El hilillo de agua que todavía se abría camino a través del hielo se impregnaba de los distintos colores, como un río que recogiera la suciedad a su paso por distintos terrenos. El agua resultante era negra y se acumulaba en pequeñas cavidades, lo suficientemente profundas para introducir un cubo o para beber de ellas.
La superficie del agua presentaba una capa que contenía todos aquellos colores, como una marea negra de aceite, pero que brillaba con una luz que parecía provenir del fondo y que nada tenía que ver con el débil sol invernal.
– Envenenó el agua -sentenció por fin Elaine.
Gersalius asintió.
– En efecto.
– ¿Se trata de veneno o de magia? Brilla como un conjuro.
– Ambos -respondió Gersalius.
Elaine negó con la cabeza.
– Si está en el agua, ¿por qué resucitan todos los que aquí mueren aunque sean forasteros?
– La mayoría de ellos no fallecen tan rápido como Averil o Blaine. Casi todos han bebido de su agua antes de morir.
– Entonces, Blaine no resucitará como un zombi.
– No -dijo Gersalius.
– ¿Y Averil?
– Mucho me temo que le dieron agua para intentar que le bajara la fiebre.
El alivio que sintió al saber que Blaine descansaría en paz para siempre quedó empañado al pensar que Silvanus tendría que presenciar el regreso de su hija como un cadáver de andares desgarbados.
– Entonces, ¿por qué se llevaron el cuerpo de Blaine si no ha de resucitar? -preguntó.
– Quizá precisamente por eso.
– No entiendo nada.
– Si únicamente aquellos que no han bebido de esta fuente descansan tranquilamente en sus tumbas, entonces el resto de la población podría descubrir que el problema es el agua.
– Así que se llevaron su cuerpo para impedir que los demás se den cuenta. -A Elaine se le ocurrió algo de repente-. Entonces, quienquiera que se encuentre tras esto tiene bajo control como mínimo a algunos de los zombis, y encargó a ese de aspecto bestial que robara el cuerpo de Blaine.
Gersalius asintió.
– Buena chica. Estás en lo cierto. Ahora pasemos a rastrear este conjuro hasta llegar a su guarida.
– Sólo veo el hielo y los colores. ¿Cómo podemos seguir su rastro?
– Deberías abrir algo más que tus ojos a tu magia, Elaine. Imagínate que abres aún más una ventana ya entreabierta.
La muchacha frunció el ceño.
– Estoy intentando usar mi magia. No entiendo qué quieres decir con el ejemplo de la ventana y de abrirla más aún.
– Eres demasiado impaciente, y eso no facilita las cosas, sino todo lo contrario. La magia no acude al restallido de un látigo, sino a la llamada de un susurro.
Sintió el impulso de cruzar los brazos sobre el pecho y dar salida a su enojo, a una furia descontrolada, pero de pronto se dio cuenta de que no era el mago el destinatario de su ira. Aquel sentimiento era consecuencia de su dolor, que se retorcía en su interior, emponzoñando cada rincón al que llegaba.
Elaine respiró hondo y, al espirar, parte de la tensión se fue con su aliento. Tampoco permitiría que su pena se interpusiera en su camino. Encontraría al creador de aquel conjuro y lo destruiría. Era un triste consuelo, pero el único que tenía.
– De acuerdo, intentaré abrir esa ventana de la que hablas.
Percibió el tono de burla de su propia voz. El mago no había hecho otra cosa que intentar ser su amigo, pero en ese momento odiaba al mundo entero. No era fácil concentrarse en esas condiciones, pero lo intentó.
Elaine se dirigió a la caverna que se encontraba en lo más profundo de su ser: el centro de su propia magia. Pasó por ella rozándola levemente, y recogió parte de aquella luz azulada y violeta con sus manos invisibles. La sanación y la hechicería tenían esa luz en común. Abrió los ojos y alargó la mano derecha hacia la fuente.
– ¡No, Elaine! -dijo Gersalius, aunque demasiado tarde.
