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Ella asintió con la cabeza y enterró el rostro en el pecho de Jonathan. No lloró; estaba tan seca por dentro como una concha marina abandonada en un estante muy alto para acumular polvo y soñar con paraísos perdidos.

Jonathan los había creído muertos, por lo menos eso había dicho. Pero ahora se daba cuenta de que era mentira. Nunca lo había creído de veras. No obstante, ahora resultaba ser cierto para uno de ellos, y de pronto se sentía incapaz de pensar. De repente, lo asaltó una pregunta.

– ¿Cómo?

Por algún motivo parecía importante.

Elaine respiró hondo, temblando, y retrocedió unos cuantos pasos, hasta el centro del pasillo. Tenía las manos fuertemente apretadas contra el cuerpo, como si tuviera miedo de tocar algo.

– Estaba intentando salvarme. Murió para salvarme.

Alzó el rostro para mirarlos. El odio que Jonathan vio en sus ojos le atravesó el alma. El odio hacia uno mismo era la herida más difícil de curar.

– Estábamos intentando escalar a un tejado para escapar de los muertos. Blaine cayó. -Alargó los brazos hacia el vacío-. Intenté ayudarlo, le tendí la mano, pero él no quiso aceptarla. ¿Por qué no lo hizo?

Konrad avanzó hacia ella, suavemente, tal como lo haría para aproximarse a un animal herido.

– Si hubiera aceptado tu mano, ¿habríais caído los dos?

Elaine lo miró, con una gran aflicción en los ojos. Asintió con un gesto y luego escondió el rostro entre las manos.

– Sí, sí, sí -fue la respuesta que salió amortiguada.

Konrad le posó una mano en el hombro. Ella se estremeció, pero no retrocedió. Acto seguido él la rodeó con sus brazos, y ella se lo permitió.

– Teresa necesita verte, Elaine -dijo Jonathan. Su voz todavía sonaba distante, como si fuera otra persona quien hablara.

Elaine lo miró, con una expresión de dolor tan evidente que casi podía sentirse como una fuerza física.

– ¿Tengo que repetirlo una y otra vez?

– Deja que vea que estás bien; seré yo mismo quien se lo cuente más tarde.

Elaine tomó aire, apoyándose en el cuerpo de Konrad, como si su contacto le diera fuerzas. Incluso en medio de su aturdimiento, Jonathan miró a ambos y vio algo nuevo: una pareja. Negó con la cabeza para descartar el pensamiento. Ya habría tiempo para eso.

Abrió la puerta de la habitación, obligándose a sonreír.

– Teresa, Elaine está bien.

Konrad acompañó a Elaine hasta la puerta, todavía con su brazo protector alrededor de los hombros de ella. Teresa pronunció su nombre en un grito de felicidad pura, mientras le tendía la mano.

Jonathan se quedó atrás, para permitir que su esposa disfrutara del reencuentro, de ese momento de dicha y alivio, antes de que se le ocurriera que todavía faltaba alguien. Observó sus lágrimas de felicidad y esperó.

Capítulo 26

– Así pues, Blaine está muerto -dijo Teresa.

Fue la primera que se atrevió a pronunciar aquella palabra, la más definitiva de todas. Jonathan había pensado lo mismo, probablemente los demás también, pero fue Teresa quien tuvo el valor de hablar.

– ¿Por qué cargaría aquella criatura con su cuerpo? -Preguntó Konrad-. ¿Y por qué no mató a Elaine?

Elaine estaba sentada en la única silla de la habitación; Jonathan, al borde de la cama. Konrad tenía la espalda apoyada en la pared y el ceño fruncido. Tras la sorpresa inicial al comprobar que Elaine seguía viva, había vuelto a su comportamiento habituaclass="underline" el ceño fruncido, la expresión suspicaz.

– No sé por qué estoy viva -dijo Elaine-. Podría haberme matado fácilmente, o haber dejado a los demás que lo hicieran.

– ¿Estás segura de que la mayoría de los muertos vivientes obedecen a otros zombis mejor conservados? -preguntó Jonathan.

Elaine asintió.

– Lo presencié en tres ocasiones, y en cada caso el zombi era distinto. Los zombis normales obedecen las órdenes de otros que al parecer son especiales.

