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– ¿De qué otra manera lo llamarías?

– No, no, confidente es una palabra perfectamente adecuada. Lo que pasa es que si crees que yo te lo he confiado todo…

Francesca lo miró fastidiada. Eso era lo típico de éclass="underline" dejar las frases sin terminar, a posta, dejándole la imaginación ardiendo de preguntas.

– Colijo entonces -musitó-, que no nos contaste todo lo que hacías en la India.

Él se limitó a sonreír, con esa sonrisa diabólica.

– Muy bien. Permíteme entonces que pase a un tema de conversación más respetable. ¿Qué piensas hacer ahora que has vuelto? ¿Vas a ocupar tu escaño en el Parlamento?

Dio la impresión de que él no había considerado eso.

– Eso es lo que habría deseado John -añadió ella, a sabiendas de que era una manipulación diabólica.

Michael la miró algo enfurruñado, y sus ojos le dijeron que no le gustaban sus tácticas.

– Tendrás que casarte también -continuó.

– ¿Y tú piensas hacer el papel de casamentera? -preguntó él, malhumorado.

– Si quieres -repuso ella, encogiéndose de hombros-. Seguro que no podría hacer el trabajo peor que tú.

– Buen Dios -gruñó él-. Sólo llevo un día aquí. ¿Tenemos que hablar de esto ahora?

– Noo, claro que no. Pero ha de ser pronto. No te estás haciendo más joven.

Él la miró horrorizado.

– No logro imaginarme permitiendo que alguien me hable de esa manera.

– No olvides a tu madre -replicó ella, sonriendo satisfecha.

– Tú no eres mi madre -dijo él, en un tono tal vez demasiado enérgico.

– Gracias al cielo. Ya habría muerto de paro cardiaco hace años. No sé cómo lo soporta ella.

Él se detuvo.

– No soy tan malo.

Ella se encogió delicadamente de hombros.

– ¿No?

Y él se quedó sin habla. Absolutamente mudo. Esa conversación la habían tenido infinitas veces, pero en ese momento había algo diferente. Notaba un filo en el tono de su voz, una especie de intención de pincharlo con sus palabras que no existía antes.

O tal vez simplemente nunca lo había notado.

– Vamos, no te horrorices tanto, Michael -dijo ella, pasando el brazo por delante y dándole unas palmaditas en el brazo-. Es cierto que tienes una reputación terrible, pero eres infinitamente encantador, así que siempre se te perdona.

¿Así era como lo veía ella?, pensó él. ¿Y por qué lo sorprendía eso? Esa era justamente la imagen que había intentado crearse.

– Y ahora que eres el conde -continuó ella-, las mamás se van a tropezar entre ellas para lograr casarte con sus preciosas hijas.

– Tengo miedo -dijo él en voz baja-. Mucho miedo.

– Y bien que debes -dijo ella, sin la más mínima compasión-. A mí me van a volver loca pidiéndome información, te lo aseguro. Tienes la suerte de que esta mañana he encontrado un momento para hablar en privado con mi madre y le he hecho prometer que no pondría a Eloise ni a Hyacinth en tu camino. Porque lo haría también -añadió, visiblemente encantada con la conversación.

– Creo recordar que a ti te gustaba poner a tus hermanas en mi camino.

Ella frunció ligeramente los labios.

– Eso fue hace años -repuso, agitando las manos como si quisiera echar a volar sus palabras al viento-. Ahora no funcionaría.

Él nunca había sentido ningún deseo de cortejar a sus hermanas, pero no pudo dejar pasar la oportunidad de darle un pequeño pinchazo verbal también.

– ¿Para Eloise o para Hyacinth? -preguntó.

– Para ninguna de las dos -contestó ella, tan irritada que lo hizo sonreír-. Pero yo te encontraré a alguien, así que no te preocupes.

– ¿Estaba preocupado?

