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– Las cartas de mi madre son extraordinariamente detalladas -explicó.

Ella se encogió de hombros y se acercó un poco más al fuego. No debería ponerse muy cerca de él, pero porras, todavía tenía bastante frío, y la delgada bata la protegía muy poco.

– ¿Es una respuesta eso? -preguntó él arrastrando la voz.

– Simplemente me apeteció -contestó ella, insolente-. ¿No es eso la prerrogativa de una dama?

Él volvió a girarse, tal vez para calentarse el costado, y quedó de cara a ella.

Y terriblemente cerca.

Ella se apartó, apenas un poquito; no quería que él se diera cuenta de que su cercanía le hacía sentirse incómoda. Tampoco quería reconocer eso para sí misma.

– Creía que la prerrogativa de una dama era cambiar de opinión.

– Es prerrogativa de una dama hacer lo que sea que desee -dijo ella altivamente.

– Tocado -musitó él. Volvió a mirarla, esta vez más atentamente-. No has cambiado.

Ella lo miró casi boquiabierta.

– ¿Cómo puedes decir eso?

– Porque estás exactamente como te recordaba. -Y entonces hizo un gesto pícaro hacia su revelador conjunto de cama-. Aparte de tu atuendo, claro.

Ella ahogó una exclamación y retrocedió, rodeándose más fuerte con los brazos.

Eso ha sido una broma de mal gusto, se dijo él, pero se sentía satisfecho consigo mismo por haberla ofendido. Necesitaba que ella retrocediera, se pusiera fuera de su alcance. Ella tendría que poner los límites.

Porque él no sabía si sería capaz de hacer esa tarea.

Le mintió cuando le dijo que no había cambiado. Veía algo diferente en ella, algo totalmente inesperado.

Algo que lo estremecía hasta el fondo del alma.

Era una especie de nimbo que la rodeaba; todo estaba en su cabeza, en realidad, pero no por eso era menos aniquilador. Notaba en ella un aire de disponibilidad, un horroroso y torturante conocimiento de que John estaba muerto, muerto de verdad, y que lo único que le impedía alargar la mano y acariciarla era su conciencia.

Era casi divertido.

Casi.

Y ahí estaba ella, sin tener idea, totalmente inconsciente de que el hombre que estaba a su lado no deseaba otra cosa que despojarla de esas prendas de seda y tumbarla ahí mismo, delante del hogar.

Deseaba separarle los muslos, enterrarse en ella y…

Se rio tristemente. Al parecer, cuatro años no le habían servido de nada para enfriar ese inapropiado ardor.

– ¿Michael?

Él la miró.

– ¿Qué es tan divertido?

Su pregunta; eso era lo divertido.

– No lo entenderías.

– Ponme a prueba.

– Ah, creo que no.

– Michael -insistió ella.

Él la miró y le dijo con intencionada frialdad:

– Francesca, hay cosas que no entenderás nunca.

Ella entreabrió los labios y pareció como si la hubieran golpeado.

Y él se sintió muy mal, como si la hubiera golpeado.

– Qué terrible decir eso -musitó ella.

Él se encogió de hombros.

– Has cambiado -añadió ella.

Lo más doloroso era que no había cambiado. No había cambiado de ninguna de las maneras que le habrían hecho más fácil soportar su vida. Exhaló un suspiro, odiándose porque no podría soportar que ella lo odiara.

– Perdóname -dijo, pasándose la mano por el pelo-. Estoy cansado, tengo frío, y soy un imbécil.

Ella sonrió al oír eso y por un momento retrocedieron en el tiempo.

– No pasa nada -dijo ella amablemente, tocándole el brazo-. Has hecho un largo viaje.

Él retuvo el aliento. Ella siempre solía hacer eso: tocarle amistosamente el brazo. Nunca en público, por supuesto, y rara vez cuando estaban solos. John habría estado ahí; siempre estaba ahí. Y siempre, siempre, lo había estremecido hasta el alma.

Pero nunca tanto como en ese momento.

– Necesito acostarme -dijo.

Normalmente era un maestro en ocultar su desasosiego, pero esa noche no había estado preparado para verla, y además, estaba terriblemente cansado.

