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Jonathan formuló la pregunta con suma educación. Se sorprendió a sí mismo por el tono tan calmo, casi agradable. Su voz era también una enorme mentira que encubría la enorme angustia que sentía en su cabeza y en su corazón.

– Necesitamos saber cuál es tu plan para ayudarnos -dijo LeBec.

La cara del maestro cantor parecía tranquila. Tenía entrelazadas las manos ante él, muy quietas. Demasiado quietas. El esfuerzo que estaba haciendo por aparentar calma se hacía patente en sus hombros, en los brazos, incluso en sus inmóviles manos.

Jonathan tuvo ganas de reírse en su cara. ¿Qué podían hacer ellos? Habían entrado a lomos de sus cabalgaduras en la aldea, y habían estado a punto de ser aniquilados. No habían sabido estar a la altura de lo que allí les esperaba.

– Vuestro mensajero nos dijo que un tercio de la población había muerto a causa de una enfermedad maligna. También nos dijo que los fallecidos habían resucitado y vagaban por las calles. No obstante, ahí afuera hay cientos de ellos. ¿De dónde han salido?

El maestro cantor miró al enterrador.

– El cementerio del pueblo ha quedado vacío -dijo éste-. Cortton era antaño una población mucho más grande, una pequeña ciudad. En el cementerio hay más muertos que habitantes tiene el pueblo.

– Si nos hubieran informado de que los zombis se contaban por cientos, no se nos habría ocurrido entrar en Cortton después del ocaso.

La posadera se revolvió en su silla.

– No lo consideramos relevante. ¿Acaso no solicitamos la ayuda del exterminador de magos, aquel que acabó con la plaga de alimañas de Deccan? Seguramente superaban en número a nuestros muertos.

– No deberíais creer todo lo que cantan los bardos -dijo Jonathan.

LeBec bajó la vista hacia la mesa, como si quisiera examinarse las manos. Levantó la cara para mirar a Jonathan y le sostuvo la mirada.

– Soy consciente de que algunos de mis colegas de profesión exageran, pero tampoco tanto. Realmente creíamos que estaríais a salvo si os dirigíais directamente a la posada.

– ¿De veras? ¿Entonces por qué no abristeis la puerta? Las mujeres que yacen convalecientes en el piso de arriba tal vez podrían haberse ahorrado sus heridas si la puerta se hubiera abierto antes.

Ninguno de los tres podía mirarlo a la cara. La cólera fluía a través de él como un torrente de lava que le quemara la piel. Abrió la boca para decir lo que pensaba de todos ellos, pero una voz lo interrumpió.

– Tenían miedo, exterminador de magos.

Jonathan se volvió y vio a Harkon Lukas apoyado contra la pared. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho, y en sus labios se dibujaba una sonrisa burlona. Llevaba una túnica de color burdeos y pantalones con ribetes de terciopelo negro. El sombrero también de color burdeos lucía nada menos que tres plumas negras. El monóculo reflejaba la luz de la lámpara, emitiendo destellos intermitentes.

– Me siento ofendido por las afirmaciones difamatorias sobre mi profesión. Os aseguro que yo sólo canto la verdad.

– Salvaste nuestras vidas esta noche, y por ello te estoy agradecido.

Lukas se apartó de la pared, y avanzó hacia ellos dando grandes zancadas. Intentó restarle importancia a su gratitud.

– Me parecía estúpido dejar que el salvador de la ciudad muriera en la calle.

– Oíamos a los zombis al otro lado de la puerta -dijo Belinna-. Temíamos que la forzaran y nos mataran a todos. Todos los que han muerto desde el inicio de la plaga han resucitado para rondar por las noches. Me hubiera arriesgado a morir dignamente. -Al decir esto, rozó el brazo de su hijo-. Pero esa muerte vagabunda… -Negó con la cabeza-. Eso es distinto.

Jonathan no podía rebatir semejante argumento.

– Creía que sólo resucitaban los que morían a causa de la enfermedad.

La posadera negó con un gesto.

– Todos resucitan.

– Eso me parece extraño. Si la enfermedad es resultado de un hechizo, únicamente sus víctimas deberían volver a la vida.

