– La calidad de la mujer que lo sirve.
Ella se rio.
– Tú, milord, necesitas una esposa. Inmediatamente.
– ¿Ah, sí? ¿Y eso por qué?
– Porque en tu actual estado eres claramente un peligro para las mujeres solteras de todas partes.
Él no pudo resistirse a una última galantería picara.
– Espero que te incluyas entre esas mujeres solteras, Violet.
– ¿Estás coqueteando con mi madre? -dijo una voz desde la puerta.
Era Francesca, por supuesto, impecablemente ataviada con un vestido de mañana color lavanda, adornado con una franja bastante intrincada de encaje de Bruselas. Daba la impresión de estar esforzándose en ser severa con él.
Y no lo conseguía del todo.
Mientras observaba a las dos damas tomar sus asientos, se tomó el tiempo para curvar los labios en una sonrisa enigmática.
– He viajado por el mundo, Francesca, y puedo decir, sin la menor duda, que hay pocas mujeres a las que preferiría a tu madre para coquetear.
– Ahora mismo te invito a cenar esta noche -declaró Violet-, y no aceptaré un no.
Michael se rio.
– Será un honor.
– Eres incorregible -masculló Francesca, sentada enfrente de él.
Él se limitó a dirigirle su sonrisa despreocupada. Todo iba bien, pensó. La mañana estaba transcurriendo exactamente como había deseado y esperado: él y Francesca reasumiendo sus papeles y costumbres. Él volvía a ser el temerario encantador y ella simulaba que lo regañaba, y todo era tal como había sido antes de que muriera John.
Esa noche se había dejado vencer por la sorpresa. No había esperado verla. Y no fue capaz de colocar firmemente en su lugar su persona pública.
Y no todo era pura representación por su parte. Siempre había sido un poco temerario, y probablemente era un seductor incorregible. A su madre le encantaba decir que hechizaba a las damas desde que tenía cuatro años.
Solamente cuando estaba con Francesca era absolutamente importante que ese aspecto de su personalidad ocupara el primer plano, estuviera en la superficie, para que ella nunca sospechara lo que había debajo.
– ¿Qué planes tienes ahora que has vuelto? -le preguntó Violet.
Michael se volvió hacia ella con su muy bien lograda expresión impasible.
– En realidad no lo sé -contestó, avergonzado por tener que reconocer para sí mismo que eso era cierto-. Me imagino que me tomaré un tiempo para comprender qué se espera exactamente de mí en mi nuevo papel.
– Estoy segura de que Francesca puede ayudarte en ese aspecto -dijo Violet.
– Sólo si lo desea -dijo él tranquilamente.
– Claro que sí -exclamó Francesca, girándose ligeramente al sentir entrar a una criada con la bandeja con el té-. Te ayudaré en todo lo que necesites.
– Lo han preparado bastante rápido -comentó Michael.
– Estoy loca por el té -explicó Violet-. Lo bebo todo el día. En la cocina siempre tienen el agua a punto.
– ¿Vas a querer una taza, Michael? -preguntó Francesca, que se había hecho cargo de servir.
– Sí, gracias.
– Nadie conoce Kilmartin como Francesca -continuó Violet, con todo el orgullo de madre-. Te será muy valiosa.
– No me cabe duda de que tiene toda la razón -dijo Michael, cogiendo la taza que le pasaba Francesca. Recordaba cómo lo tomaba, observó: con leche y sin azúcar. Se sintió inmensamente complacido por eso-. Ha sido la condesa durante seis años, y durante cuatro ha tenido que ser el conde también. -Al ver la sorprendida mirada de Francesca, añadió-: En todo a excepción del título. Ah, vamos, Francesca, tienes que darte cuenta de que eso es cierto.
– Esto…
– Y de que es un cumplido -añadió él-. Mi deuda contigo es mucho mayor de lo que podría pagar. No podría haber estado tanto tiempo ausente si no hubiera sabido que el condado estaba en manos tan capaces.
Francesca se ruborizó, y eso le sorprendió. En todos los años que la conocía, podía contar con los dedos de una mano las veces que había visto sus mejillas sonrojadas.
