Volvió a tragar saliva. No deseaba estar ahí. Deseaba marcharse.
– En todo caso, el doctor dijo que no debe moverse durante varios días.
Él asintió.
– Naturalmente, te llamamos.
¿Naturalmente? Él no veía nada natural en eso. Jamás se había sentido tan fuera de lugar, tan absolutamente incapaz de encontrar las palabras que decir ni de hacer algo.
– Ahora eres Kilmartin -dijo ella en voz baja.
Él volvió a asentir, y sólo una vez. Eso fue todo lo que pudo hacer para reconocer ese hecho.
– Debo decir que yo… -Helen se interrumpió y frunció los labios de una manera rara, brusca-. Bueno, una madre desea el mundo para sus hijos, pero yo no… nunca habría…
– No lo digas -interrumpió Michael con la voz ronca.
No estaba preparado para oír decir a nadie que eso era algo bueno. Y por Dios que si alguien se le acercaba a felicitarlo…
Bueno, no sería responsable de sus actos.
– Ha preguntado por ti -dijo ella.
– ¿Francesca? -preguntó él, agrandando los ojos por la sorpresa.
Helen asintió.
– Ha dicho que te necesitaba.
– No puedo.
– Tienes que ir a verla.
– No puedo. -Negó con la cabeza, con movimientos demasiado rápidos, por el terror-. No puedo ir allí.
– No puedes abandonarla.
– Nunca ha sido mía, así que no la abandono.
– ¡Michael! ¿Cómo puedes decir una cosa así?
– Madre -dijo él, desesperado por desviar la conversación-, Francesca necesita a una mujer. ¿Qué puedo hacer yo?
– Puedes ser su amigo -dijo Helen dulcemente, y él volvió a sentirse un niño de ocho años, regañado por una transgresión desconsiderada.
– No -dijo.
Lo horrorizó el sonido de su voz, que le salió como el gemido de un animal herido, dolido y confundido. Pero había una cosa que sabía con toda certeza: no podía ver a Francesca. No en ese momento. No todavía.
– Michael -dijo su madre.
– No -repitió él-. La veré… Mañana veré si… -Y se dirigió a la puerta, añadiendo antes de salir-: Dale recuerdos.
Y echó a correr, huyendo como un cobarde.
Capítulo 4
… estoy convencida de que no hace ninguna falta dramatizar tanto. No pretendo tener conocimiento o entendimiento del amor romántico entre marido y mujer, pero no creo que su dominio lo abarque todo, que la muerte de uno destruya al otro. Sobrevivirías muy bien sin él, por discutible que te pueda parecer esto.
De una carta de Eloise Bridgerton
a su hermana Francesca, condesa de Kilmartin,
tres semanas después de la boda de Francesca.
El mes que siguió al aborto espontáneo fue lo más semejante al infierno en la tierra que puede experimentar un ser humano. De eso Michael estaba seguro.
Cada nueva ceremonia a la que debía someterse, cada vez que debía firmar un documento como conde de Kilmartin o tenía que soportar que lo llamaran «milord», se sentía como si se empujara más lejos el espíritu de John.
Muy pronto sería como si John no hubiera existido nunca, pensaba, aun tratando de ser objetivo. Incluso había dejado de existir el bebé, que habría sido el último trocito de John que quedara sobre la tierra.
Y todo lo que había sido de John ahora era de él.
A excepción de Francesca.
Y estaba resuelto a que eso continuara así. No haría, no podría hacerle, ese último insulto a su primo.
Había tenido que verla, por supuesto; le había dicho todo lo mejor que se le ocurrió para consolarla, pero dijera lo que dijera, no era lo adecuado, y ella simplemente desviaba la cara y se quedaba mirando la pared.
No sabía qué decir. Francamente, sentía más alivio porque ella estuviera sana, porque el aborto espontáneo no hubiera dejado secuelas en su salud, que pena por la pérdida de su bebé. Las madres, es decir, la suya, la de John y la de Francesca, se habían sentido obligadas a describir la sangre derramada con todos sus espeluznantes detalles, y una de las criadas había ido corriendo a buscar las sábanas ensangrentadas, que alguien había guardado para que sirvieran de prueba de que Francesca había sufrido un aborto espontáneo.
