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– Debemos ocuparnos de la fallecida antes de que caiga la noche -dijo el doctor. Su voz había recuperado su tono habitual.

Jonathan se preguntó por qué se sentía tan alarmado. Él también había presenciado muchas escenas de dolor con anterioridad.

Silvanus negó con la cabeza, meciendo a su hija aún más rápido. La mano de Averil golpeaba la cama con el ruido sordo de la carne al golpear la madera: cloc, cloc, cloc. Aquel martilleo era el peor de los sonidos.

Randwulf se precipitó hacia adelante y abrazó al elfo y a su hija muerta simultáneamente. Los apretó contra su cuerpo, y el espantoso repiqueteo cesó.

La cabeza de Randwulf descansaba ahora sobre el hombro de Silvanus. En la parte superior de la columna había aparecido un bulto de gran tamaño. Jonathan no recordaba haberlo visto antes, cuando había presenciado cómo Elaine le curaba la herida.

Negó con la cabeza como desechando una idea. No, ése no era el momento.

– Hemos mandado a buscar al enterrador -dijo el doctor.

Silvanus alzó la cabeza con brusquedad, mientras sus ojos centelleaban de ira a través de las lágrimas.

– No, todavía no.

– Debe estar fuera de la casa para el anochecer -dijo el doctor.

– ¿Por qué? -preguntó Silvanus.

Jonathan hizo un gesto para llamar la atención del doctor. Cuando éste lo miró, le advirtió por señas que no hablara. Pero el doctor arrugó la frente, como sin comprender.

Jonathan se acercó a él y, pasándole un brazo por los hombros, lo condujo hacia la puerta.

– Creo que deberíamos dejar a Silvanus unos cuantos minutos a solas con su pena.

– Pero no podemos dejar dentro el cadáver…

– Ya lo sé -murmuró Jonathan-, pero hace tan sólo una hora que amaneció. Tenemos tiempo.

El doctor sacudió la cabeza, boquiabierto, con una expresión que Jonathan podía reconocer ahora como miedo.

– El enterrador está de camino. Debemos…

Jonathan prácticamente empujó al doctor hacia el exterior de la estancia, apartando a la multitud. Una vez en el pasillo le habló en voz baja, pero con un tono apremiante.

– No saben que todo el que fallece en esta aldea maldita resucita para vagar por las noches. Y nadie debe decírselo, ni siquiera el doctor.

Éste hizo un gesto de sorpresa.

– Pero es mi deber proteger a la población.

– Y hace usted un excelente trabajo al respecto. Ahora márchese.

El doctor farfulló una protesta.

– Yo soy el doctor aquí. Su deber es encontrar el origen de esta atrocidad, pero el mío es proteger a los vivos.

Thordin se había acercado hasta ellos. De pie al lado de Jonathan, se limitó a mirar fijamente al médico. En realidad no había nada aterrador en su mirada; se trataba simplemente de Thordin, pero el doctor palideció.

– Creo que será mejor que se vaya -dijo Thordin en un suave murmullo.

El doctor lo miró con ojos como platos y, sin decir una palabra más, bajó corriendo la escalera.

– Supongo que impones bastante más de lo que a mí me parece -dijo Jonathan.

– Es el doctor, que se asusta con facilidad.

– Eso es cierto -comentó Jonathan-. Me interesaría saber cuál es la razón.

Intercambiaron una mirada durante unos instantes. Eso bastó, no fueron necesarias palabras. Thordin fue en pos del doctor, con la intención de seguirlo o de interrogarlo. A Jonathan eso le era indiferente. ¿Quién podría corromper mejor a los muertos y a los enfermos que un médico? En el pueblo sólo había uno. ¿Quién se atrevería a poner en tela de juicio su actuación?

Oyó a Teresa llamándolo con voz débil desde la otra habitación. Abrió la puerta con una sonrisa fingida. La muerte de Averil era un nuevo recordatorio de su propia pérdida.

– La muchacha ha muerto, ¿no es así? -preguntó Teresa.

Jonathan asintió, dejando la puerta entreabierta tras él.

– Puede que me necesiten en la habitación de enfrente. Silvanus no sabe… -Dejó la frase sin acabar.

– Que todos los muertos resucitan como zombis -terminó Teresa por él.

