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Jonathan asintió.

– En efecto, así es.

– Entonces le daré la oportunidad de jactarse de sus proezas ante un bardo, algo que todos los habitantes de Kartakass desean.

– ¿De veras? -Preguntó Jonathan-. Yo no. Sigo sosteniendo mi afirmación anterior. Los bardos recogen los hechos pero casi nunca los exponen tal como sucedieron. He escuchado narraciones de mis propias hazañas donde lo único que había permanecido inalterado era mi nombre.

– Simón, creo que nos está llamando embusteros -dijo Harkon Lukas mientras miraba fijamente a Jonathan, y daba dos grandes zancadas hacia él hasta casi rozarlo. Con sus ojos oscuros recorrió las facciones de la cara de Jonathan, como si quisiera memorizar cada una de sus arrugas.

– Basta, Harkon. Deja a nuestros huéspedes en paz. Ya tienen suficientes motivos de preocupación.

– Y con razón -dijo Harkon a pocos centímetros de distancia de la cara de Jonathan-. Voy a escribir una canción sobre los muertos de Cortton, exterminador de magos. Los zombis de Cortton no sólo son asesinos; además, están hambrientos.

Jonathan no pudo responder. Esta vez fue Thordin quien preguntó:

– ¿Qué quieres decir, bardo?

Harkon Lukas no desvió la mirada; seguía mirando fijamente a Jonathan a los ojos.

– Los muertos se dan un festín con los vivos. Es así como acaban con la vida de sus víctimas, con uñas y dientes.

Thordin empujó a Lukas hacia atrás. El bardo tropezó, pero consiguió mantener el equilibrio.

– Una de dos: o eres un necio o estás intentando provocarnos -dijo Thordin-. En caso de que se trate de esto último, el frío acero puede ayudarnos a saldar cuentas. Podemos combatir aquí mismo; la habitación es lo bastante grande.

El bardo profirió una carcajada que sonó como un ladrido.

– ¿Un duelo? ¿Me estás retando?

– Sí, a menos que admitas que eres un necio de lengua viperina.

Jonathan sabía que tenía que detener aquello, pero no pudo. Había visto la herida producida por un mordisco en el cuello de Averil y en el brazo de Teresa. Sólo pensar que algo semejante podía sucederles a Elaine y a Blaine, que fueran despedazados a trozos, miembro por miembro, bocado a bocado, entre gritos y sangre… La imagen era demasiado terrible y roja, peor que cualquier otro posible fruto de su imaginación.

Harkon Lukas volvió a reír.

– Soy un necio, señor guerrero, un necio de lengua viperina. Mucho me temo que se trata de un riesgo inherente a nuestra profesión.

Sus carcajadas retumbaron con eco en las paredes de piedra, alzándose hasta llegar al alto techo de vigas. Jonathan reprimió el impulso de golpearlo para sofocar su risa. Su mente estaba ahora anegada en atrocidades que aquel bardo le había metido en la cabeza. No debería reírse.

– Si no eres capaz de contener tu lengua de forma civilizada, es mejor que te alejes de nosotros -replicó Jonathan.

La risa se fue apagando hasta desaparecer. El semblante de Lukas volvía a tener aquella expresión extraña y misteriosa.

– Mis más sinceras disculpas -dijo mientras hacía una profunda y exagerada reverencia con las plumas de su sombrero deslizándose por el suelo, la misma con la que los había invitado a pasar por la puerta.

Jonathan se quedó mirando al bardo mientras éste hacía despliegue de su teatral disculpa, sin creer una sola palabra. Había querido provocarlos a propósito. Todavía no sabía a ciencia cierta el porqué, pero sabía que estaba en lo cierto. Independientemente de los posibles motivos, Jonathan había empezado a odiar a Harkon Lukas. Una cosa era pensar que los gemelos habían muerto, y otra muy distinta imaginarse que habían sido devorados vivos. Aquella idea hizo de las horas que quedaban hasta el amanecer una agonía cada vez más intensa. Y de ello debía dar gracias a Harkon Lukas. Se prometió a sí mismo que buscaría la forma de que el bardo obtuviera el castigo que se merecía. Aunque no estuviera dentro de las competencias de un exterminador de magos arruinar la vida de un bardo, Jonathan lo intentaría por todos los medios.