Ella retiró la mano.

– No habrá una habitación preparada para ti. Deberías dormir en la mía. Yo dormiré aquí.

– No -dijo él, con más energía de la que habría querido-. Yo dormiré aquí, o… ¡condenación! -masculló.

En tres pasos atravesó la sala y tiró del cordón para llamar. ¿De qué le servía ser el maldito conde de Kilmartin si no podía tener un dormitorio preparado a cualquier hora de la noche?

Además, tirar del cordón para llamar significaba que pasados unos minutos llegaría un criado, y eso significaba que ya no estaría ahí solo con Francesca.

Y no era que nunca hubieran estado solos antes, pero nunca había sido por la noche y estando ella con su bata y…

Volvió a tirar del cordón.

– Michael -dijo ella entonces, en un tono casi divertido-. Estoy segura de que te han oído la primera vez.

– Sí, bueno, ha sido un día muy largo. Con tormenta en el Canal y todo eso.

– Pronto tendrás que contarme tus viajes -dijo ella amablemente.

Él la miró, arqueando una ceja.

– Te los habría contado por carta.

Ella estuvo un momento con los labios fruncidos. Esa era una expresión que él le había visto infinidad de veces. Estaba eligiendo las palabras, decidiendo si pincharlo o no con un dardo de su legendario ingenio.

Al parecer decidió no hacerlo, porque dijo:

– Estaba bastante enfadada contigo, por marcharte.

Él retuvo el aliento. Qué típico de Francesca elegir la sinceridad sobre una réplica hiriente.

– Lo siento -dijo, y lo decía en serio.

De todos modos no habría cambiado nada. Se marchó porque lo necesitaba. Tuvo que marcharse. Tal vez eso daba a entender que era un cobarde o poco hombre. Pero no estaba preparado para ser el conde. No era John; no podía ser John. Y eso era lo único que esperaban todos que fuera.

Incluso Francesca, a su indecisa manera.

La contempló. Estaba totalmente seguro de que ella no entendía por qué se había marchado. Tal vez creía que lo entendía, pero ¿cómo iba a entenderlo? No sabía que él la amaba; de ninguna manera podía entender lo tremendamente culpable que se sentía él por asumir los papeles que configuraban la vida de John.

Pero nada de eso era culpa suya. Y mientras la miraba, frágil y orgullosa mirando el fuego, lo repitió:

– Lo siento.

Ella aceptó su disculpa con un ligerísimo gesto de asentimiento.

– Debería haberte escrito -dijo, y entonces se volvió a mirarlo, con una expresión de pena en los ojos, y tal vez de pedir disculpas también-. Pero la verdad es que no me sentía con ánimo. Pensar en ti me hacía pensar en John, y supongo que por entonces necesitaba no pensar mucho en él.

Michael no lo entendió, y ni siquiera lo intentó, pero asintió de todos modos.

Ella sonrió tristemente.

– Qué bien lo pasábamos los tres, ¿verdad?

Él volvió a asentir.

– Lo echo de menos -dijo, y le sorprendió la agradable sensación que le produjo expresar eso.

– Siempre me imaginaba que sería fabuloso cuando tú te casaras finalmente -continuó ella-. Habrías elegido a una mujer inteligente, ingeniosa y entretenida, seguro. Lo habríamos pasado en grande los cuatro.

Michael tosió; le pareció que era lo mejor que podía hacer. Ella levantó la vista, despertada de su ensoñación.

– ¿Es que has cogido un catarro?

– Es probable. El sábado estaré en las puertas de la muerte, sin duda.

Ella arqueo una ceja.

– Supongo que no esperarás que yo te cuide.

Eso era justamente la oportunidad que él necesitaba para desviar la conversación a un tema que le resultara más cómodo.

– No es necesario -dijo, haciendo un gesto con la mano, como para descartar esa posibilidad-. No necesitaré más de tres días para atraer a una bandada de mujeres de reputación dudosa para que atiendan a todas mis necesidades.

Ella frunció ligeramente los labios, pero era evidente que eso le divertía.