Pero había algunas cosas que una mujer simplemente tiene que superar, y un frío día de febrero, mientras estaba mirando por la ventana en Kilmartin, observando cómo la nieve iba envolviendo lentamente las ramas de los árboles, comprendió que esa era una de esas cosas.
Eran muchas las cosas en la vida que causan miedo, pero la rareza no debería estar entre ellas.
Así pues, decidió hacer su equipaje y marcharse a Londres algo más pronto ese año. Por lo general pasaba la temporada de fiestas sociales en la ciudad, disfrutando del tiempo con su familia, yendo de compras, asistiendo a veladas musicales, viendo obras de teatro y haciendo todas las cosas que simplemente no se podían hacer en el campo escocés. Pero esta temporada sería diferente. Necesitaba un guardarropa nuevo, para empezar. Ya hacía tiempo que se había quitado el luto, pero no había descartado los vestidos grises y lavanda, de medio luto, y tampoco había prestado atención a la moda, como debería hacer una mujer en su nueva situación.
Ya era hora de usar azul, un azul aciano, vivo, hermoso. Ese había sido su color favorito años atrás, y era lo bastante vanidosa para llevarlo y esperar que la gente comentara cómo hacía juego con sus ojos.
Se compraría vestidos azules, y sí, de colores rosa y amarillo también, y tal vez incluso, de un color que le estremecía el corazón de expectación de sólo pensarlo: carmesí.
Esta vez no sería una señorita soltera. Era viuda y un buen partido, y las reglas eran distintas.
Pero las aspiraciones eran las mismas.
Iría a Londres a buscarse un marido.
Ya había pasado demasiado tiempo lejos, pensaba Michael. Sabía que debería haber vuelto a Gran Bretaña hacía mucho, pero esa era una de las cosas que podía ir dejando para después con tremenda facilidad. Según le decía su madre en sus cartas, que le llegaban con extraordinaria regularidad, el condado prosperaba bajo la administración de Francesca. No había nadie que dependiera de él que pudiera acusarlo de negligencia, y, según todos los informes, a todas las personas a las que había dejado allí les había ido bastante mejor en su ausencia que cuando él estaba ahí para alegrarlas.
Por lo tanto, no tenía nada de qué sentirse culpable.
Pero un hombre sólo puede huir de su destino durante un tiempo, y cuando se cumplieron los tres años de su estancia en el trópico, tuvo que reconocer que se había desvanecido la novedad de vivir en un lugar exótico y, para ser totalmente franco, ya estaba bastante harto del clima. la India le había dado una finalidad, un lugar en la vida, algo que hacer que superaba las dos únicas cosas en las que había sobresalido antes: como soldado y vividor. Cuando se marchó, se limitó a coger un barco, llevando únicamente el nombre de un amigo del ejército que se había trasladado a Madras tres años atrás. Antes de que transcurriera un mes ya había obtenido un puesto gubernamental y se encontró tomando decisiones importantes, haciendo efectivas las leyes y normas que realmente conformaban la vida de los hombres.
Por primera vez en su vida, comprendió por qué a John le gustaba tanto su trabajo en el Parlamento Británico.
Pero la India no le había procurado felicidad. Le había dado una cierta paz, lo que podía parecer bastante paradójico, puesto que en esos años había estado a punto de encontrar la muerte tres veces, o cuatro, si contaba ese altercado con la princesa india armada con un cuchillo (él seguía convencido de que podría haberla desarmado sin hacerle daño, pero tenía que reconocer que ella tenía una expresión asesina en los ojos, y desde entonces le había quedado muy claro que nunca hay que subestimar a una mujer que se cree desdeñada, aunque sea erróneamente).
Pero aparte de esos episodios peligrosos, el tiempo transcurrido allí le había dado una cierta sensación de equilibrio. Por fin había hecho algo por él y algo «de» él.
Y, sobre todo, la India le había procurado una cierta paz porque no tenía que vivir con el constante conocimiento de que Francesca estaba cerca.
La vida no era necesariamente mejor a miles de millas de distancia de Francesca, pero era más fácil, sin duda.
