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– El mismo de siempre, veo.

Él esbozó su sonrisa sesgada.

– Nadie cambia realmente, Francesca.

Ella ladeó la cabeza, haciendo un gesto hacia el corredor, del que llegaban los sonidos de pasos rápidos de alguien caminando en dirección a ellos.

Llegó el lacayo y Francesca asumió el mando, encargándose de darle las órdenes pertinentes, mientras él continuaba junto al hogar sin hacer otra cosa que calentarse las manos y asentir, en actitud vagamente imperiosa, manifestando su acuerdo.

– Buenas noches, Michael -dijo ella cuando el criado ya se alejaba a cumplir las órdenes.

– Buenas noches, Francesca -contestó él dulcemente.

– Cuánto me alegra volverte a ver -dijo ella, entonces, y luego añadió, como si necesitara convencer de eso a uno de los dos, aunque él no supo a quién-: De verdad.

Capítulo 6

… Lamento no haber escrito. No, eso no es cierto, no lo lamento. No deseo escribir. No deseo pensar en…

De una carta que intentó escribir la condesa de Kilmartin

al nuevo conde de Kilmartin, hecha pedazos

y luego bañada con lágrimas.

Cuando Michael se levantó a la mañana siguiente, la casa Kilmartin ya estaba bien provista y funcionando como corresponde a la casa de un conde. Estaba encendido el fuego en todos los hogares, y en el comedor informal habían dispuesto un espléndido desayuno: huevos revueltos, jamón, beicon, salchichas, tostadas con mantequilla y mermelada, y su plato favorito, caballa hervida.

Sin embargo, Francesca no se veía por ninguna parte.

Cuando preguntó por ella al mayordomo, este le entregó un papel doblado que ella había dejado para él a primera hora de esa mañana. En la nota le decía que pensaba que darían pie a habladurías si vivían juntos y solos en la casa Kilmartin, por lo que se había mudado a la casa de su madre, en Bruton Street, número 5, hasta que llegara de Escocia Janet o Helen. Pero lo invitaba a visitarla ese día, pues estaba segura de que tenían mucho de qué hablar.

Michael encontró que tenía toda la razón, de modo que tan pronto como terminó de desayunar (descubriendo, con gran sorpresa, que echaba de menos los yogures y las típicas crepes dosa de su desayuno indio), salió a la calle para dirigirse a la casa Número 5, como la llamaban todos.

Decidió ir a pie; la casa no quedaba muy lejos, y el aire estaba bastante más templado sin los gélidos vientos del día anterior. Pero más que nada deseaba contemplar las vistas de la ciudad y recordar los ritmos de Londres. Nunca antes había tomado conciencia de los peculiares olores y sonidos de la capital, nunca había prestado atención a la mezcla del clop-clop de los cascos de los caballos con los festivos reclamos de las floristas y el murmullo más grave de las voces cultas. Sentía también el sonido de sus pisadas sobre la acera, el aroma de las avellanas y almendras tostadas y la vaga sensación del peso del hollín en el aire, todo combinado para hacer ese algo único que era Londres.

Se sentía casi abrumado, y eso lo encontraba raro, porque recordaba haberse sentido exactamente igual cuando desembarcó en la India hacía cuatro años. Allí, el aire húmedo, impregnado de los aromas de las especias y las flores, le había impresionado todos los sentidos. Lo había sentido casi como un asalto a sus sentidos, que lo adormecía y desorientaba. Y si bien su reacción a Londres no era en absoluto tan espectacular, de todos modos se sentía un extraño, un forastero, con todos sus sentidos atacados por olores y sonidos que no deberían resultarle tan desconocidos.

¿Se había convertido en extranjero en su propio país? Esa conclusión era casi estrafalaria; sin embargo, caminando por las atiborradas calles del sector comercial más elegante de Londres, no podía evitar pensar que destacaba, que cualquier persona que lo mirara sabría al instante que era diferente, que estaba fuera de lugar, ajeno a la vida y existencia británica.

O también podría ser, concedió, al mirar su reflejo en un escaparate, el bronceado.

