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Se enderezó y de pronto se dio cuenta de que era más alto que Konrad Burn, lo cual lo contrarió. No le gustaba tener que renunciar a su estatura, pero en fin, pensó, nada es perfecto.

Harkon se obligó a sonreír.

– Así que tal vez mi curiosidad no es completamente inútil. Konrad negó con la cabeza, incrédulo.

– No creo que tengas la menor intención de escribir una gran epopeya. Creo que simplemente eres un buitre con ansias de escuchar las desgracias de los demás.

Konrad lo apartó para poder pasar.

– Ah, sí, por supuesto tú tienes tu propia pérdida que lamentar, ¿no es así?

Konrad se detuvo a mitad de la escalera, tensando la espalda. Se volvió lentamente para mirar al bardo sonriente. La expresión de cólera de Konrad era mortífera, pero la sonrisa de Harkon se hizo más amplia.

– Mi pérdida, mi pena, es cosa mía. A buen seguro no es asunto tuyo.

– Te ruego que me perdones, he hablado sin pensar. Es uno de mis terribles defectos.

Konrad subió dos escalones; después se detuvo. La mano apoyada en la barandilla temblaba, con los nudillos blancos por la fuerza con que la apretaba. Sintió el impulso de subir corriendo la escalera y atacar al bardo.

Harkon seguía jugando al decir aquella última frase, a sabiendas de que aquello lo sacaría de quicio. Tuvo que obligarse a permanecer inmóvil, e impedir que su sonrisa se hiciera aún más amplia. Tal vez aquello hubiera bastado para que Konrad subiera los últimos escalones. Hubiera sido delicioso, irónico, pero tal vez se habría visto obligado a dañar su futuro cuerpo. Y eso hubiera resultado contraproducente. Así que decidió evitarlo. Lo más difícil de disimular era la mirada de suficiencia, la seguridad de que podría matar a aquel hombre si lo deseaba.

El orgullo y la confianza en sí mismo que reflejaba el rostro de Burn, junto con su postura, ponían de manifiesto que una sola mirada hubiera bastado para provocar una pelea. Su futuro cuerpo tenía un temperamento considerable.

– Una lengua no contenida es motivo suficiente para matar a una persona -dijo Konrad.

Harkon luchó por mantener una expresión neutra y agradable en su rostro. Aquel hombre deseaba pelear. El dolor se había convertido en ira, y necesitaba un objetivo sobre el que descargarla.

Harkon pensó que le gustaría ser testigo cuando esa cólera encontrara un objetivo, pero no podía permitirse el lujo de ser él mismo el blanco. Tal vez sería necesario vigilar a Konrad más de cerca. Si se hacía matar antes de que Harkon pudiera intercambiar sus cuerpos, eso arruinaría todos sus planes.

– Te ruego humildemente que me perdones, maese Burn. Por favor, créeme cuando te digo que cuentas con mis más sinceras condolencias.

– Hablas de cosas de las que no tienes conocimiento, bardo. No creo que estén muertos, todavía no.

– Estoy seguro de que tienes razones para conservar la esperanza. Puede que alguna alma caritativa haya abierto una puerta, al igual que yo.

Konrad de repente pareció sentirse incómodo. Respiró hondo y dejó salir el aire lentamente.

– Todavía no te he dado las gracias por salvarnos la vida.

Harkon intentó restarle importancia.

– Maese Ambrose ya me dio las gracias por todos.

Konrad insistió con un gesto de cabeza.

– Pero no es suficiente; todos estaríamos muertos de no haber sido por tu valentía. -Aquellas palabras parecían atragantársele.

Harkon entrecerró los ojos para estudiar mejor a aquel hombre. ¿Acaso también sospechaba algo? ¿Era posible que sus adversarios conocieran todos sus planes, tan cuidadosamente concebidos? ¿O que Calum Songmaster hubiera cambiado de opinión? ¿Lo habría traicionado? Si Calum era capaz de traicionar a sus amigos del alma, ¿por qué no habría de traicionar a Harkon? Porque él también quería un nuevo cuerpo. Harkon había creído que la oferta de salvarlo garantizaría su lealtad, pero en el rostro de Konrad podía verse una profunda aversión. Y, sin embargo, le había salvado la vida. ¿Por qué le tenía antipatía?

