. Era alto, esbelto, moreno, y sus ojos duros y observadores se reflejaban en los de Belinna.
El maestro cantor, Simón LeBec, había sido un bardo famoso en su juventud. Jonathan había tenido la oportunidad de escucharlo en una ocasión, tal vez hacía ya treinta años. Por aquel entonces hacía estragos entre las mujeres. Ahora sus cabellos eran canos, y tenía el rostro surcado de arrugas. Sólo sus ojos se conservaban igual que entonces: azules y penetrantes.
Jonathan no hizo el menor esfuerzo por recordarle a LeBec que se habían conocido hacía treinta años. En esa época no era famoso como exterminador de magos. Entonces no era más que Jonathan Ambrose, un aventurero vagabundo que había llegado a especializarse en eliminar magos. La ley no lo respaldaba, por lo que casi era un proscrito. Jonathan recordaba cuan seguro se sentía entonces respecto a sus objetivos. Era como si llevase un escudo indestructible. Sin albergar la menor duda.
Jonathan se puso en pie y escrutó sus semblantes angustiados; vio que su sola presencia parecía aligerar un tanto su tensión. Era indignante que tuvieran tanta confianza en él.
El enterrador, Marland Ashe, era un hombre alto y delgado. Su piel pálida como la leche y sus ojos azul violeta eran típicos de los nativos de aquella región de Kartakass. La combinación era asombrosa, encantadora, pero tenía las mejillas picadas de viruela debido a alguna enfermedad, lo cual confería a su piel la textura de la grava. Aquella tez deteriorada no hacía juego con aquellos ojos grandes y hermosos.
Los tres estaban sentados frente a una larga mesa en la habitación comunal de la posada. No había demasiados sirvientes. Jonathan y sus compañeros eran los únicos huéspedes. Los turistas no acudían a una aldea maldita. Si llegaban a ella por casualidad, se apresuraban a abandonarla antes de que cayera la noche. Y si, también por casualidad, llegaban a ella de noche… en ese caso, Jonathan ya sabía lo que les ocurría: morían.
– ¿Por qué habéis requerido mi presencia esta noche, consejeros?