– Gracias -dijo ella-. No ha sido muy difícil, te lo aseguro.
– Tal vez, pero se agradece de todos modos.
Dicho eso se llevó la taza a los labios, permitiendo así que las damas dirigieran la conversación a partir de ese momento.
Y eso hicieron. Violet le hizo preguntas acerca de su estancia en la India, y antes de darse cuenta les estaba hablando de palacios, princesas, caravanas y platos con curry. Decidió dejar de lado a los merodeadores y a la malaria, considerando que esos no eran temas de conversación apropiados para un salón.
Pasado un rato cayó en la cuenta de que estaba disfrutando inmensamente. Tal vez había tomado la decisión correcta al volver, reflexionó, durante el momento en que Violet explicaba algo sobre un baile con tema indio al que había asistido el año anterior.
Realmente podría ser muy agradable estar de vuelta en casa.
Una hora después, Francesca se encontraba caminando por Hyde Park cogida del brazo de Michael. Había aparecido el sol por entre las nubes y cuando ella declaró que no podía resistirse al buen tiempo, Michael no tuvo más remedio que ofrecerse a acompañarla a dar un paseo.
– Es como en los viejos tiempos -comentó, poniendo la cara hacia el sol.
Posiblemente acabaría con un horrible bronceado o, como mínimo, con pecas, pero de todos modos su cara siempre parecería porcelana blanca al lado de la de Michael, cuya piel lo señalaba inmediatamente como un recién retornado del trópico.
– ¿Caminar, quieres decir? -preguntó él-. ¿O te refieres a tu experta manipulación para que te acompañara?
– A las dos cosas, por supuesto -dijo ella, tratando de mantener la cara seria-. Solías sacarme a pasear muchísimo. Siempre que John estaba ocupado.
– Cierto.
Continuaron caminando en silencio un rato y de pronto él dijo:
– Me sorprendí esta mañana al descubrir que te habías marchado.
– Espero que comprendas por qué tenía que marcharme. No lo deseaba, por supuesto. Volver a la casa de mi madre me hace sentir como si hubiera retrocedido a la infancia. -Frunció los labios, fastidiada-. La adoro, por supuesto, pero me he acostumbrado a tener y llevar mi propia casa.
– ¿Quieres que yo me vaya a vivir en otra casa?
– Noo, no, de ninguna manera -se apresuró a decir ella-. Tú eres el conde. La casa Kilmartin te pertenece a ti. Además, Helen y Janet iban a venir una semana después que yo; no tardarán en llegar. Y entonces podré volver a la casa.
– Ánimo, Francesca, estoy seguro de que lo soportarás.
Ella lo miró de reojo.
– Esto no es algo que puedas comprender, ni que pueda comprender ningún hombre, por cierto, pero prefiero mi situación de mujer casada a la de debutante. Cuando estoy en la Número Cinco, con Eloise y Hyacinth, que viven ahí, me siento como si estuviera nuevamente en mi primera temporada, atada por todas las reglas y reglamentos de etiqueta que la acompañan.
– No todas -observó él-. Si eso fuera así, no se te permitiría estar paseando conmigo en estos momentos.
– Cierto -concedió ella-. En especial contigo, me imagino.
– ¿Y qué debo entender con eso?
Ella se rio.
– Ah, vamos, Michael. ¿De veras crees que te ibas a encontrar tu reputación blanqueada simplemente porque has estado cuatro años fuera del país?
– Francesca…
– Eres una leyenda.
Él pareció horrorizado.
– Es cierto -dijo ella, extrañada de que él se sorprendiera tanto-. Buen Dios, las mujeres siguen hablando de ti.
– No a ti, espero -masculló a él.
– A mí más que a nadie. -Sonrió traviesa-. Todas quieren saber cuándo piensas volver. Y seguro que será peor cuando se propague la noticia de que has vuelto. Debo decir que es un papel bastante extraño el mío, ser la confidente del libertino más notorio de Londres.
– Confidente, ¿eh?