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El pueblo había sido un importante centro de comercio, pero ahora ningún granjero se atrevería siquiera a acercarse. Los comerciantes ambulantes ya no pasaban por la calle mayor. El maestro cantor había garantizado la seguridad durante el día, pero no había servido de mucho. Y, después de lo que había presenciado aquella noche, Jonathan no podía reprochar a nadie el hecho de que evitara pasar por la aldea.

Con el amanecer se levantó una brisa, un dedo glacial que recorrió la columna vertebral de Jonathan como si hubiera estado desnudo delante de la ventana. Empezó a tiritar, y tuvo la impresión de que no podría parar.

– Jonathan.

Era la voz de Teresa, ronca, débil, pero la suya al fin y al cabo. Él se volvió con una sonrisa. Su esposa le tendió una mano temblorosa, pero la sonrisa que le curvaba los labios era firme.

Se arrodilló al lado del lecho, tomando una de sus manos entre las suyas. Apretó los dedos contra sus labios.

– ¿Cómo te encuentras esta mañana, amor mío?

Su sonrisa se hizo aún más amplia.

– Mejor que ayer por la noche.

Jonathan habló con los labios sobre el dorso de su mano.

– ¿Puedo traerte algo? ¿Tienes hambre?

– ¿Han vuelto Blaine y Elaine?

Aquélla era la única pregunta que no quería responder. Pero no podía mentirle mirándola a la cara. Nunca podría mentir a aquellos ojos oscuros.

– No, no han vuelto.

Teresa intentó incorporarse pero volvió a desplomarse sobre la almohada.

– Tenemos que salir a buscarlos. Debemos… ayudarlos.

– Teresa, tal vez encontraron refugio anoche; de lo contrario, ya no necesitan nuestra ayuda.

– No, Jonathan. No puedo creer que hayan muerto.

– Teresa, por favor…

De nuevo intentó sentarse, pero volvió a caer, esta vez jadeando por el esfuerzo. Su piel palideció y empezó a cubrirse de gotas de sudor.

– Teresa, no estás en condiciones de ir a ningún lugar.

Ella apartó la mirada y liberó su mano.

– No, Jonathan, no me doy por vencida.

– Hay cientos de zombis vagando por las calles en la noche. Cientos. Los vi desde la ventana. No existe la menor posibilidad de sobrevivir si uno se encuentra afuera tras el ocaso en Cortton.

Teresa giró la cabeza de nuevo, con lágrimas centelleantes en los ojos.

– Entonces, busca sus cuerpos.

Jonathan bajó la vista hacia el suelo, evitando encontrarse con su mirada. Era un cobarde. No se atrevía a decirle que no habría cuerpos que recuperar.

– ¿Qué sucede? ¿Qué me estás ocultando?

Jonathan alzó el rostro. Algo parecido a una sonrisa le curvaba los labios, pero no había el menor rastro de alegría en ella.

– Nunca podría mentirte, ¿no es cierto?

– No, y no lo intentes ahora por primera vez. ¿Qué pasa?

– El consejo del pueblo solicitó una audiencia conmigo anoche. Afirmaban que todos aquellos que morían en Cortton resucitaban para vagar por las noches.

– Los que mueren debido a la enfermedad -dijo Teresa.

– No, amor mío, todos los que perecen en este pueblo resucitan como zombis.

Vio cómo el horror se pintaba en su cara, al darse cuenta de lo que eso significaba para sus «hijos».

– No, Jonathan, eso no. Podría llegar a aceptar que han muerto, pero eso no. Por favor, Jonathan, no.

Jonathan tomó la mano sana de Teresa entre las suyas, y la consoló con la cabeza entre sus brazos. La abrazó mientras ella lloraba, pero él no lo consiguió. Había insistido en que Elaine los acompañara. Si se hubiera quedado en casa, estaría sana y salva, y Blaine no habría tenido que salir en su busca. Era culpa suya, consecuencia de sus actos. Jonathan no se permitiría derramar una lágrima. No lo merecía.

Un grito rasgó la mañana; un lamento sin palabras que contenía el dolor del mundo entero. Aquel gemido dejó paralizado a Jonathan, con el corazón latiéndole desbocado en el pecho. Se oyeron los pasos de alguien subiendo por la escalera. Aquel ruido lo devolvió a la realidad. Se puso en pie, liberándose cuidadosamente del abrazo de Teresa.