– De veras, no fue nada.

– La modestia no te sienta bien, bardo.

Harkon no pudo evitar sonreír.

– No es un hábito natural en mí.

– ¿Cuánto tiempo hace que estás en Cortton?

El cambio de tema pilló a Harkon por sorpresa. Sonrió para disimular.

– No hace mucho, apenas un día.

– La posadera dice que estuviste aquí durante unas cuantas semanas, y que te marchaste cuando los muertos empezaron a deambular por las calles. Sabías lo que sucedía en el pueblo, y cuan peligroso podía ser. ¿Por qué regresaste?

– Soy bardo. Canto sobre grandes hazañas o grandes tragedias. Podría pasarme la vida cantando los romances de otros autores. Pero las mejores canciones, las que labran la reputación de uno, son las que escribe uno mismo.

– Así que regresaste por una canción-dijo Konrad.

– Sí.

– ¿Y por una canción vale la pena arriesgar la vida?

– Sí.

Konrad hizo un gesto de desdén con la cabeza.

– Vendes tu vida muy barata, Lukas. -Dicho esto, dio media vuelta y bajó repiqueteando la escalera.

Harkon lo siguió con la vista, pensativo. Había concebido su plan como algo grande: pensaba destruir todo lo que Konrad amaba antes de hacerse con su cuerpo. Ésa era una de las razones por las que había ideado la plaga de zombis. Pero tal vez debería limitarse a eliminar a aquel hombre y dejar que los demás se encargaran de arreglar el caos que había creado. No obstante, si Ambrose llegaba a intuir la verdadera naturaleza de Harkon, no podría dejarlo con vida.

Deberían morir todos ellos, como había planeado en un principio. Tal vez más rápido de lo previsto. No sería tan divertido, pero a veces era necesario dar preferencia a los negocios antes que al placer.

Capítulo 24

Blaine yacía sobre la calle nevada. Su larga melena rubia estaba esparcida alrededor de su rostro como agua pálida. Bajo su cuerpo sobresalía arrugado el abrigo de pieles blancas, ahora negras por la sangre. Una de sus piernas había quedado flexionada en una postura dolorosa, atrapada bajo el cuerpo. De la boca y la nariz manaba sangre, que le había manchado la parte inferior de la cara.

Elaine se arrodilló al lado de su cuerpo sin vida. Había encontrado la llave de la puerta en el suelo del ático, gracias a los destellos que emitía a la luz de la luna. El zombi la había dejado caer al intentar asesinar a Blaine. Sin la llave le hubiera resultado imposible salir.

Ahora se encontraba sentada a su lado, viendo cómo la sangre manchaba las pieles del abrigo. Un hilillo de sangre goteaba desde el abrigo para abrirse paso a través de la nieve, como un arroyo oscuro que siguiera las huellas del dedo de un dios. Elaine gritó y apartó la nieve, esparciéndola. La sangre siguió fluyendo hasta formar un charco en la calle helada. Y no podía hacer nada para impedirlo.

¿O tal vez sí? Había visto a Silvanus resucitar a los muertos; había sentido incluso su energía. ¿Podría ella hacer lo mismo ahora? Elaine alargó una mano y le rozó la cara. La piel todavía estaba caliente. Acababa de morir, aún seguía muy cerca de la vida. ¿Podría traerlo de vuelta? Jonathan había contado historias de brujos que resucitaban a los muertos, pero no a la verdadera vida. ¿Y si se equivocaba y Blaine regresaba como un zombi? Eso era peor que la muerte, pero Elaine tenía que intentarlo. De lo contrario, siempre tendría la duda.

Observó los grandes ojos de Blaine, todavía abiertos, que parecían mirar fijamente al cielo sin ver nada. Sobre su cara vuelta hacia arriba caían los copos de nieve, que se derretían sobre sus pestañas, formando diminutas gotas de humedad en sus mejillas.