Sus dedos derramaron aquella luz azul violeta, que cayó rebotando sobre el hielo, el cual se derritió en algunos puntos. Allí donde su luz llegó al veneno contenido en el hielo, se produjeron pequeñas explosiones. Hacia el cielo salieron despedidos trozos de hielo.
La luz se introdujo en las aguas negras, burbujeando, hirviendo, como si hubiera una gran fuente de calor debajo. El hielo aparecía horadado aquí y allá, como si un monstruo le hubiera propinado unos cuantos bocados.
– Envíala hacia el exterior, Elaine. Busca el poder que has rozado. Encuentra su origen.
Recogió luz en el cuenco que formaban sus manos, extrayéndola de la nada. La luz resplandecía intermitentemente, bañándole la cara en una radiación violeta. Lanzó al aire la luz, como si se tratara de un halcón.
La luz descendió en forma de chispas, rebotando por el suelo. Acto seguido, aquellas chispas se elevaron en el aire y se precipitaron hacia el final de la calle, como si se tratara de maníacas luciérnagas violeta.
– Vayamos tras ellas -dijo Gersalius-. Has purificado la fuente, pero en ese proceso también has destruido el conjuro. No tendremos la oportunidad de seguir su rastro más tarde.
Dicho esto, se remangó sus vestiduras y salió corriendo tras ellas. Elaine lo siguió con la falda recogida en una mano, y las botas hundiéndose en la nieve.
Las chispas surcaban el aire como cometas en miniatura, girando en picado en cada esquina. Cerca de los límites de la ciudad, Gersalius apoyó la espalda en un edificio, y le hizo señas a Elaine para que siguiera adelante, sin aliento para poder hablar.
Elaine volvió la vista atrás por un instante, para después seguir corriendo. Sentía los latidos de su corazón en los oídos, y el agotamiento le nublaba la vista, salpicando su visión de incontables garabatos y puntos de pequeño tamaño. Sentía una punzada en el costado que parecía amenazar con desgarrarle el estómago si no se detenía de inmediato. Pero, a menos que perdiera el conocimiento, Elaine no estaba dispuesta a detenerse. Gersalius había dicho que no tendrían otra oportunidad de seguir el rastro del conjuro. Si ahora perdía, la pista a aquellas chispas, sería culpa suya. Volvería a fallar a Blaine; fracasaría incluso a la hora de vengarlo.
Elaine se desplomó sobre las rodillas al llegar al pie de una colina. En la base de la cuesta se alineaban los edificios, y un cementerio coronaba su cima. Ya había estado allí. Las chispas violáceas se introdujeron zumbando en el bosque y se perdieron de vista entre las tumbas.
Elaine tropezó y escaló la colina a cuatro patas, resbalando sobre la nieve. La alta verja con picas del cementerio, concebida para mantener alejados a los lobos, se le antojó una barrera infranqueable. No podía seguir, incapaz de recuperar el aliento, pero entre las tumbas vio brillar una llama violeta.
Elaine saltó y se asió a un larguero horizontal. Consiguió trepar hasta lo alto de la valla, con los pies en el travesaño, las manos todavía inestables sobre las picas. Pasó una pierna al otro lado y las faldas quedaron enganchadas en los ápices de hierro; Elaine se inclinó para superar el obstáculo que era la verja, y la tela se rasgó. Con un último esfuerzo corrió arrastrando la falda desgarrada por la nieve hacia la trémula llama.
Las chispas se habían fusionado en una llama que ardía y temblaba entre los árboles y las lápidas. «Por favor, no te apagues, por favor», susurró para sí misma, una y otra vez, como una oración.
Elaine cayó de hinojos sobre la nieve. La llama ardía sobre una sepultura, a un palmo del suelo, consumiendo alguna clase de combustible mágico. No había nada de extraordinario en la tumba. Tenía el mismo aspecto que las demás. Elaine empezó a excavar la nieve bajo la llama hasta que las manos le dolieron por el frío.