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Elaine se apoyó en la pared. Había encontrado el camino de regreso al centro del pueblo. El agua de la fuente borboteaba y fluía allí donde la magia había derretido el hielo. Una mujer sumergió un cubo en el agua ahora en estado líquido. Un chiquillo, tan abrigado contra el frío que Elaine era incapaz de deducir si era niño o niña, colgaba de sus faldas. La mujer avanzó con cuidado por el empedrado cubierto de hielo, con el cubo ahora lleno. De nuevo era agua pura, el veneno consumido gracias a la magia de Elaine.

Por supuesto, la población en su conjunto estaba contaminada. Si fallecían, aunque fuera por causas naturales, resucitarían como zombis. Tenía que haber un antídoto. Gersalius debía de saberlo. Se reclinó sobre la fría piedra del edificio mientras se preguntaba qué debía hacer. No podría soportar ver la expresión de Jonathan cuando se enterase de lo que había hecho, el resultado de sus llamados «poderes de sanación». Era algo espantoso, y el hecho de que se sintiera tan fascinada por ello empeoraba aún más las cosas. Sabía que la pequeña criatura que había surgido del cuello de Randwulf habría acabado por desprenderse de él para convertirse en un ente independiente, y ella se lo habría quedado, como una mascota o…

Le hubiera gustado quedárselo; se trataba de su creación, y habría querido tocarlo, abrazarlo. Le hubiera gustado tocar y acariciar cada una de sus creaciones. Por muy horribles que fueran. Pero aquel pensamiento se lo guardaría para ella misma, no debía compartirlo con nadie.

Sin embargo, si preguntaba a Gersalius sobre la posibilidad de desarrollar un antídoto, éste le leería la mente. ¿Podría ver también su monstruosidad, la corrupción de su alma? No podría soportarlo, pero tampoco podía dejar la ciudad a su suerte.

Escondió el rostro entre las manos, temblando bajo la mortecina luz del ocaso. Anochecía. Si se quedaba fuera, en las calles, los zombis acabarían con su vida y entonces resucitaría como uno de ellos. Elaine alzó la vista al cielo, demasiado confundida para llorar.

Un hombre alto de piel pálida y cabellos negros se plantó frente a ella.

– ¿Te encuentras bien? -le preguntó con voz amable.

Pero ella no se merecía su amabilidad.

– Estoy bien.

– Soy Ashe, el enterrador. Tú eres Elaine Clairn, ¿no es así?

Ella se limitó a asentir con la cabeza.

– Pareces aterida.

Ashe se quitó el abrigo y se lo ofreció. Éste olía a hierbas medicinales y a ungüentos, lo que la hizo pensar en Konrad. Aceptó el abrigo porque tenía frío y no sabía qué otra cosa podía hacer.

– Me dijeron que estás buscando un cadáver. -Ashe rozó su larga melena rubia con suavidad-. Uno de cabellos semejantes a los tuyos, pero perteneciente a un hombre; tu hermano.

Elaine se apartó del muro de piedra. El abrigo se arrastró por la nieve para formar una especie de charco alrededor de ella.

– ¿Has encontrado el cuerpo de Blaine?

– Sí. Cuando aparece un cadáver desconocido en el pueblo me lo traen para que me ocupe de él. ¿Te gustaría presentarle tus últimos respetos? Debo quemar todos los cuerpos antes del anochecer. -Alzó la vista hacia el cielo cada vez más oscuro-. Se acerca la hora.

– Llévame hasta él -solicitó Elaine.

Ashe le pasó un brazo por los hombros, y con el otro alzó los bordes del abrigo.

– No me gustaría que tropezases con el abrigo sobre el suelo helado.

Aquella proximidad física la hacía sentirse incómoda, pero aquel hombre la conduciría hasta Blaine, y sólo por eso soportaría aquel exceso de familiaridad.

Ashe la instó a apresurarse por las calles ya en penumbras.

Oscurecía, y la aldea ya estaba envuelta en el suave resplandor azulado del anochecer. El enterrador rebuscó en el bolsillo de su túnica y extrajo una llave.

– Los muertos saldrán muy pronto. Para entonces debemos estar en lugar seguro.

