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Jonathan cerró la boca con un audible chasquido y se alejó de todos ellos.

Elaine se acurrucó en la silla, el té olvidado todavía entre las manos. ¿Acaso la echarían si realmente era maga? ¿La expulsarían del único hogar que había conocido?

Malah se acercó a ella por detrás, y posó las manos en los hombros de Elaine.

– Nadie podrá echarte.

– Si ya no se nos quiere aquí -intervino Blaine-, podemos irnos. -Su voz estaba encendida de ira. Tras decir esto, se levantó con gran dificultad.

– Vuelve a sentarte, Blaine -dijo Konrad-. Nadie va a echar a Elaine. -Su voz era firme y decidida.

Elaine se volvió en su silla para contemplar la escena. Los verdes ojos de Konrad echaban chispas, las facciones de su rostro estaban tensas por la cólera.

¿Se habría indignado de igual modo en caso de que fuera cualquier otra persona la expulsada? ¿O había reaccionado así porque se trataba de ella? Elaine sintió una calidez en la cara que no tenía nada que ver con la pérdida potencial de su hogar.

Teresa se puso en pie.

– Jonathan, será mejor que dejes clara tu postura en este asunto.

Jonathan extendió los brazos, en un gesto de impotencia.

– Por supuesto, Elaine se quedará, eso está claro, independientemente de lo que suceda. Ésta es su casa.

Pero había algo en su voz que hizo a Elaine encogerse en su asiento. Una especie de vacilación, como si fuera a añadir algo más, que quedó en el tintero. Si realmente era maga, él nunca podría aceptarlo. En el fondo no podría.

Ella no quería ser maga. Las visiones ya la hacían sufrir bastante.

– Toma asiento, Gersalius -dijo Teresa-. Jonathan y yo estábamos a punto de dejaros solos, para que puedas seguir haciendo tu trabajo.

Jonathan abrió la boca para protestar, pero Teresa lo detuvo con un leve gesto.

– Tenemos que hablar, esposo. Y el mago tiene que examinar a Elaine.

Casi nunca lo llamaba esposo. Y, en tal caso, normalmente solía tratarse del principio de una riña o como mínimo de una discrepancia.

Jonathan, ya en pie, se irguió aún más. ¡

– Si así lo deseas, esposa. -La ira podía percibirse claramente en su voz.

– Así lo deseo. -Teresa salió de la estancia, y él la siguió.

Se hizo el silencio durante unos minutos. Después Gersalius se sentó y dijo:

– Descríbeme una de tus visiones, Elaine, te lo ruego.

Elaine sorbió su té. No quería hablar con el mago, y no sólo porque deseara evitar cualquier clase de conflicto. Jonathan los había aleccionado bien. La magia podía ser útil, pero también podía adquirir un carácter maléfico con suma facilidad.

– No quiero hacer magia -dijo en un susurro.

La sonrisa de Gersalius se hizo más amplia.

– Muchacha, la magia no es una elección. He conocido hombres que deseaban más que nada en el mundo hacer magia, pero no tenían poderes. No es posible obligar a la magia a que fluya por tu cuerpo, ni tampoco librarte de ella si se trata de una habilidad natural.

– Sé de gente que hacía tratos con entes malignos para obtener poderes mágicos.

– Eso no es magia natural, Elaine. Ése es un acto abominable.

– La magia es magia.

– Esas palabras no salen de tu boca, muchacha.

Elaine bajó la vista hacia el fondo de su taza.

– No sé qué quieres decir.

– Elaine, la magia, la verdadera magia, no tiene un carácter intrínsecamente maligno. Es como una espada. El acero por sí mismo no tiene ninguna inclinación hacia el bien o el mal. Es la mano que blande la espada la que determina si ésta será usada con una finalidad perversa o benigna. El arma en sí misma es neutral.

– Pero…

Elaine le escrutó el rostro, intentando ver algo inexistente, puesto que no pudo ver el menor rastro de maldad en él. Elaine no estaba segura de haber estado antes cerca de un mago que no estuviera contaminado por ella.

– Puedes percibir que no pretendo hacerte daño.

– Sí.

