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Él asintió.

– Tal vez… -continuó ella.

Pero no logró decir nada más. No sabía qué decir. Si hubiera comprendido lo que acababa de ocurrir, tal vez habría encontrado las palabras, pero en ese momento se sentía tan desconcertada y asustada, que no las encontró.

Asustada, pero ¿de qué? No le tenía miedo a él. Michael jamás le haría daño. Daría su vida por ella, si alguna ocasión se lo exigiera; de eso estaba segura.

Tal vez simplemente la asustaba el mañana. Y pasado mañana. Lo había perdido todo y ahora parecía que había perdido a Michael también, y no sabía qué debía hacer para soportarlo todo.

– Me voy -dijo, dándole una última oportunidad de detenerla, de decir algo, de decir cualquier cosa que lo arreglara todo.

Pero él no dijo nada. Ni siquiera hizo un gesto de asentimiento. Se limitó a mirarla, expresando en silencio, con sus ojos, su asentimiento.

Entonces ella se marchó. Salió de la sala de estar y de la casa. Una vez fuera subió en su coche y dio la orden de ir a casa.

Cuando llegó, no dijo ni una sola palabra. Simplemente subió la escalera, llegó a su dormitorio y se metió en la cama.

Pero no lloró. Pensó y continuó pensando que debería llorar, y continuó sintiéndose como si fuera a llorar.

Pero lo único que hizo fue contemplar el techo, el cielo raso.

Al cielo raso, por lo menos, no le importaba que lo contemplara.

De vuelta en su despacho del apartamento en el Albany, Michael cogió su botella de whisky y llenó un vaso grande, aun cuando una mirada al reloj le dijo que aún no era mediodía.

Había descendido a nuevas bajuras, eso estaba muy claro.

Pero por mucho que lo intentara, no lograba imaginar qué otra cosa podría haber hecho. No había sido su intención hacerle daño ni herirla; de ninguna manera se había parado a pensar y decidir «Ah, sí, creo que voy a portarme como un imbécil», y aunque su reacción fue rápida y desconsiderada, no veía cómo podría haberse portado de otra manera.

Se conocía. No siempre se gustaba, y ese último tiempo se gustaba con menos frecuencia aún, pero se conocía. Y cuando Francesca lo miró con esos ojos azules insondables y le dijo «El bebé iba a ser tuyo en cierto modo también», lo destrozó hasta el fondo del alma.

Ella no sabía.

No tenía idea.

Y mientras ella continuara ignorante de sus sentimientos, mientras no comprendiera por qué no tenía otra opción que odiarse cada vez que hacía algo ocupando el lugar de John, no podría estar cerca de ella. Porque Francesca iba a continuar diciendo cosas como esas.

Y él sencillamente no sabía cuánto más sería capaz de soportar.

Y así, mientras estaba en su despacho, con el cuerpo tenso de sufrimiento y culpa, comprendió dos cosas.

La primera fue fáciclass="underline" el whisky no le servía de nada para aliviar su sufrimiento, y si un whisky de veinticinco años, traído directamente de Speyside, no le hacía sentirse mejor, nada de las Islas Británicas lo iba a conseguir.

Y eso lo llevó a la segunda cosa que comprendió, que no era nada fácil. Pero tenía que hacerla; era necesario. Rara vez habían sido tan claras las opciones en su vida. Dolorosas, pero dolorosamente claras.

Por lo tanto, dejó el vaso en el escritorio, todavía con dos dedos de licor, y salió a toda prisa al corredor, en dirección a su dormitorio.

– Reivers -dijo, cuando encontró a su ayuda de cámara junto al ropero, doblando cuidadosamente una corbata-, ¿qué te parece si nos vamos a la India?

Segunda Parte

Cuatro años después,

marzo de 1824

Capítulo 5

… disfrutarías aquí, aunque no del calor, me parece; a nadie le gusta este calor. Pero todo lo demás te encantaría. Los colores, las especias, el aroma del aire; te sumergen los sentidos en un extraño estado de niebla que a veces produce desasosiego y a veces resulta embriagador. Creo que, por encima de todo, disfrutarías paseando por los jardines de recreo. Se parecen bastante a nuestros parques de Londres, aunque aquí son más verdes y exuberantes, llenos de las flores más extraordinarias que hayas visto en tu vida. Siempre te ha gustado estar al aire libre, en medio de la naturaleza, y aquí esto te encantaría, estoy muy seguro.