– ¿Qué significado puede tener el hecho de que todos los muertos se conviertan en zombis? -preguntó LeBec.

– Quizá la enfermedad no tenga nada que ver con un hechizo o sólo en parte.

– No sé qué quieres decir -dijo LeBec.

Jonathan hizo un gesto con la cabeza, como si estuviera sopesando una idea. Pero no estaba seguro de poder explicarla. Era tan sólo una intuición, el atisbo de una idea que todavía no estaba preparada para ver la luz o, por lo menos, para ser expuesta ante un grupo de extraños demasiado alterados.

– Me gustaría tener más pruebas antes de confirmar mi hipótesis.

Aquella era una de sus tácticas dilatorias habituales. Los tres consejeros asintieron y murmuraron entre ellos, como si hubiera dicho algo muy inteligente.

– Por supuesto -dijo LeBec-, lo entendemos perfectamente. Hay que tener cuidado antes de hacer acusaciones relativas a la magia negra.

Jonathan no dijo nada. Había llegado a la conclusión de que una cara adusta y guardar silencio solía ser mucho mejor que las palabras. Sobre todo si uno no tenía nada más que decir.

– ¿Crees que ya tienes la solución para el problemilla de Cortton?

Harkon Lukas se plantó de pie ante Jonathan, con las manos en jarras sobre sus exiguas caderas. Era un hombre alto y de aspecto fuerte, pero había algo femenino en él; una gracilidad que estaba más cercana de los movimientos de un bailarín que de los de un bardo. En sus ojos oscuros había una chispa que delataba sus sospechas de que Jonathan se estuviera marcando un farol.

Jonathan estuvo a punto de sonreír, pero consiguió disimular, y en lugar de eso asintió con un gesto solemne.

– Tengo mis sospechas.

– ¿Te importaría compartirlas con nosotros?

Jonathan negó con la cabeza en silencio. No consiguió ocultar por más tiempo su sonrisa, pero sólo Harkon Lukas la vio. El bardo ladeó la cabeza mientras clavaba la vista en Jonathan. Este no pudo leer la expresión que pasó fugaz por su rostro.

– Recuérdame que nunca juegue contigo a las cartas, exterminador de magos. Conoces demasiado bien la proverbial «cara de póquer».

– No tengo demasiado tiempo para juegos de cartas.

– Lástima. Jugar es muy entretenido.

– ¿Realmente lo crees así? -preguntó Jonathan. Su mente se desvió hacia Teresa y los muchachos desaparecidos-. Los juegos me parecen una lamentable pérdida de nuestro precioso tiempo.

– Ah, sí. Ahí afuera todavía se encuentran algunos de los tuyos. El tiempo tiene suma importancia para ellos. ¿Cuántas horas faltan hasta el amanecer? ¿Conseguirán sobrevivir todo ese tiempo en las calles?

Jonathan le dio la espalda. No podía soportar el rostro burlón del bardo. No creía que aquel hombre fuera cruel a propósito, pero el resultado venía a ser el mismo.

– Harkon -dijo LeBec-, eso es muy desconsiderado de tu parte.

Su semblante se descompuso con un gran pesar, y se llevó la mano al corazón con gran dramatismo.

– Oh, cuánto lo siento. No sólo soy desconsiderado, sino además cruel. Ya estoy pensando en la canción que escribiré cuando ambos hayan regresado sanos y salvos, tras haber sobrevivido toda una noche huyendo de una horda de zombis. -Dicho esto, sonrió-. Después de atravesar el umbral de esa puerta, compartirán conmigo sus hazañas.

Jonathan examinó el rostro del bardo. Era incapaz de determinar si le estaba tomando el pelo o si aquel hombre simplemente tenía un peculiar sentido del humor. ¿Acaso estaba intentando consolar a Jonathan con aquellos cuentos infantiles? Los gemelos no iban a pasar por esa puerta, ni por ninguna otra, por lo menos no con vida.

– Estoy seguro de que si regresan estarán encantados de obsequiarte con el relato de esta noche.

– Sobre todo Blaine -dijo Thordin, quien lo había presenciado todo en silencio apoyado en la pared opuesta, y ahora avanzaba hacia el centro de la estancia para situarse al lado de Jonathan-. A Blaine le encanta fanfarronear.