Elaine se mostró de acuerdo. Ashe la hizo pasar y cerró la puerta tras ellos. Se apoyó en la puerta profiriendo un suspiro.

– Estamos a salvo, creo.

El suelo de la estancia estaba cubierto de lado a lado por una alfombra tejida con varias tonalidades de rojo brillante, azul y amarillo, lo que confería a la estancia un aspecto lujoso y a la vez alegre. Las paredes eran de madera oscura encerada, y alineadas junto a ellas había varias sillas y sofás tapizados en terciopelo. La luz de las lámparas impregnaba todo de un cálido brillo. Y en el centro de la habitación, sobre pequeñas plataformas cubiertas por telas drapeadas, se encontraban los ataúdes.

Cada uno de ellos había sido elaborado en una madera distinta, por lo que también presentaban diferentes colores: el cerezo, con una tonalidad tan oscura que parecía casi negro; el marrón amarillento del roble, la palidez del pino. Algunos tenían asideros de oro, otros simplemente estaban pintados con un barniz dorado. Destacaba uno de color blanco con bordes de plata, de aspecto delicado: el ataúd de un niño.

– No tienen demasiada utilidad ahora -comentó Ashe-, puesto que me limito a envolver los cuerpos en sudarios para después quemarlos. Supuse que el fuego impediría que resucitaran.

Ashe ayudó a Elaine a quitarse el abrigo, y lo arrojó sin más sobre un ataúd de madera pálida. Curiosamente, la prenda no parecía desentonar sobre el féretro.

– Está en el piso de arriba, en mi mejor habitación para amortajar.

Tomó una lámpara de un aplique de la pared y guió a Elaine por la escalera alfombrada hasta el piso superior.

Unas cuantas puertas talladas en distintos diseños flanqueaban el pasillo. Ashe se detuvo ante la última puerta a mano izquierda. De nuevo, utilizó la llave para abrirla.

– He llegado a la conclusión de que una puerta cerrada mantiene a los muertos en su sitio, ya sea dentro o fuera. Por si acaso, siempre cierro todas las puertas.

Tras haber experimentado una noche en las calles de Cortton, Elaine comprendía muy bien aquella precaución.

Ashe empujó la puerta y alzó la lámpara. El foco de luz dorada se derramó resplandeciente sobre una cascada de cabellos dorados.

Elaine se quedó en el umbral, respirando entrecortadamente. Todavía no podía verle la cara, pero le bastaba con su melena. Blaine yacía sobre una mesa cubierta por una tela drapeada cerca de la pared opuesta. Los últimos rayos de sol arrojaban una tonalidad grisácea sobre las ventanas.

Elaine vio que su respiración salía como un hálito blanco, y se estremeció. Hacía más frío dentro que fuera. Las ventanas estaban abiertas para permitir la entrada a la noche invernal; y al frío, para una mejor conservación del cuerpo.

Elaine avanzó como en un sueño. A pesar de que ya había visto a Blaine sobre los adoquines de la calle, su muerte se le antojaba irreal. Aquella sensación de irrealidad tenía algo de piadoso. Aliviaba su pesar. Si no era real, no podía hacerle más daño.

Blaine yacía envuelto en un paño fino, con las manos cruzadas sobre el pecho. Los cabellos habían sido peinados con esmero y dispuestos alrededor de su rostro. No quedaban rastros de sangre, ni de la herida que le había causado la muerte. Ashe hacía bien su trabajo. Bajo la tenue luz de la lámpara, Elaine casi esperaba que su hermano abriera los ojos, aunque sabía que eso era imposible. No había bebido el agua contaminada, así que estaba verdaderamente muerto.

De pronto, se le ocurrió algo. Ella sabía que Blaine no resucitaría como un zombi, pero ¿cómo podía saberlo el enterrador? El sol ya casi se había ocultado por completo. ¿Por qué no se apresuraba a quemar el cuerpo o cerraba la puerta con llave?

Ashe le ofreció una sonrisa.

– Regresé a la posada justo después de que tú saliste. El alguacil me contó cómo resucitaste a la hija del elfo de entre los muertos.

Elaine negó con la cabeza.

– No funcionó. El resultado fue…

No tenía palabras para describir aquello en lo que se había convertido Averil. No era un zombi, pero tampoco estaba viva, no en realidad.