El color tostado de su piel tardaría semanas en desaparecer, o tal vez meses.

Su madre se escandalizaría cuando lo viera.

Sonrió. Le gustaba bastante escandalizar a su madre. Nunca se había hecho tan adulto como para que eso dejara de divertirlo.

Dobló la esquina en Bruton Street y fue dejando atrás las pocas casas hasta llegar al número 5. Había estado allí antes, por supuesto. La madre de Francesca siempre definía la palabra «familia» de la manera más amplia posible, de modo que a él siempre lo invitaban, junto con John y Francesca, a todas las fiestas y acontecimientos de la familia Bridgerton.

Cuando llegó, lady Bridgerton ya estaba en el salón verde y crema, tomando una taza de té sentada ante su escritorio junto a la ventana.

– ¡Michael! -exclamó, con evidente afecto, levantándose-. ¡Qué alegría verte!

– Lady Bridgerton -saludó él, cogiéndole la mano e inclinándose a besarle galantemente el dorso.

– Nadie hace eso como tú -dijo ella, aprobadora.

– Uno tiene que cultivar sus mejores mañas.

– Y no te puedes imaginar cuánto agradecemos que lo hagas las señoras de cierta edad.

Él esbozó su sonrisa picara, diabólica.

– ¿Y una cierta edad es… treinta y uno?

Lady Bridgerton era el tipo de mujer a la que la edad hace más hermosa, y la sonrisa que le dirigió fue francamente radiante.

– Siempre eres bienvenido en esta casa, Michael Stirling.

Él sonrió y se sentó en el sillón de respaldo alto que ella le indicó.

– Ay, Dios -dijo ella, frunciendo el ceño-. Debo pedir disculpas. Supongo que ahora debo llamarte Kilmartin.

– Michael va muy bien.

– Sé que ya han pasado cuatro años -continuó ella-, pero como no te había visto…

– Puede llamarme como quiera -dijo él afablemente.

Era curioso. Ya se había acostumbrado, por fin, a que lo llamaran Kilmartin; se había adaptado a que su título reemplazara a su apellido. Pero eso era en la India, donde nadie lo había conocido antes como el simple señor Stirling, y tal vez, más importante aún, nadie había conocido a John como el conde. Oír su título en boca de Violet Bridgerton le resultaba bastante desconcertante, sobre todo porque ella, como era la costumbre de muchas suegras, normalmente hablaba de John como de su hijo.

Pero si ella percibió su incomodidad interior, no lo demostró con ningún gesto.

– Si vas a ser tan acomodadizo -dijo-, yo debo serlo también. Llámame Violet, por favor. Ya es hora.

– Ah, no podría -se apresuró a decir él.

Y lo decía en serio. Ella era lady Bridgerton. Era… Bueno, no sabía qué era, pero de ninguna manera podría ser «Violet» para él.

– Insisto, Michael, y seguro que ya sabes que normalmente me salgo con la mía.

Él no vio manera de ganar en esa discusión, de modo que simplemente suspiró y dijo:

– No sé si sería correcto besarle la mano a una Violet. Sería escandalosamente íntimo, ¿no le parece?

– No te atrevas a dejar de hacerlo.

– Habría habladurías.

– Creo que mi reputación puede soportar eso.

– Ah, pero ¿puede la mía?

Ella se echó a reír.

– Eres un pícaro.

– Merecido me lo tengo -dijo él, reclinándose en el respaldo.

– ¿Te apetecería un té? -ofreció ella, apuntando hacia la delicada tetera de porcelana que estaba sobre su escritorio al otro lado del salón-. El mío ya se ha enfriado, pero me hará feliz llamar para que traigan más.

– Me encantaría.

– Supongo que ahora serás muy exigente con el té, después de tantos años en la India -dijo ella, levantándose para ir a tirar del cordón.

Él se apresuró a levantarse también.

– No es lo mismo -dijo-. No sabría explicarlo, pero nada sabe igual al té en Inglaterra.

– ¿Crees que será la calidad del agua?

Él sonrió disimuladamente.