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Pero ¿qué quería de él?

– Francesca, te lo dije en serio.

– Estoy muy enfadada -dijo ella, elevando el volumen de la voz-, y triste, y dolida, y te miro y no entiendo por qué tú no lo estás.

Él se quedó un momento inmóvil.

– No digas eso nunca -susurró.

A ella le relampaguearon los ojos de furia.

– Bueno, tienes una manera muy rara de demostrarlo. Nunca vas a visitarme, y nunca hablas conmigo, y no entiendes…

– ¿Qué quieres que entienda? -estalló él-. ¿Qué puedo entender? Por el amor de…

Se interrumpió, no fuera a soltar una blasfemia. Se giró y fue a apoyarse en el alféizar de la ventana, dándole la espalda.

Ella continuó sentada en silencio, inmóvil como una muerta. Pasado un momento dijo:

– No sé por qué he venido. Me marcharé.

– No te vayas -dijo él, con la voz ronca, pero no se giró a mirarla.

Ella no dijo nada; no sabía qué había querido decir él.

– Acabas de llegar -dijo él, entonces, con la voz algo entrecortada, como si le costara hablar-. Deberías tomar una taza de té por lo menos.

Francesca asintió, aun cuando él no la estaba mirando.

Y así continuaron unos cuantos minutos, hasta que ella ya no pudo soportar el silencio. Sólo se oía el tic tac del reloj en el rincón, su única compañía era la espalda de Michael, y lo único que podía hacer era continuar sentada ahí, pensar y preguntarse a qué había venido.

¿Qué deseaba de él?

Cuánto más fácil no sería su vida si lo supiera.

– Michael -dijo, antes de darse cuenta de que abría la boca.

Entonces él se giró. No dijo nada, pero sus ojos le dijeron que la escuchaba.

– Quería decirte… -¿Para qué había venido a verlo? ¿Qué deseaba?-. Esto…

Él continuó en silencio. Simplemente ahí, esperando que ella ordenara sus pensamientos, lo que lo hacía todo mucho más difícil.

Y de pronto le salió todo, a borbotones:

– No sé qué debo hacer -dijo, oyendo su vocecita débil-. Y me siento furiosa y…

Dejó de hablar, para respirar, hacer cualquier cosa para contener las lágrimas.

Michael abrió la boca, aunque apenas, pero siguió sin decir nada.

– No sé por qué ha ocurrido esto -gimió ella-. ¿Qué hice? ¿Qué hice?

– Nada -la tranquilizó él.

– Él se ha ido y no va a volver y me siento tan… tan… -Lo miró, sintiendo que tenía marcadas en la cara la aflicción y la rabia-. No es justo. No es justo que me haya ocurrido a mí y no a otra persona, y no es justo que debiera ser otra persona, y no es justo que haya perdido al…

Entonces se atragantó, las inspiraciones entrecortadas se convirtieron en sollozos y no pudo hacer otra cosa que llorar.

– Francesca -dijo él, arrodillándose a sus pies-. Lo siento. Lo siento.

– Lo sé -sollozó ella-, pero eso no mejora nada.

– No.

– Y no lo hace justo.

– No -repitió él.

– Y no…, y no…

Él no intentó terminar la frase. Y ella deseaba que la terminara. Después, durante años, deseó que la hubiera terminado, porque tal vez entonces él habría dicho algo inconveniente, y tal vez entonces ella no se habría apoyado en él y tal vez no le habría permitido que la abrazara.

Pero, ay, Dios, cuánto echaba en falta que la abrazaran.

– ¿Por qué te marchaste? -sollozó-. ¿Por qué no puedes ayudarme?

– Lo deseo… -dijo él-. Tú no… -Al final simplemente dijo-: No sé qué decir.

Le pedía demasiado, se dijo ella. Lo sabía, pero no le importaba. Sencillamente estaba harta de estar sola.

Pero en ese momento, aunque fuera sólo en ese momento, no estaba sola. Michael estaba con ella, y la tenía abrazada, y se sentía arropada y segura por primera vez en todas esas semanas.

Y simplemente lloró. Lloró semanas de lágrimas. Lloró por John y lloró por el bebé al que no conocería nunca.

