Elaine respiró hondo e intentó reunir toda la sabiduría que había aprendido de Silvanus, para imaginarse cómo podría resucitar a su hermano. ¿Era la misma técnica que se utilizaba para curar una herida?
Oyó un ruido tras ella que la hizo volverse al instante, y casi cae en la nieve. Dos zombis habían aparecido en el cruce con la calle más próxima. Uno de ellos se balanceaba hacia adelante y hacia atrás como si estuviera borracho. Avanzó un paso, pero las piernas le fallaron. Al intentar ponerse en pie, una de las piernas se le desprendió y se quedó agitándose en el suelo. El zombi siguió tambaleándose sobre la otra pierna como si no fuera la primera vez que le pasaba algo así.
Un montón de nieve cayó del tejado de la casa de enfrente. Elaine alzó la vista y vio una silueta parecida a la de un hombre recortándose contra la luz de la luna. La figura saltó al vacío. Parecía que flotara, con las manos y las piernas desplegadas como buscando su equilibrio. Aterrizó con un ruido sordo en la nieve y se escabulló rápidamente entre las sombras.
Aquel ser casi parecía brillar con una luz blanquecina, del tono de las setas que crecen al abrigo de la noche. Daba la impresión de que estuviera desnudo, pero no era así. Alzó el rostro para mirar a Elaine. Sus ojos brillaban con un resplandor como de fuego negro, centelleando con una luz eterna que no tenía nada que ver con la de la luna.
El zombi abrió la boca y emitió un siseo.
Elaine se puso lentamente en pie. Al final de la calle se estaban congregando más muertos vivientes; pero del mismo modo que los otros zombis se habían apartado ante el hombre que había asesinado a Blaine, éstos ahora parecían esperar órdenes de aquella figura todavía agazapada.
Elaine apretó la llave en la mano. ¿La dejaría llegar hasta la puerta? Bajó la vista hacia Blaine. Estaba muerto. Había muerto para salvarla. No podía abandonarlo de ese modo. No podía.
Aquella cosa dio un salto enorme y aterrizó al otro lado del cuerpo de Blaine. Elaine se quedó helada, mirándole fijamente. Aquello había sido un hombre, un hombre de mediana estatura y cabellos castaños. Un hombre normal. Pero ahora era una bestia.
El zombi asió uno de los brazos de Blaine. Elaine le dio una patada, como si se tratara de un perro sarnoso. El zombi emitió un gruñido grave y se abalanzó sobre ella. Elaine tuvo el tiempo justo para protegerse la cara y el cuello, pero el muerto viviente ya la había alcanzado. Rasgó con los dientes una de sus mangas, con el afán con el que un perro se lanzaría sobre un hueso. Elaine profirió un chillido.
Sintió un último tirón en la manga; después aquella cosa se sentó, y Elaine se sintió liberada de su peso. Todavía le aprisionaba las piernas, pero el zombi no hizo nada más.
Elaine se quedó quieta, esperando que los dientes se le clavaran en la carne, pero pasaron varios minutos sin que eso sucediera mientras ella yacía en el gélido suelo. La nieve caía en copos blandos y sedosos; eso era todo. Por último, Elaine retiró los brazos que le protegían la cara lo justo para atisbar al monstruo.
Se encontró con unos ojos negros que a su vez la miraban; pero su mirada no era humana, sino más bien la de un perro inteligente. No era la mirada vacía propia de los zombis, por lo menos no de la clase de muertos vivientes que ella conocía. Estuvo a punto de preguntarle qué quería, tal como había hecho antes con la mujer, pero no había nadie detrás de esos ojos que pudiera responder a esa pregunta. Como mínimo, no con palabras.
Sin embargo, el zombi debía de querer algo, pues de lo contrario ya habría acabado con su vida. El que había matado a Blaine quería su sangre. ¿Qué era lo que éste quería?
La cosa se arrastró alejándose de ella, lentamente, liberando sus piernas. Retrocedió hasta el cuerpo de Blaine, lo agarró por la túnica, y alzó el cadáver para cargárselo en el hombro.
Elaine se incorporó y alargó una mano.
– ¡No! -gritó.
La criatura gruñó en un tono grave y profundo, y curvó los labios sobre unos dientes demasiado afilados para ser humanos.
