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Se arrodilló de nuevo y al hacerlo sintió una punzada de dolor en la rodilla herida. El dolor era agudo, nuevo. Sin necesidad de mirar, Elaine supo que volvía a sangrar. Examinó el dolor, pero no con intención de sanar, sino para reunirlo. Tomó la aspereza de cada rasguño que tenía en las manos, el dolor más intenso de las uñas rotas, el dolor punzante en la rodilla.

Lo último que recogió fue su pena. Encontró el abrumador dolor en su corazón, en la cabeza, en todo el cuerpo. Envolvió su soledad en ambas manos y la mezcló perfectamente con el dolor. Después envió el resultado al cuerpo de Averil. No podía darle la vida, pero sí podía transmitirle el dolor, la ira, la pena.

El cuerpo empezó a convulsionarse bajo sus manos, dando fuertes sacudidas. Elaine cayó al suelo. El cuerpo se incorporó, con los ojos dorados abiertos y la mirada perdida en la nada.

Silvanus se puso en pie, ofreciéndole los brazos.

– Averil, Averil.

La envolvió en un abrazo apretándola contra su pecho. Estaba rígida y permanecía indiferente ante su abrazo.

Silvanus se apartó de ella.

– Averil, ¿puedes hablar?

Averil abrió la boca, cada vez más. El sonido que salió de ella era un chillido sin palabras, sin sentido: el dolor hecho voz. Al primer grito siguieron otros apenas sin pausa, únicamente la necesaria para recuperar el aliento.

Silvanus sacudió a Averil, pero ella no podía verlo ni oírlo.

– ¡Averil, Averil! -exclamó mientras le daba una bofetada.

Los gritos prosiguieron. Le pegó con tanta fuerza que Averil se desplomó sobre la cama. Pero siguió chillando tumbada, con los puños apretados, y el cuerpo tenso como si un dolor intenso la acuciara.

– ¿Qué le has hecho? -Preguntó Silvanus-. ¿Qué significa esto?

– Me dijiste que debía rellenarla. Y así lo hice.

– ¿Conque?

– Con dolor.

Silvanus cayó de hinojos al lado del lecho y de aquella cosa que no paraba de gritar, y que no se parecía en nada a su hija.

– Matadla.

– ¿Qué has dicho? -preguntó Randwulf.

– ¡Matadla, matadla! ¡Oh, dioses, matadla! -exclamó Silvanus de nuevo.

Randwulf se puso en pie, con las manos colgando a ambos lados. Tuvo que gritar para hacerse oír por encima de los chillidos de Averil.

– No.

Fredric abandonó la puerta, con la punta de la espada apuntando al suelo.

– Silvanus, no.

– Miradla. No es Averil. No es un ser humano. Matadla, por favor.

Fredric se acercó al lecho. Elaine miraba alternativamente a uno y a otro. No había actuado con mala intención. No había sabido hacerlo mejor.

– Lo siento, lo siento.

Los hombres no le prestaban atención. Para ellos, aquella estancia sólo contenía a su familia, y Elaine no formaba parte de ella.

– Fredric… -Silvanus alargó el brazo y asió la mano del enorme guerrero, que utilizó para mantener el equilibrio al incorporarse-. Lo haremos juntos -dijo, mientras apretaba aún más la muñeca del guerrero.

Elaine vio cómo los dedos palidecían por la presión.

Fredric alzó la espada; Silvanus le aferraba un brazo y en el otro sintió el roce liviano de Randwulf. El rostro del joven estaba surcado de lágrimas. Pero Fredric y Silvanus no derramaron ninguna.

Elaine se apartó de ellos, arrastrándose por el suelo. Se acurrucó en un rincón, impotente. Su ayuda había resultado peor que si se hubiera abstenido de intentarlo.

La espada descendió veloz, directa al corazón, y clavó el frágil cuerpo contra la cama. El cadáver quedó inmóvil, pero de la herida manaba la sangre a borbotones, como de una fuente de caño grueso. Aquella sangre procedía del corazón, y era oscura y espesa. Si Elaine hubiera podido dar auténtica vida a aquel cuerpo, Averil habría vuelto.