Pero principalmente lloró por ella.

– Michael -dijo, cuando ya estaba recuperada lo suficiente para hablar.

La voz le salió temblorosa, pero logró decir su nombre, y sabía que tendría que decir más.

– ¿Sí?

– No podemos seguir así.

Notó que algo cambiaba en él. Presionó más los brazos, o tal vez los aflojó, pero algo había cambiado.

– ¿Así cómo? -le preguntó, con la voz ronca y vacilante.

Ella se apartó para mirarle la cara, y se sintió aliviada cuando él bajó los brazos y así no tuvo que liberarse ella.

– Así -dijo, aunque sabía que él no entendía. O si entendía simulaba no entender-. Desentendiéndote de mí -concluyó.

– Francesca…

– El bebé iba a ser tuyo en cierto modo también -soltó ella.

Él palideció, se puso mortalmente pálido, tanto que por un momento ella no pudo respirar.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó él en un susurro.

– Habría necesitado un padre -dijo ella, encogiéndose de hombros, desconcertada-. Yo… Tú… Tendrías que haber sido tú.

– Tienes hermanos -dijo él, con la voz ahogada.

– Ellos no conocían a John. No como lo conocías tú.

Él se apartó, se incorporó, se quedó ahí inmóvil un momento y luego, como si esa distancia no fuera suficiente, retrocedió todo lo que pudo, hasta que chocó con la ventana. Le relampaguearon ligeramente los ojos y por un momento ella habría jurado que parecía un animal atrapado, arrinconado y aterrado, esperando el golpe de gracia.

– ¿Por qué me dices eso? -le preguntó él entonces, con la voz débil y ronca.

– No lo sé -contestó, tragando saliva, incómoda.

Pero sí que lo sabía. Deseaba que él estuviera tan dolido como ella; deseaba que sufriera de todas las maneras que sufría ella. Eso no era justo, no estaba bien, pero no podía evitarlo y no le apetecía pedirle disculpas tampoco.

– Francesca -dijo él, en un tono raro, hueco, duro, un tono que nunca le había oído.

Lo miró, pero desvió lentamente la cabeza hacia un lado, asustada por lo que podría ver en su cara.

– No soy John -dijo él.

– Eso lo sé.

– No soy John -repitió él, más fuerte, y ella pensó que no la había oído.

– Lo sé -repitió.

Él entrecerró los ojos y los fijó en ella con una intensidad peligrosa.

– No era mi bebé y no puedo ser lo que necesitas.

Y ella sintió que en su interior comenzaba a morir algo.

– Michael, yo…

– No ocuparé su lugar -dijo él, sin gritar, pero como si quisiera gritar.

– No, no podrías. Tú…

Entonces, en un movimiento relámpago, él estaba ante ella; la cogió por los hombros y la puso de pie bruscamente.

– No haré eso -gritó. La sacudió y luego la dejó inmóvil, y volvió a sacudirla-. No puedo ser él. No quiero ser él.

Ella no pudo hablar, no podía articular ni una palabra. No sabía qué hacer.

No sabía quién era él.

Él dejó de zarandearla, pero continuó con los dedos enterrados en sus hombros, mirándola, con sus ojos color mercurio brillantes de algo aterrador y triste.

– No puedes pedirme eso -exclamó-. No puedo hacerlo.

– ¿Michael? -susurró ella, detectando algo horrible en su voz: miedo-. Michael, suéltame, por favor.

Él no la soltó, pero ella no sabía si la había oído. Tenía los ojos desenfocados y parecía estar muy lejos de ella, inalcanzable.

– ¡Michael! -repitió, más fuerte, aterrada.

Entonces él la soltó y retrocedió unos pasos, medio tambaleante. Su cara era la viva imagen de odio por sí mismo.

– Perdona, lo siento -musitó, mirándose las manos, como si no fueran de él-. Lo siento mucho.

– Será mejor que me vaya -dijo ella, dirigiéndose a la puerta.

– Sí -asintió él.

– Creo que… -Se atragantó con las palabras al coger el pomo, aferrándose a él como si fuera una tabla salvavidas-. Creo que será mejor que no nos veamos durante un tiempo.