– ¿Qué ha sido eso? -preguntó ella.

Jonathan hizo un gesto con la cabeza como respuesta, para indicar que no lo sabía, aunque en su interior mucho se temía la causa. Abrió la puerta y se encontró con una multitud congregada ante la puerta de enfrente.

Jonathan se abrió paso a través de la gente, hasta llegar a la puerta. Fredric había caído de hinojos, con la cabeza inclinada. Randwulf se encontraba al lado del lecho, con su joven rostro transfigurado por la pena. Sentado en la estrecha cama, Silvanus abrazaba el cuerpo inerte de Averil. La acunaba como si se tratara de una niña, pero los brazos de la joven se balanceaban a cada movimiento como los de una muñeca rota.

Silvanus murmuraba algo, una y otra vez, en un tono demasiado bajo para los oídos de Jonathan. De pie al lado de la ventana, Konrad tenía la mirada perdida en el resplandor matinal y las manos entrelazadas con tanta fuerza a la espalda que las venas de los antebrazos se veían perfectamente.

El doctor de cabellos canos estaba de pie en medio de la estancia. Para tratarse de un hombre que había visto a una considerable cantidad de muertos, parecía no saber cómo reaccionar.

Jonathan respiró hondo y entró en la habitación. Se dirigió hacia Konrad.

– ¿Qué ha sucedido?

Konrad le lanzó una mirada con el rabillo del ojo.

– Perdió demasiada sangre. La herida se inflamó. La fiebre la quemó viva. Ninguna de mis pociones ni de mis hierbas pudieron ayudarla.

– ¿Y qué hay de las pócimas que ella traía consigo?

– Utilizó la última para intentar curar a su padre.

Jonathan desvió la mirada hacia el lecho. Todos parecían atónitos, impotentes o incapaces de actuar. Dio un paso adelante, dejando a un lado al aturdido doctor. Entonces oyó lo que Silvanus farfullaba.

– No he podido salvarla. No he podido salvarla. No he podido salvarla. No he podido salvarla.

Era una lastimera letanía. Su voz parecía salir ahogada por la pena y la culpa. Sí, Jonathan podía reconocer el sabor amargo de la culpa. Podía notarlo con tanta intensidad en su boca que no le costaba reconocerlo en los demás.

Posó una mano en el hombro del elfo, pero éste ni siquiera se dio cuenta. Acunaba a su hija muerta en los brazos como si su cuerpo sin vida fuera el centro del mundo. Y, en efecto, en esos momentos tal vez lo fuera.

Jonathan apretó con fuerza el hombro del elfo.

– Silvanus…

El elfo tosió entre sollozos y alzó la vista hacia él. Sus ojos dorados estaban anegados en lágrimas, que al deslizarse por sus mejillas parecían de mercurio, tal era su color plateado, al igual que sus cabellos parecían de oro. Los elfos lloraban con lágrimas de plata. Su mera visión sobresaltó a Jonathan y lo hizo estremecerse. La imagen era sorprendente, la pena insoportable.

– Silvanus… -Pero no pudo terminar la frase. ¿Qué podía decirle? No bastaba con decirle que lo sentía. Decirle que compartía su pena era una mentira. No había llegado a conocer a Averil, no en profundidad. Hubiera cambiado su vida por la de Elaine sin dudar-. No tengo palabras, pero lamento profundamente tu pérdida.

– Intenté resucitarla. Durante todos estos años no tuve problemas con esta práctica. Pero esta vez, la única en que hubiera dado mi alma por contar con ese poder, no he sido capaz. ¿Por qué?

Algunas preguntas no tienen respuesta, o por lo menos ninguna que sea aceptable para los oídos humanos.

– No lo sé, Silvanus, no lo sé.

El elfo apretó el cuerpo de su hija contra su pecho, sujetándola con el brazo sano. El muñón había crecido y la ayudaba a sostenerla. La visión del brazo que seguía creciendo hizo que a Jonathan se le encogiera el estómago. Respiró hondo por la nariz y tragó saliva para contener las náuseas. No permitiría que sus propios miedos empeoraran aquella escena ya de por sí atroz.