Sin embargo, ya era hora de enfrentar los rigores de tenerla cerca, por lo tanto, reunió todas sus pertenencias para hacer su equipaje, informó a su aliviado ayuda de cámara de que volverían a Inglaterra, compró los pasajes en el Princess Amelia, para viajar en una lujosa suite, y se embarcó rumbo a casa.
Tendría que verla, lógicamente; no había manera de escapar de eso. Tendría que mirar esos ojos azules que lo habían acosado sin piedad todo ese tiempo y tratar de ser su amigo. Eso era lo único que ella había deseado durante esos negros días después de la muerte de John, y lo único que él fue totalmente incapaz de hacer por ella.
Pero tal vez ahora, con la ventaja del tiempo y el poder sanador de la distancia, podría lograrlo. No era tan estúpido para esperar que ella hubiera cambiado, que la vería y descubriría que ya no la amaba; eso, estaba absolutamente seguro, no ocurriría jamás. Pero ya se había acostumbrado a oír decir «conde de Kilmartin» sin mirar por encima del hombro en busca de su primo. Y tal vez ahora, en que la aflicción ya no estaba tan en carne viva, podría estar con Francesca como amigo sin sentirse como si fuera un ladrón, maquinando para apoderarse de lo que había deseado tanto tiempo.
Y era de esperar que ella también hubiera cambiado y no le pidiera que asumiera el papel de John en todo menos en una cosa.
De todos modos, le alegraba saber que sería marzo cuando desembarcara en Londres, pues todavía no habría llegado allí Francesca a pasar la temporada.
Él era un hombre valiente; eso lo había demostrado incontables veces en y fuera del campo de batalla. Pero también era sincero, lo bastante para reconocer que la perspectiva de enfrentar a Francesca le aterraba más de lo que nunca le había aterrado ningún campo de batalla francés ni el tigre dientes de sable.
Tal vez, si tenía suerte, ella decidiría no ir a Londres a pasar la temporada.
Vaya si no sería una suerte eso.
Estaba oscuro, Francesca no podía dormir y la casa estaba horrorosamente fría; lo peor de todo era que todo eso era culpa suya.
Ah, bueno, no todo, la oscuridad no. De eso no podía echarse la culpa; la noche es la noche, al fin y al cabo, y sería ridículo pensar que ella tenía algo que ver con la salida y la puesta del sol. Pero sí era culpa suya que el personal no hubiera tenido tiempo de preparar la casa para su llegada. Había olvidado avisar que ese año llegaría a Londres un mes antes de lo habitual. En consecuencia, la casa Kilmartin seguía funcionando con el personal más indispensable, y la provisión de carbón y de velas de cera de abeja estaba peligrosamente mermada.
Todo mejoraría por la mañana, una vez que el ama de llaves y el mayordomo hubieran ido a toda prisa a las tiendas de Bond Street a comprar lo necesario. Pero por el momento, ella estaba tiritando en la cama. Ese día había sido terriblemente gélido, y muy ventoso también, lo que contribuía a hacerlo más frío de lo que era normal a comienzos de marzo. El ama de llaves intentó hacer llevar todo el carbón que quedaba al hogar de su dormitorio, pero, por muy condesa que fuera, no podía permitir que todo el personal se congelara por causa de ella. Además, el dormitorio de la condesa era inmenso y siempre había sido difícil calentarlo bien, a no ser que el resto de la casa estuviera caliente también.
La biblioteca, pensó. Esa era la solución. Era pequeña y acogedora, y si cerraba la puerta, el fuego del hogar la mantendría agradable y caliente. Además, había un sofá, en el que podía acostarse. Era pequeño, pero ella también, y eso sería mejor que morir congelada en su dormitorio.
Tomada la decisión, se bajó de la cama y, corriendo, para no congelarse más aún con el frío aire nocturno, fue a coger la bata que había dejado en el respaldo del sillón. La bata no le abrigaba mucho, no se le había ocurrido que necesitaría algo más grueso, pero era mejor que nada. Además, pensó estoicamente, los mendigos no pueden ser selectivos, sobre todo cuando tienen los dedos de los pies a punto de desprenderse por el frío.