– ¿Por qué la mujer zombi llevó a Elaine al cementerio? -preguntó Teresa.

Jonathan se puso en pie y avanzó con grandes zancadas hacia la pared opuesta. Una vez allí, se volvió y miró a todos los demás.

– Tú sabes algo -dijo Teresa.

– ¿Por qué? ¿Por qué alguien se ha dedicado a resucitar a los muertos, a eliminar a un tercio de la población? ¿Por qué?

– Sea quien sea está loco -dijo Konrad.

Jonathan negó con la cabeza.

– Incluso la locura tiene una lógica, aunque se trate de una lógica muy peculiar.

– ¿Sabes la razón? -preguntó Elaine.

– Tal vez.

– Jonathan, basta de acertijos, habla -solicitó Teresa.

Éste asintió.

– ¿Y si está intentando conseguir una categoría mejorada de zombis?

Tres pares de ojos se posaron en él. Teresa profirió una carcajada.

– Jonathan, ¿por qué alguien querría asesinar a tantas personas simplemente con ese fin?

– Recuerda lo que Konrad acaba de decir: es una locura. Tal vez para un loco perfeccionar a sus muertos vale la pena el esfuerzo.

Elaine desechó la idea con un gesto de cabeza:

– No, tiene que haber algo más.

– ¿Por qué lo crees así? -preguntó Jonathan.

La muchacha alzó el rostro y lo miró, con expresión solemne.

– Porque Blaine ha muerto. Tiene que haber alguna razón más, aparte de simplemente querer mejorar la raza de zombis. Eso sería… -se interrumpió un instante-, sería un motivo demasiado absurdo para morir por él.

– Resucitar a los muertos es la peor clase de magia negra, Elaine. Blaine murió por salvar la aldea y por salvarte a ti; ambas buenas razones para morir.

Ella bajó la vista hacia su regazo y murmuró:

– No hay buenas razones para morir.

Jonathan se arrodilló a su lado y tomó sus manos entre las de él. Tenía la piel muy fría.

– Elaine, eres consciente de qué somos, de por qué luchamos. Destruir el mal es un objetivo encomiable, digno de morir por él.

La mirada de Elaine era tan sombría que Jonathan se estremeció.

– Blaine valía más para mí que todo este pueblo maldito. Llamé a todas las puertas, grité pidiendo ayuda y nadie salió a ayudarme. Nadie abrió. No merecen nuestra ayuda.

– Elaine, Elaine, no los ayudamos porque se trate de los habitantes de este pueblo. Los ayudamos porque es nuestro deber. Nosotros debemos actuar correctamente, aunque los demás no lo hagan.

– En mi opinión, deberíamos dejarlos morir.

El odio glacial contenido en su voz dejó tan atónito a Jonathan que no supo qué responder.

– En mi opinión, en vez de eso, deberíamos encontrar al que está organizando este ejército de zombis, y acabar con él -afirmó Konrad, el cual se arrodilló al otro lado de Elaine.

La expresión de su rostro se había suavizado, evocando casi al Konrad de siempre, con una dulzura en los ojos que sorprendió a Jonathan.

Elaine lo miró fijamente. Jonathan no estaba seguro de qué era lo que ella veía en sus ojos; fuera lo que fuera, pareció satisfacerla.

– Sí, encontraremos al que provocó todo esto y acabaremos con él.

– Somos agentes de la justicia; no nos movemos únicamente por el placer de la venganza -recordó Jonathan.

Elaine y Konrad lo miraron con una expresión casi idéntica que parecía indicar sin más tapujos que era un necio. Estaba acostumbrado a la amargura de Konrad, pero ese mismo resentimiento en las encantadoras facciones de Elaine resultaba espeluznante.

– Nuestros objetivos son idénticos -intervino Teresa de repente, en un tono de voz que alarmó a Jonathan, aunque no sabía precisar el motivo-. Todos deseamos terminar con esta atrocidad. Todos queremos detener a la persona o las personas que estén tras todo esto.

– No somos asesinos -replicó Jonathan-. Si podemos llevar al brujo a juicio, eso es lo que haremos.