Выбрать главу

Bajó corriendo la escalera, resbalándose por los pulidos peldaños con sus gruesos calcetines de lana; tropezó al llegar a los últimos dos, pero afortunadamente cayó de pie, y echó a correr por la alfombra del corredor hacia la biblioteca.

– Fuego, fuego, fuego -iba repitiendo en voz baja.

Llamaría a alguien tan pronto como entrara en la biblioteca. No tardarían nada en tener un fuego rugiente en el hogar. Recuperaría la sensibilidad en la nariz, las yemas de los dedos dejarían de tener ese asqueroso color azulado y…

Abrió la puerta, y le salió un corto y agudo chillido por los labios. Ya estaba encendido el fuego del hogar, y había un hombre delante, calentándose ociosamente las manos.

Alargó la mano para coger algo, cualquier cosa que pudiera usar como arma.

Y entonces él se giró.

– ¿Michael?

No sabía que ella estaría en Londres. Condenación, ni siquiera se le había ocurrido pensar que podría estar. Saberlo no habría cambiado nada, pero por lo menos habría estado preparado; podría haber controlado la expresión, esbozando una sonrisa triste, por ejemplo, o, como mínimo, habría procurado estar impecablemente vestido e inmerso en su papel de libertino incorregible.

Pero no, estaba ahí boquiabierto, tratando de no fijarse en que ella sólo llevaba encima un camisón y una bata color carmesí oscuro, tan delgados y translúcidos que se le veía el contorno de…

Tragó saliva. No mires, no mires.

– ¿Michael? -repitió ella.

– Francesca -dijo, puesto que tenía que decir algo-. ¿Qué haces aquí?

Eso pareció activarle a ella los pensamientos y el movimiento.

– ¿Qué hago aquí? -repitió-. No soy yo la que tendría que estar en la India. ¿Qué haces tú aquí?

Él se encogió de hombros, despreocupadamente.

– Pensé que era hora de volver a casa.

– ¿No podías haber escrito?

– ¿A ti? -preguntó él, arqueando una ceja.

Eso era y pretendía ser un golpe directo. Ella no le había escrito ni una sola letra durante su ausencia. Él le había enviado tres cartas, pero cuando se le hizo evidente que ella no tenía la menor intención de contestarle, había dirigido toda su correspondencia a su madre y a la madre de John.

– A cualquiera -contestó ella-. Alguien habría estado aquí para recibirte.

– Estás tú.

Ella lo miró enfurruñada.

– Si hubiéramos sabido que venías, te habríamos preparado la casa.

Él volvió a encogerse de hombros. Ese movimiento parecía encarnar la imagen que tan angustiosamente deseaba dar.

– Está bastante preparada.

Ella se cruzó de brazos, por el frío, dejando bloqueada la vista de sus pechos, lo cual, tuvo que reconocer él, era probablemente mejor.

– Bueno, podrías haber escrito -dijo ella entonces, y su voz pareció quedar suspendida en el aire nocturno-. Eso habría sido lo cortés.

– Francesca -dijo él, girándose un poco para poder continuar frotándose las manos cerca del fuego-, ¿tienes una idea de lo que tarda la correspondencia entre la India y Londres?

– Cinco meses -contestó ella al instante-. Cuatro, si los vientos son favorables.

Condenación, tenía razón.

– Puede que sea así -dijo entonces, displicente-, pero cuando decidí volver ya era tarde para enviar el aviso. La carta habría viajado en el mismo barco en que vine yo.

– ¿Sí? Creía que los barcos de pasajeros navegaban más lentos que los que traen el correo.

Él exhaló un suspiro y la miró por encima del hombro.

– Todos traen correo. Además, ¿tiene alguna importancia eso?

Por un momento pensó que ella iba a contestar que sí, pero entonces dijo en voz baja:

– No, claro que no. Lo importante es que estás en casa. Tu madre va a estar fascinada.