– Es la magia la que te permite detectar si te estoy diciendo la verdad o si miento.

Elaine negó con la cabeza.

– No siempre puedo saber si alguien miente o no.

– Con la práctica podrías llegar a conseguirlo.

– ¿Tú puedes?

El mago sonrió.

– Casi en todos los casos. Por supuesto, hay quien tiene poderes superiores a los míos, y de vez en cuando consigue engañarme.

– La magia es poco fiable.

– No hay nada que sea siempre fiable.

Una breve sonrisa iluminó el rostro de Elaine antes de que ésta pudiera reprimirla.

– ¿Lo ves? Tampoco está tan mal -añadió el mago.

Elaine borró la sonrisa de su cara, pero no pudo librarse de la calidez que la había acompañado. Malah volvió a llenar la taza de té de Elaine sin preguntar. Después se volvió hacia el mago.

– ¿Desearíais un poco más, señor?

– Sí, por favor. -Le tendió la taza y el plato de galletas simultáneamente.

– ¿Más dulces?

– Algunas de esas excelentes galletas, gracias.

Malah se ruborizó e hizo una torpe reverencia. Y no era porque todos los habitantes de la casa no elogiaran a menudo sus artes culinarias.

Elaine vio cómo la regordeta cocinera se apresuraba a satisfacer al mago. ¿Acaso le había salido un rival a Harry, el mozo de cuadras? No, eso era una tontería. Malah sabía que Jonathan nunca permitiría que un mago la cortejara.

A Elaine se le hizo un nudo en el estómago. ¿Sería capaz Jonathan de tolerar un mago bajo su propio techo? ¿Aun cuando se tratara de ella?

Malah regresó con un plato de galletas para ambos, que dispuso en un taburete frente al hogar.

– Gracias, Malah -dijo Gersalius.

Malah soltó una risita nerviosa.

Un simple «gracias», y Malah reía como una colegiala. Elaine no había visto nunca antes a la cocinera comportarse de ese modo, ni siquiera cuando Harry estaba cerca.

Malah los dejó para ocuparse de algo que tenía en el fuego. Un rubor de satisfacción le teñía la nuca.

¿Realmente era el mago tan encantador? ¿O se trataba de un hechizo? A Elaine le hubiera gustado preguntar, pero no quería poner en evidencia a Malah.

Gersalius sorbió su té y miró a Elaine. En sus ojos vio un centelleo que parecía indicar que sabía lo que ella estaba pensando.

– ¿Sabes lo que estoy pensando ahora mismo? -inquirió Elaine.

– Sí, pero eso no tiene nada que ver con la magia.

– ¿Cómo puedes saberlo entonces?

El mago se inclinó hacia adelante, y bajó la voz.

– La expresión de tu cuerpo era de rechazo cuando la cocinera me estaba atendiendo hace un instante. Tu cara es como un espejo, muchacha, atravesada por cada uno de tus pensamientos.

Elaine frunció el ceño.

– No te creo.

– No quieres creerlo -repuso el mago-. Te asusta la mera idea de que un extraño pueda leer con tanta facilidad tus pensamientos o tus sentimientos.

Elaine abrió la boca para contradecirlo, pero no lo hizo. Lo que le preocupaba no era tanto el hecho de que el mago pudiera adivinar sus pensamientos, sino que éstos también fueran obvios para los demás. ¿Sabía Konrad cuáles eran sus sentimientos? ¿Lo sabía alguien más? ¿Acaso era tan transparente?

– Soy muy observador, Elaine, al contrario que la mayoría de la gente, incluso aquellos que te ven todos los días. De hecho, he aprendido que los que han visto crecer a alguien son con frecuencia los que menos se percatan de las cosas. Ya conoces el dicho de que donde hay confianza hay invisibilidad.

– Creía que era «donde hay confianza hay asco».

– Bien, sí, tal vez sea así, pero yo no creo que no te aprecie.

– Me estás leyendo la mente -objetó Elaine, que se irguió y apretó con fuerza la taza entre las manos.

– Tal vez sí, sólo un poco. El hecho de que seas una maga sin ningún tipo de formación facilita las cosas. Las emociones fuertes también resultan normalmente más fáciles de descifrar.