Jonathan se sentó al borde de la cama, y tomó la mano que ella le ofrecía.

– Debemos intentar encontrar sus cuerpos, Jonathan. Podemos quemarlos para destruirlos y de ese modo evitar que se conviertan en zombis.

Jonathan no podía mirarla a los ojos.

– Esposo, mírame -dijo.

Él levantó la cabeza y se enfrentó a su mirada oscura.

– Siempre fuiste más valiente que yo.

– Soy más práctica. No tiene nada que ver con el valor. La idea de ver cómo… arden… Un zombi reciente parece tener vida. Sería como quemarlos vivos.

– No estarán vivos, Teresa.

– Debemos hacerlo por sus almas, pero…

– Estás demasiado débil para salir de la cama. Yo lo arreglaré todo.

Ella todavía le apretó la mano una vez más.

– Averil debe recibir el mismo trato.

– No puedo de entender por qué los aldeanos no han hecho lo mismo con los suyos.

– No deben de saber que el fuego destruye el cuerpo por completo -repuso ella.

– Pero el enterrador debería saberlo. Cualquiera que se ocupe de los muertos en Kartakass debe ser consciente de la forma de evitar que resuciten como zombis.

– Tal vez son personas fallecidas hace tiempo las que inundan las calles.

Jonathan negó con la cabeza.

– Hoy lo sabremos. Antes del anochecer tendré las respuestas.

– ¿Tan pronto?

– Anoche sufrimos grandes pérdidas. No consentiré ni una más. Descubriremos quién se encuentra tras todo esto.

– Se te ha ocurrido algo; puedo verlo en tu cara.

– Sí, tengo algunas sospechas.

– ¿Quién?

– Más tarde. Déjame ver cómo evoluciona Silvanus. Prometo volver y contarte todas mis hipótesis. Sabes que las mejores ideas se me ocurren mientras te las explico.

Ella le ofreció una breve sonrisa.

– Lo sé.

Él la besó en la mejilla y abandonó la estancia, cerrando la puerta tras él.

Konrad había echado a los mirones y ahora hacía guardia en la puerta, con las manos cruzadas sobre el pecho y una expresión severa. De pronto, su cara se vio transformada por el asombro, que dio paso a una total perplejidad. Su mirada se dirigía hacia algo que se encontraba más allá de Jonathan, algo que estaba subiendo la escalera.

Jonathan se volvió. Era Elaine. Abrió la boca, atónito. Tenía el mismo aspecto de siempre. Sus ropas estaban manchadas de suciedad y sangre, pero era ella.

Ascendía los últimos peldaños cuando Konrad echó a correr hacia ella. La alzó en el aire y empezó a dar vueltas con ella en el estrecho rellano. Cuando la depositó en el suelo ambos estaban riendo. Konrad reía. Era la primera vez que Jonathan lo veía alegre desde que había muerto su esposa.

Una vez en el suelo, Konrad volvió a abrazarla.

– Elaine, Elaine, Elaine. -Parecía no querer despegarse de ella.

Jonathan se quedó inmóvil, con las lágrimas resbalándole por las mejillas, mojándole la barba. Los ojos azules de Elaine lo miraron. El abrió los brazos, y ella se echó en ellos. Jonathan la apretó contra su pecho, enterrando el rostro en sus cabellos. Elaine lo abrazaba con tanta fuerza que parecía no querer dejarlo ir nunca.

– Siento mucho lo que dije, Elaine.

– No importa -dijo ella, apartándose de él sólo lo suficiente para mirarlo.

Había algo en sus ojos, la certeza de un conocimiento, que alarmó a Jonathan. De pronto sintió que el frío se apoderaba de su cuerpo, como si hubiera caído en un lago de agua helada.

– ¿Dónde está Blaine? -dijo en un susurro, con voz entrecortada,

Sabía la respuesta. La había visto en los ojos de Elaine.

– Se ha ido -respondió ella.

Unas cuantas palabras, que ni siquiera eran exactas. No debía decir «muerto» en voz alta. En lugar de eso, bastaba con «se ha ido».

– ¿Estás segura? -Konrad estaba a su lado, con una mano posada en la espalda de Elaine-. ¿Estás segura?