El enterrador soltó una carcajada.
– Veamos cómo hacéis frente a unos cuantos más.
Las tapas de las cajas se abrieron de golpe y de ellas salieron más muertos vivientes.
Jonathan roció aceite sobre los muertos y las cajas. Oyó el ruido de más líquido al salpicar en el suelo a sus espaldas, y supo que Gersalius estaba haciendo lo mismo.
– ¡Esperad! ¿Dónde está Elaine? -exclamó Konrad.
Jonathan sacudió la cabeza. No podía pensar ahora en ella. Extrajo una lumbre y frotó el pedernal con el eslabón hasta que una llama cobró vida.
La criatura empezó a dar vueltas alrededor de Thordin y Konrad. Ashe dio media vuelta y huyó. Konrad echó a correr tras él, esquivando al zombi.
– ¡Konrad, no! -gritó Jonathan.
Pero éste ya había desaparecido, y el aceite prendió con un rugido. De pronto se encontraron envueltos en llamas.
Thordin había conseguido clavar al primer zombi en el suelo. Vertió un cántaro de aceite sobre él, y las llamas se extendieron sobre su piel. El ser empezó a revolcarse y a gritar como si estuviera sufriendo. Pero los muertos no podían sentir dolor, ¿o acaso éstos eran distintos?
Los demás zombis se desplomaron en sus cajas y ardieron, sin gritos, sin oponer resistencia, como buenos zombis.
Las llamas devoraron la preciosa alfombra y lamieron las paredes. La puerta situada en el extremo opuesto era ahora una barrera de fuego. Una oleada de calor los empujó hacia la puerta resquebrajada.
– Jonathan.
Aquella voz lo hizo volverse rápidamente. Teresa se encontraba en el umbral. Las llamas iluminaron su cara manchada de sangre. Los paneles de madera barnizada debían de ser altamente inflamables, porque justo en ese momento prendieron con gran intensidad, lo que obligó a los tres a salir al exterior.
Jonathan atravesó la puerta forzada para acudir a la llamada de su esposa, a quien tomó en brazos.
– Estás herida.
– No es mi sangre -dijo ella con una sonrisa.
– No deberías haber venido. Podemos hacer frente a esto sin ti.
Gersalius y Thordin flanqueaban la entrada a ambos lados. Todos contemplaban el fuego y el piso superior, que todavía no había sido afectado por el incendio. Elaine y Konrad se encontraban en algún lugar, ahí arriba.
Teresa se acurrucó en el pecho de su esposo, rodeándolo con los brazos. Ella no lo sabía. Se había echado a la calle para buscarlos y todavía no sabía que Elaine estaba en el piso superior.
– Tenemos que hacer algo -dijo Thordin.
Teresa abrazó a Jonathan aún más fuerte, con ambos brazos. Éste intentó apartarla ligeramente para mirarla a la cara. Tenía la piel fría; la fiebre había desaparecido. Pero ella se apretó aún más contra su pecho, presionándole las costillas.
– Teresa… -dijo él con voz suave.
Ésta respondió con los labios muy cerca de su cuello, la mejilla apoyada en su barba.
– Jonathan, tengo tanta hambre…
Los dientes se hundieron en la carne. Jonathan gritó e intentó apartarla. Pero ella se aferraba a él, con las mandíbulas clavadas en su cuello, lamiendo la sangre, ansiosa por profundizar en la carne.
Thordin la asió por la melena para poder apartarla del cuello de Jonathan. Gersalius lo ayudó a separarla de él. Thordin la arrojó sobre la calle cubierta de nieve. Teresa se incorporó. Tenía el mismo aspecto de siempre, con excepción de su cara llena de sangre.
Gersalius la roció de aceite.
– ¡Jonathan! -exclamó ella.
– ¡No!
Jonathan dio un paso adelante. Pero Thordin lo detuvo.
Gersalius conjuró rápidamente un hechizo para provocar una chispa. Ésta atravesó el aire describiendo un arco, como una estrella de diminuto tamaño, y fue a caer sobre el aceite, que se encendió con un rugido y desprendió una oleada de calor azulado.