De la carta de Michael Stirling

(nuevo conde de Kilmartin) a la condesa de Kilmartin,

un mes después de su llegada a la India.

Francesca deseaba tener un bebé. Llevaba mucho tiempo deseándolo, pero sólo esos últimos meses había sido capaz de reconocerlo para sí misma, de poner por fin en palabras ese anhelo que parecía acompañarla dondequiera que fuera.

El anhelo le comenzó de una manera bastante inocente, con una ligera punzada en el corazón cuando estaba leyendo una carta de su cuñada Kate, la mujer de su hermano; la carta abundaba en noticias acerca de su hija pequeña Charlotte, que pronto cumpliría los dos años y ya era incorregible.

Pero las punzadas se hicieron más fuertes y más parecidas al verdadero dolor cuando vino su hermana Daphne a Escocia a visitarla, acompañada por todos sus hijos, tres niñas y un niño. Jamás se le había ocurrido pensar cómo una bandada de niños podían transformar una casa. Los niños Hasting cambiaron la esencia misma de Kilmartin, llenando la casa de vida y risas, haciéndola comprender que todo eso le había faltado lamentablemente durante años.

Y cuando se marcharon, todo quedó en silencio y quietud, pero no en paz.

Simplemente vacío.

Desde ese momento, ella cambió, se sentía diferente. Veía a una niñera empujando un cochecito y le dolía el corazón. Veía pasar un conejo saltando por un campo y no podía evitar pensar que debería señalárselo a alguien, a alguien pequeño. Durante su estancia en Kent donde fue a pasar la Navidad con su familia, al caer la noche, cuando metían en la cama a todos los sobrinos y sobrinas, se sentía muy sola.

Y en lo único que podía pensar era en que su vida iba pasando por su lado y que si no hacía algo pronto, se moriría así.

Sola.

No desgraciada, no, no se sentía desgraciada. Curiosamente, se había acostumbrado a su viudez y encontrado una forma de vida cómoda y agradable. Eso era algo que no habría creído posible durante los horribles meses que siguieron a la muerte de John, pero probando y cometiendo errores, había encontrado un lugar para ella en el mundo y, con él, una cierta paz.

Le gustaba la vida que llevaba como condesa de Kilmartin. Puesto que Michael aún no se había casado, ella seguía teniendo las obligaciones anejas al condado y también el título. Le encantaba vivir en Kilmartin, y administraba la propiedad sin ninguna intervención de Michael; entre las órdenes que él dejó antes de marcharse del país hacía cuatro años, estaba la de que ella administrara el condado como le pareciera conveniente, y una vez que se le pasó la conmoción por su marcha, comprendió que eso era el regalo más precioso que podría haberle hecho.

Le había dado algo que hacer, algo por lo cual trabajar.

Un motivo para dejar de contemplar el cielo raso.

Tenía amistades y tenía familiares, Stirling y Bridgerton, y vivía una vida plena, en Escocia y en Londres, donde pasaba varios meses cada año.

Por lo tanto, debería sentirse feliz. Y se sentía feliz, la mayor parte del tiempo.

Solamente deseaba un bebé.

Le había llevado mucho tiempo reconocerlo. Ese deseo le parecía una especie de deslealtad hacia John, porque no sería un bebé suyo, e incluso en esos momentos, cuando ya habían pasado cuatro años de su muerte, le costaba imaginarse a un hijo sin sus rasgos en la cara.

Además, eso significaba, en primer y principal lugar, que tendría que volverse a casar. Tendría que cambiar su apellido y comprometerse con otro hombre, prometer ponerlo en primer lugar en su corazón y en sus lealtades, y si bien la idea ya no le hacía doler el corazón, la encontraba… bueno, rara.