Elaine se quedó paralizada, sin saber qué hacer. El zombi le estaba advirtiendo que quería el cuerpo de Blaine, pero eso no podía ser. Si alguna vez volvía a ver a Silvanus podría preguntarle cómo devolverle la vida a Blaine. Pero, si perdía el cuerpo, Blaine se habría ido para siempre.
– No puedes quedarte con ese cuerpo. -Al decir esto, Elaine intentó dotar a su voz de un tono amable, suave, como si hablase con un animal salvaje-. Por favor, no te lo lleves.
El zombi profirió un aullido. Los muertos reunidos al final de la calle empezaron a avanzar hacia ellos arrastrando los pies. Fuera cual fuera el poder que los había mantenido a raya, éste había desaparecido. La criatura los estaba llamando.
Se echó a Blaine al hombro con un solo movimiento rápido. Elaine avanzó como pudo, alargando las manos, sin saber todavía cuál era el objetivo, el cuerpo o el monstruo.
– No, por favor.
El zombi se puso en cuclillas. Las manos de Blaine se arrastraron por el suelo, sus cabellos como una cascada dorada sobre la espalda de la criatura.
Elaine se puso en pie con la intención de darle alcance. La criatura saltó hacia adelante y con una serie de brincos llegó hasta el final de la calle.
– Blaine, no por favor.
Corrió tras ellos, pero no pudo darles alcance, porque un ruido la hizo volverse rápidamente hacia la calle. Los muertos eran un sólido muro que avanzaba renqueando hacia ella, y se encontraban ya a pocos pasos de la puerta. Si le cortaban el paso, acabarían por beber su sangre. No quería morir, así no.
Elaine corrió hacia la puerta. Los zombis vacilaron, confundidos por el hecho de que Elaine corriera hacia ellos y no en sentido contrario. Elaine empujó el portal y los muertos avanzaron en tropel. Sabían qué era una puerta.
Elaine la cerró de un portazo e introdujo la llave en la cerradura. El picaporte se movió. Ella se apoyó con todo su peso sobre la puerta y giró la llave. La puerta encajó perfectamente, y Elaine quedó a salvo. El pomo giraba, y la madera vibraba cada vez que los muertos arremetían contra ella, aporreándola.
Con la espalda apoyada en la puerta, Elaine sentía la fuerza con que aquella multitud arañaba la madera justo detrás de ella. Se dejó caer hasta quedar acurrucada. Tenía el rostro surcado de lágrimas, y de sus labios salió un primer sollozo. Enterró la cara en las rodillas, con los brazos por encima de la cabeza, haciéndose un ovillo. Afuera, los zombis intentaban asaltar la casa y aporreaban las contraventanas aseguradas con clavos haciendo todo lo posible por entrar. Elaine se entregó a su pena, que ahogó los gritos de los muertos vivientes procedentes del exterior, y deseó que ésta pudiera apartar también el vacío que sentía en su interior.
Capítulo 25
Jonathan estaba de pie al lado de la ventana abierta de la estancia que ocupaba Teresa. Amanecía por fin. La luz del sol se desplegaba como una tenue capa de pintura sobre la aldea. El cielo blanco tenía un aspecto plomizo, estaba nevando y los copos de nieve recién caídos habían cubierto la calle, marcada por huellas gruesas y profundas. Los muertos habían seguido vagabundeando por las calles hasta tal vez una hora antes del amanecer. Jonathan había oído sus riñas en la oscuridad. ¿Qué motivo tendrían para pelearse? ¿Por qué permanecían allí, en un pueblo preparado para combatirlos?
Había cientos de ellos, un verdadero ejército de la muerte. Podrían haberse desplegado por la comarca y haber arrasado todo lo que hallaran a su paso. El pueblo entero se escondía en los pisos superiores; el ganado se guardaba en la planta baja, en un principio para protegerlo de los lobos. Pero ahora ni siquiera ellos se acercaban a Cortton. También temían a los muertos.
¿Quién había provocado aquello? ¿Por qué? Independientemente de cuan malvado fuera el autor, siempre había un plan detrás de semejantes acciones; alguna clase de lógica, por muy retorcida que ésta fuera. Jonathan no podía imaginar los beneficios que los zombis podían reportar a nadie.