Julia Quinn
El corazón de una Bridgerton
Bridgerton 06
Título originaclass="underline" When he was wicked
© Julia Quinn, 2004
Traducción: Amelia Brito
Dedicada a B. B., que me hizo
compañía durante todo el
tiempo que tardé en escribirla.
Las mejores cosas les llegan
a aquellos que esperan.
Y también a Paul,
aunque él quería titularla
El amor en los tiempos
de la malaria.
Agradecimientos
Deseo expresar mi gratitud a los doctores Paul Pottinger y Philip Yarnell, por ayudarme con sus conocimientos y pericia en los campos de las enfermedades infecciosas y neurología respectivamente.
Árbol genealógico de los Bridgerton Violet Ledger Edmund (f) Colin 1791- Penélope Featherington 1796- Seduciendo a
Mr. Bridgerton Libro 4 1. Hyacinth 1803- Gregory 1801- Anthony 1784- Kate Sheffield 1793- El vizconde
que me amó Libro 2 Edmund 1815- Charlotte 1822 Miles 1817- Eloise 1796- 2 Sir Phillip Crane 1794- 1 Mari na Thompson (f) A Sir Phillip con amor Libro 5 Oliver 1816- Amanda 1816- Francesca 1797- John Stirling (f) Octavo conde de Kilmartin El corazón de una Bridgerton Libro 6 Presentando a Michael Stirling Noveno conde de Kilmartin 2. Daphne 1792- Simon Basset 1784- Duque de Hastings El duque y yo Libro 1 David 1815- Belinda 1815- Carolina 1815- Amelia 1814- Benedict 1786- Sohpia Beckett 1794- Te doy mi corazón Libro 3 Charles 1818- Alexander 1820- William 1822- Violet 1824-
Primera Parte
Marzo de 1820, Londres
Capítulo 1
… no diría que la vida es maravillosa, pero no es tan terrible. Hay mujeres, al fin y al cabo, y donde hay mujeres, seguro que lo paso bien…
De una carta de Michael Stirling,
Regimiento de Infantería 52,
a su primo John, conde de Kilmartin,
durante las guerras napoleónicas.
En la vida de toda persona hay un momento crucial, decisivo. Un momento tan fundamental, tan fuerte y nítido que uno se siente como si le hubieran golpeado en el pecho, dejándolo sin aliento, y sabe, con la más absoluta certeza, sin la menor sombra de duda, que su vida nunca volverá a ser igual.
En la vida de Michael Stirling, ese momento ocurrió la primera vez que vio a Francesca Bridgerton.
Después de toda una vida de irles detrás a las mujeres, de sonreír ladinamente cuando ellas le iban detrás a él, de dejarse atrapar y luego volver las tornas hasta ser el vencedor, de acariciarlas, besarlas y hacerles el amor, pero sin comprometer jamás su corazón, le bastó una sola mirada a Francesca Bridgerton para enamorarse tan total y perdidamente de ella que fue una maravilla que se las arreglara para mantenerse en pie.
Pero, por desgracia para él, el apellido de Francesca continuaría siendo Bridgerton sólo treinta y seis horas más, porque la ocasión en que la conoció fue, lamentablemente, una cena para celebrar sus inminentes nupcias con su primo.
La vida era así de irónica, solía pensar cuando se encontraba de humor amable.
Cuando se encontraba de humor menos amable empleaba un adjetivo totalmente distinto.
Y desde que se enamoró de la mujer de su primo no era frecuente que se encontrara de humor amable.
Ah, lo ocultaba muy bien, eso sí. No le convenía mostrarse triste ni abatido, porque entonces algún alma fastidiosamente perspicaz podría notarlo y, no lo permitiera Dios, hacerle preguntas acerca de cómo le iba la vida. Y si bien Michael Stirling se enorgullecía, y no sin fundamento, de su capacidad para disimular y engañar (después de todo había seducido a más mujeres de las que alguien podría contar, y se las había arreglado para hacerlo sin que ni una sola vez lo retaran a duelo), bueno, la amarga verdad era que nunca antes había estado enamorado, y si hay una ocasión en que un hombre puede perder su capacidad de mantener la fachada ante preguntas francas, probablemente era esa.