Él le dio la espalda para que no viera su sonrisa sin humor.

– Sí, claro -musitó.

– Y yo -se interrumpió para aclararse la garganta-, estoy encantada por tenerte de vuelta.

Daba la impresión de que quería convencerse a sí misma de eso, pero él decidió hacer el papel de caballero por una vez y no comentárselo.

– ¿Tienes frío? -le preguntó.

– No mucho.

– Me parece que mientes.

– Sólo un poco.

Él se movió hacia un lado para dejarle espacio más cerca del fuego. Al no sentirla acercarse, hizo un gesto con la mano indicándole el espacio desocupado.

– Debería volver a mi habitación -dijo ella.

– Por el amor de Dios, Francesca, si tienes frío, acércate al fuego. No te voy a morder.

Ella apretó los dientes y fue a ponerse a su lado, pero lo más alejada posible, dejando una buena distancia entre ellos.

– Te ves bien.

– Como tú.

– Ha sido mucho tiempo.

– Sí, cuatro años, creo.

Francesca tragó saliva, deseando que eso no fuera tan difícil. Era Michael, por el amor de Dios, no tendría por qué ser difícil. Sí, se separaron de mala manera, pero eso había sido en esos días negros que siguieron a la muerte de John. Todos estaban sufriendo entonces, como animales heridos, dando coces a cualquiera que se les pusiera en el camino. Ahora tenía que ser diferente. Dios sabía con cuánta frecuencia había pensado en el momento del reencuentro. Michael no podría seguir lejos indefinidamente, todos lo sabían. Y cuando se le pasó la rabia, había esperado que cuando él volviera fueran capaces de olvidar todas las cosas desagradables ocurridas entre ellos.

Y volverían a ser amigos. Ella necesitaba esa amistad, más de lo que se había imaginado.

– ¿Tienes algún plan? -le preguntó, principalmente porque encontraba horrible el silencio.

– Por ahora, en lo único que puedo pensar es en calentarme -masculló él.

Ella sonrió, a su pesar.

– Hace un frío excepcional para esta época del año.

– Había olvidado el maldito frío que puede hacer aquí -gruñó él, frotándose enérgicamente las manos.

– Uno pensaría que no te abandonaría nunca el recuerdo de los inviernos en Escocia -musitó ella.

Entonces él se giró hacia ella, con una sonrisa sesgada jugueteando en sus labios. Había cambiado, comprendió ella. Ah, había diferencias visibles, esas que todo el mundo vería. Estaba bronceado, escandalosamente bronceado, y en su pelo, siempre negro medianoche, ahora se veían unos cuantos hilos de plata.

Pero había más. La expresión de su boca era distinta; le notaba los labios más rígidos, si eso tenía algún sentido, y al parecer había desaparecido esa elegancia desmadejada. Antes siempre se veía tan a gusto, tan cómodo en su piel, pero ahora estaba… tenso.

Tirante.

– Eso creerías tú -dijo él, y ella lo miró sin entender, porque había olvidado a qué le contestaba, hasta que añadió-: He vuelto a casa porque ya no soportaba el calor, y ahora que estoy aquí, estoy a punto de perecer de frío.

– No tardará en llegar la primavera.

– Ah, sí, la primavera. Con sus vientos simplemente gélidos, que no los helados de invierno.

Ella se rio, ridículamente complacida por tener algo de qué reírse en su presencia.

– La casa estará mejor mañana -dijo-. Yo he llegado esta noche y, como tú, olvidé avisar de mi llegada. La señora Parrish me ha asegurado que la casa estará bien provista mañana.

Él asintió y se dio media vuelta para calentarse la espalda.

– ¿Qué haces aquí?

– ¿Yo?

Él indicó con un gesto la sala vacía, como para hacerle comprender.

– Vivo aquí -dijo ella.

– Normalmente no vienes hasta abril.

– ¿Cómo lo sabes?

Por un momento él pareció casi azorado.