Era un hombre mezquino. Jonathan abrazó la idea de la venganza como una oración. Torturaría a Harkon Lukas por el martirio que éste le estaba haciendo pasar en aquellas horas. Era un pobre consuelo, pero el exterminador de magos necesitaba de todo aquello que pudiera mínimamente reconfortarlo en aquella noche eterna.

Capítulo 23

Harkon Lukas subió la escalera como un gato enrabiado, golpeándose la pierna con el sombrero para descargar su frustración. Ambrose lo sabía. Seguro. Harkon no sabía hasta qué punto, pero ahora era consciente de que Ambrose no era tan inocente como él había creído. Los había invitado a entrar para burlarse de ellos. Podría haberse limitado a capturar a Konrad Burn, pero no, él, Harkon Lukas, tenía que jugar. Su propia arrogancia no dejaba de sorprenderlo. ¿Realmente había creído que el miembro más destacado de la hermandad era un estúpido?

Harkon asintió para sí mismo. En efecto, había llegado a pensar eso. Aquella hermandad nunca le había impresionado demasiado. Pero los ojos de Ambrose contenían una sabiduría zahiriente. ¿Había acudido allí para unirse al juego? No se trataba de un ingenuo que hubiera sido atraído para curar alguna plaga mágica, sino un miembro de la hermandad consciente de que el verdadero corazón del mal de Kartakass se encontraba en aquella aldea. Con toda seguridad, si el exterminador de magos hubiese sabido que él, Harkon Lukas, era el núcleo de todo lo que representaba el mal, otros miembros de la hermandad se habrían dado cita en Cortton. Habría tenido lugar una gran cacería, y él habría sido la presa.

No, Ambrose sospechaba algo, pero todavía no tenía pruebas. ¿Cuánto tiempo más necesitaría el exterminador de magos para estar seguro? Harkon apenas podía creer que los hubiera salvado. Había tenido que abrirles la puerta de la posada. Aquellos estúpidos aldeanos habrían permitido que sus potenciales salvadores murieran. Y había creído que con aquella acción les caería en gracia, pero la mirada en los ojos de Ambrose dejaba muy claro que no confiaba lo más mínimo en el bardo.

A Harkon le gustaban las personas suspicaces, o como mínimo respetaba ese rasgo de la personalidad. Pero en este caso bien habría podido pasar sin él.

Konrad Burn salió de la habitación a mano derecha. Olía a hierbas y a ungüentos. Alzó la vista y saludó con la cabeza a Lukas.

Harkon se detuvo en el rellano de la escalera y preguntó:

– ¿Cómo se encuentra la joven?

Konrad cerró la puerta tras él y avanzó hacia Harkon antes de responder, alejándose de la habitación. Aparentemente no quería que nadie lo oyera. No debía de tener buenas noticias.

– No está bien -contestó Konrad, que intentó pasar por su lado para bajar la escalera.

Harkon lo asió por el brazo. Quería comprobar la calidad de sus fuertes músculos. Le pareció un buen brazo, y pensó que disfrutaría de él cuando fuera el suyo propio.

– ¿Ha perdido demasiada sangre? ¿O acaso la herida es muy grave?

Konrad bajó la vista hacia la mano del bardo. A continuación dio un paso atrás, con la intención de obligar a Harkon a soltarlo, o como mínimo de que se diera cuenta de que aquello le molestaba. Todavía no había llegado el momento de ser tan posesivo, así que el bardo soltó el brazo.

– Ha perdido una gran cantidad de sangre.

– Pero el médico parecía creer que sobreviviría si la hemorragia no la mataba. ¿Acaso tienes otra opinión?

– Estoy seguro de que el médico es un buen hombre, pero yo he visto bastante más heridas de combates que él.

– ¿Crees que morirá?

Konrad frunció el ceño y lo miró con ira.

– No creo que sea algo de lo que hablar de forma tan frívola, bardo.

Harkon hizo una leve reverencia, elegante pero no tan histriónica como la anterior.

– Tienes mucha razón, maese Burn. Pero soy bardo, y la curiosidad es uno de los riesgos de mi profesión. -Alzó la vista, todavía medio encorvado-. Si tengo que cantar sobre este suceso, está claro que para inmortalizar su valentía necesito conocer los hechos.