Así pues, se reía, se mostraba muy alegre y animado, y continuaba seduciendo a mujeres, procurando no fijarse en que tendía a cerrar los ojos cuando les hacía el amor. Y había dejado de asistir a los servicios religiosos en la iglesia, puesto que no le veía ningún sentido ni siquiera a pensar en una oración por su alma. Además, la iglesia parroquial cercana a Kilmartin era muy vieja, databa de 1432, y seguro que las piedras, a punto de desmoronarse, no resistirían el golpe directo de un rayo.
Y si Dios quería hacer sufrir a un pecador, no podría haber elegido a otro peor que él.
Michael Stirling. Pecador.
Veía su nombre acompañado por ese adjetivo en una tarjeta de visita. Incluso la habría hecho imprimir (ese era justamente su tipo de humor negro) si no hubiera estado convencido de que eso mataría a su madre en el acto.
Bien podía ser un libertino, pero no había ninguna necesidad de torturar a la mujer que lo dio a luz.
Era extraño que nunca hubiera considerado pecado la seducción de todas esas otras mujeres. Y seguía no considerándolo. Todas habían estado bien dispuestas, por supuesto; es imposible seducir a una mujer no dispuesta, por lo menos si se entiende la seducción en su verdadero sentido y se tiene buen cuidado de no confundirla con violación. Tenían que desearlo, y si no lo deseaban, si él percibía aunque sólo fuera un asomo de inquietud o duda, se daba media vuelta y se alejaba. Sus pasiones nunca se descontrolaban tanto que lo hicieran incapaz de apartarse rápido y decidido.
Además, nunca en su vida había seducido a una jovencita virgen, y nunca se había acostado con una mujer casada. Ah, bueno, tenía que seguir siendo sincero consigo mismo, aun cuando estuviera viviendo una mentira. Sí que se había acostado con mujeres casadas, con muchísimas, en realidad, pero solamente con aquellas cuyos maridos eran unos canallas, e incluso en esos casos, sólo si ya habían dado a sus maridos dos hijos varones, y tres si uno de los niños parecía un poco enfermizo.
Al fin y al cabo un hombre tiene que tener sus reglas de conducta.
Pero eso… eso sobrepasaba todos los límites, era total y absolutamente inaceptable. Ese era el único pecado (y tenía muchos) que finalmente le iba a ennegrecer el alma o, como mínimo, se la dejaría parecida al carbón, y eso suponiendo que mantuviera la fuerza para no actuar nunca según sus deseos. Porque eso… eso…
Deseaba a la mujer de su primo.
Deseaba a la mujer de John.
De John.
De John, que, maldita sea, era para él más de lo que habría sido un hermano si lo tuviera. John, cuya familia lo acogió en su seno cuando murió su padre. John, cuyo padre lo crió y le enseñó a ser un hombre. John, con quien…
Vamos, infierno y condenación, ¿es que necesitaba hacerse eso? Podía pasar una semana enumerando todos los motivos de por qué se iba a ir derecho al infierno por haber elegido a la mujer de John para enamorarse. Y ninguno de ellos cambiaría jamás una simple realidad.
No podía tenerla.
Nunca podría tener a Francesca Bridgerton Stirling.
Pero sí podría servirse otra copa, pensó, emitiendo un bufido para sus adentros. Acomodándose en el sofá, se cruzó de piernas, observándolos, los dos sentados enfrente de él, riendo y sonriendo, echándose esas nauseabundas miraditas amorosas. Sí, otra copa le sentaría bien.
– Creo que sí -declaró, apurándola de un solo trago.
– ¿Qué has dicho, Michael? -preguntó John, su audición excelente, como siempre, maldita sea.