Lord Winston lo aprobó asintiendo, pero luego le explicó que de todos modos él tendría que observar a la condesa, simplemente para cerciorarse de que esas sábanas eran realmente de ella y que no estaba engordando. Esa no sería la primera vez que alguien hubiera intentado burlar las sacrosantas leyes de la primogenitura, añadió.
Él sintió el intenso deseo de arrojar por la ventana al parlanchín hombrecillo, pero se limitó a acompañarlo a la puerta. Al parecer ya no tenía la energía suficiente para actuar conforme a ese tipo de rabia.
Pero no se había mudado a la casa Kilmartin. No estaba preparado para eso y la sola idea de vivir ahí con todas esas mujeres lo sofocaba. Sabía que tendría que mudarse muy pronto; eso era lo que se esperaba del conde. Pero por el momento estaba bastante contento en su pequeño apartamento.
Y ahí estaba, eludiendo su deber, cuando Francesca fue finalmente a verlo.
El ayuda de cámara la hizo pasar a la pequeña sala de estar.
– ¿Michael? -dijo, cuando él entró.
– Francesca -repuso él, sorprendido por su aparición. Nunca antes había ido a su apartamento, ni cuando John estaba vivo ni después-. ¿Qué haces aquí?
– Quería verte -contestó ella.
El mensaje tácito era: «Me eludes».
Y eso era cierto, claro, pero él se limitó a decir:
– Siéntate. -Y pasado un momento añadió-: Por favor.
¿Sería incorrecto eso? ¿Que ella estuviera en su apartamento?
No estaba seguro. Las circunstancias en que se encontraban eran tan raras, tan absolutamente inclasificables, que no tenía idea por cuáles reglas de la etiqueta debían regirse.
Ella se sentó, y estuvo un minuto entero sin hacer otra cosa que pasarse las manos por la falda, hasta que al fin levantó la cabeza y lo miró a los ojos, con desgarradora intensidad, y dijo:
– Te echo de menos.
Él se sintió como si las paredes comenzaran a cerrarse a su alrededor.
– Francesca…
– Eras mi amigo -continuó ella, en tono acusador-. Además de serlo de John, eras mi más íntimo amigo y ahora ya no sé quién eres.
– Esto…
Ay, Dios, se sentía como un idiota, absolutamente impotente y derribado por un par de ojos azules y una montaña de culpa. Aunque culpa de qué, ya ni siquiera lo sabía bien. Al parecer, el sentimiento de culpa venía de muchas cosas, de muchas direcciones y no era capaz de determinarlas.
– ¿Qué te pasa? -preguntó ella-. ¿Por qué me eludes?
– No lo sé -contestó.
No podía mentirle diciendo que no la eludía. Era demasiado inteligente para no captar la mentira. Pero tampoco podía decirle la verdad.
A ella le temblaron los labios y de pronto se cogió el inferior entre los dientes. Y él se quedó mirándole la boca, sin poder apartar los ojos, odiándose por la oleada de deseo que lo recorrió todo entero.
– Creía que eras mi amigo también -musitó ella.
– Francesca, no…
– Te necesitaba -continuó ella en voz baja-, y sigo necesitándote.
– No, no me necesitas. Tienes a las madres, y a todas tus hermanas también.
– No deseo hablar con mis hermanas -dijo ella, en tono más vehemente-. No entienden.
– Bueno, de esas cosas yo no entiendo nada -replicó él, y la desesperación le dio un tono ligeramente áspero y desagradable a su voz.
Ella se limitó a mirarlo, con una expresión condenatoria en sus ojos.
Él deseó abrirle los brazos, pero se los cruzó sobre el pecho.
– Francesca, sufriste…, sufriste un aborto espontáneo.
– Eso lo sé -dijo ella secamente.
– ¿Qué sé yo de esas cosas? Necesitas hablar con una mujer.
– ¿No puedes decir que lo sientes?
– ¡Te lo dije!
– ¿No puedes decirlo en serio?