Teresa gritó de nuevo su nombre.
– ¡Jonathan!
Jonathan se desplomó. Únicamente los brazos de Thordin detuvieron su caída. El coloso lo depositó en el suelo, se sentó a su lado y lo acunó.
Teresa ardió. La piel que Jonathan tantas veces había acariciado ennegreció, desprendiéndose de la carne. Sus cabellos se consumieron en una lluvia de chispas. Durante todo ese tiempo no dejó de gritar su nombre. En el último instante, Jonathan gritó el suyo.
Teresa se desplomó hacia adelante encima de la nieve, todavía alargando una mano hacia él.
Capítulo 32
Harkon Lukas permanecía oculto entre las sombras de la habitación a que daba acceso la última puerta del corredor a la derecha. Ashe había subido corriendo, con Konrad pisándole los talones. Todo había salido mucho mejor de lo que Harkon esperaba. Al parecer, sólo lo había seguido Konrad, pero de momento esperaría en la penumbra, para comprobar que no apareciera nadie más.
– ¿Dónde está Elaine?
– Konrad entró en la estancia dando grandes zancadas, blandiendo el hacha.
– No creo que deba decírtelo -respondió Ashe.
– Dime dónde está y no te mataré.
– No creo que pudieras matarme de todos modos -dijo, retrocediendo hasta el lugar en el que se encontraba escondido Harkon-. Creo más bien que eres tú quien va a morir.
Descorrió una cortina dejando a Harkon al descubierto. Lukas no pudo reprimir una sonrisa, hasta tal punto le agradaban los gestos dramáticos.
– El bardo. ¿Qué estás haciendo aquí? -dijo Konrad, mientras adoptaba una posición de combate, con el hacha preparada.
Parecía sorprendido, pero aun así sabía con certeza cómo debía actuar: en caso de que lo amenazara le mataría, sin importarle quién era.
Ashe también sonreía a Konrad, ansioso por que empezara el combate. Harkon atravesó con su espada al enjuto enterrador. Este se desplomó sobre las rodillas, con una expresión de asombro en la cara. Buscó a tientas con las manos la punta de la espada que le sobresalía por el pecho, y después cayó lentamente hacia adelante.
Harkon se separó de la pared.
– No tenemos demasiado tiempo. Te llevaré hasta Elaine.
– ¿Qué estabas haciendo aquí con el enterrador?
¡Aja! Parecía sospechar algo.
– Tal como huele aquí, me parece que no hay tiempo que perder. Está encerrada. Morirá quemada viva.
En el rostro de Konrad asomó la duda.
– Sospechaba de Ashe, pero necesitaba pruebas -añadió Harkon-. Cuando entró en la estancia tuve que esconderme. La verdad es que me alegré mucho de verte.
Konrad bajó el hacha pero no la guardó. Harkon envainó su espada.
– Debemos apresurarnos. Sin nuestra ayuda, Elaine nunca podrá escapar.
Harkon avanzó hacia él con las manos colgando a ambos lados del cuerpo, como para dejar claro que estaba desarmado.
– Está en la habitación de enfrente, al otro lado del pasillo -dijo señalando la puerta abierta.
Konrad se volvió para mirar en aquella dirección, y Harkon aprovechó para clavarle en el corazón una daga que tenía escondida. Konrad profirió un grito ahogado, y el hacha cayó de sus manos de pronto inertes.
Harkon acompañó el cuerpo en su caída hasta el suelo, sosteniéndolo muy cerca de sí, mientras extraía el amuleto y lo disponía alrededor del cuello de Konrad.
– Duerme, duerme para siempre, mi suspicaz amigo.
De pronto, Harkon sintió un golpe en el pecho, como un garrotazo. Bajó la vista para encontrar un cuchillo en su pecho. Las manos de Konrad soltaron el puñal mientras Harkon se desplomaba de espaldas sobre el suelo.
Harkon asió el cuchillo con ambas manos, intentando detener la sangre, que salía a borbotones, caliente y mojada. Lo extrajo de su pecho con un grito. La sangre manaba sobre sus manos. La oscuridad le nubló la vista.