Los tres hombres se encontraban al lado del cuerpo. Habían soltado la empuñadura de la espada que había quedado en posición vertical, como un signo de exclamación, una estaca plateada atravesando el corazón de Averil.

Silvanus fue el primero en alejarse de ella, para dirigirse al gentío que seguía esperando en la puerta.

– Os daré su cuerpo en un par de minutos. Necesitamos un poco de intimidad.

El alguacil personalmente cerró la puerta, sin decir una palabra.

Silvanus bajó la vista hacia Elaine, que seguía acurrucada en el suelo, indecisa, sin saber qué hacer o adonde ir. Salir corriendo le parecía un acto de cobardía. Pero al mirarlo a los ojos deseó haberlo hecho.

– Bien, Elaine Clairn, ahora echaremos un vistazo a tus otras sanaciones, para comprobar si hay diferencias entre las tuyas y las mías.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó ella.

– Fredric, enséñame las heridas que Elaine te curó en los brazos.

Fredric se desabrochó los botones se remangó sin decir nada. Todavía estaba impresionado, y en su cara se veía una expresión de perplejidad.

– Me lo temía -dijo Silvanus.

Elaine se puso en pie lentamente.

Fredric ya no parecía atónito. Las facciones de su rostro reflejaban ahora un terror en ciernes. Elaine examinó el trozo de piel que había quedado al descubierto. No había ni rastro de las heridas, la piel era suave al tacto, pero su aspecto no era el esperado. Una especie de grandes escamas de color verde estaban creciendo sobre la carne.

Elaine alargó la mano para tocarlas. Nadie la detuvo. Las escamas eran muy lisas, casi afiladas en sus extremos, y cubrían toda la zona que ella había curado.

Randwulf se desabrochó rápidamente sus propias mangas. La piel parecía suave y perfecta. Profirió un suspiro de alivio que resonó en medio del silencio.

– Déjame ver el cuello -dijo Silvanus.

Randwulf lo miró con los ojos muy abiertos, pero en seguida se volvió, con las manos muy rígidas a ambos costados, como si quisiera tocarse el cuello pero no se atreviera.

Silvanus apartó el pelo, retiró el cuello de sus vestiduras y ahogó una exclamación. Algo estaba creciendo en la parte superior de su columna vertebral. Era exactamente igual que una figura humana, perfecta en todos sus detalles, pero su tamaño era diminuto, hasta el punto de que habría cabido en la palma de Elaine. Mientras la observaban, la figura abrió los ojos de la medida de un alfiler, y los miró.

Elaine gritó y retrocedió.

– ¿Qué pasa?-preguntó Randwulf, aterrado.

– Una excrescencia -dijo Silvanus.

Nadie se atrevió a corregirlo. Nadie quería decirlo en voz alta.

Silvanus bajó la vista hacia el muñón del brazo. Intentó desatarse el cordón con el que ataba la manga.

– Ayudadme -solicitó.

Fredric la cortó con su daga. Por debajo del codo había crecido un brazo. Parecía sano, y la piel era dorada, pero acababa en una protuberancia negra y viscosa como un gusano. La parte posterior era blanca como la panza de un pez y presentaba enormes ventosas.

– ¿Qué tengo en la nuca? -Preguntó Randwulf-. Decídmelo, por favor.

Se oyó un débil gemido. Un grito tenue y muy agudo. Randwulf se volvió hacia ambos lados, intentando ver qué era lo que tenía detrás. La criatura en miniatura había abierto la boca y estaba gritando.

Randwulf intentó asirla, arrancársela. Un brazo diminuto cayó al suelo, y del desgarro manó un hilillo de sangre. El brazo todavía dio unos cuantos coletazos. Randwulf lo miraba fijamente, boquiabierto, gritando en silencio.

– Córtalo. -La voz de Silvanus los devolvió a la realidad, desde el borde de la locura más absoluta-. Córtame esa cosa -instó a Fredric, señalando la anomalía de su brazo.

El paladín asestó una cuchillada al tentáculo. La sangre salió a borbotones, pero era espesa y de color verde, en absoluto humana.

Randwulf se desplomó en el suelo sobre la sangre, intentando arrancarse la criatura que le crecía en el cuello. El tentáculo dio un coletazo y golpeó a Fredric.