– Creo que te presentaré a la amiga de Eloise, Penelope -continuó ella, como si él no hubiera hablado.

– ¿ La señorita Featherington? -preguntó él, recordando vagamente a una chica ligeramente regordeta que no hablaba jamás.

– Es amiga mía también, por supuesto -añadió Francesca-. Creo que podría gustarte.

– ¿Ha aprendido a hablar?

Ella lo miró indignada.

– Pasaré por alto ese comentario. Penelope es una dama encantadora y muy inteligente, una vez que supera su timidez inicial.

– ¿Y cuánto tiempo le lleva eso? -masculló él.

– Creo que te equilibraría muy bien -declaró ella.

– Francesca, no vas a hacer de casamentera para mí -dijo él, en tono algo rotundo-. ¿Entendido?

– Bueno, alguien…

– Y no digas que alguien tiene que hacerlo -interrumpió él.

Sí, pensó, Francesca era un libro abierto, igual que lo había sido hacía años. Siempre había deseado controlar su vida.

– Michael -murmuró ella, en una especie de suspiro que expresaba más sufrimiento del que tenía derecho a sentir.

– Acabo de volver. Sólo he estado un día en la ciudad -dijo él-. Un día. Estoy cansado, y por mucho que haya salido el sol, sigo sintiendo el maldito frío, y ni siquiera han sacado mis cosas de mis baúles. Dame por lo menos una semana antes de empezar a planear mi boda.

– ¿Una semana, entonces? -preguntó ella, astutamente.

– Francesca -dijo él, en tono de advertencia.

– Muy bien -dijo ella, descartando la advertencia-. Pero no vengas después a decirme que no te lo advertí. Cuando aparezcas en sociedad y las jovencitas con sus madres te arrinconen, lanzadas al ataque…

Él se estremeció al imaginárselo, y sabía que era probable que ella tuviera razón.

– … vendrás a suplicarme que te ayude -terminó ella, mirándolo con una expresión fastidiosamente satisfecha.

– Eso seguro -dijo él, mirándola con una sonrisa paternalista que sabía que ella detestaba-. Y cuando ocurra eso, te prometo que estaré debidamente prostrado por el arrepentimiento, contrición, vergüenza y cualquiera otra emoción que quieras atribuirme.

Entonces ella se echó a reír, lo que le calentó el corazón más de lo que debería. Siempre lograba hacerla reír.

Ella se volvió hacia él, le sonrió y le dio una palmadita en el brazo.

– Me alegra que hayas vuelto.

– Es agradable estar de vuelta -dijo él.

Y aunque esas palabras le salieron automáticamente, comprendió que las decía en serio. Era agradable estar otra vez allí. Difícil, pero agradable. Aunque ni siquiera valía la pena quejarse de lo difícil que era; de ninguna manera podía decir que eso fuera algo a lo que no estaba acostumbrado.

– Debería haber traído pan para los pajaritos -musitó ella.

– ¿En el Serpentine? -preguntó él, sorprendido.

Había paseado muchas veces con Francesca por Hyde Park, y siempre trataban de evitar las orillas del Serpentine como a la peste. Siempre había allí muchas niñeras y niños, chillando como salvajes (muchas veces las niñeras gritaban más que los niños), y él tenía por lo menos un conocido que una vez recibió el golpe de una barra de pan en la cabeza.

Al parecer nadie le había dicho al pequeño aspirante a jugador de cricket que debía partir la barra de pan en trozos más manejables, y menos peligrosos.

– Me encanta tirarles pan a los pájaros -dijo Francesca, algo a la defensiva-. Además, hoy no hay demasiados niños. Todavía hace un poco de frío.

– Eso nunca nos acobardó a John ni a mí -comentó él, bravamente.

– Sí, bueno, eres escocés -replicó ella-. Tu sangre circula bastante bien medio congelada.

Él sonrió de oreja a oreja.

– Somos gente fuerte los escoceses.

Eso tenía mucho de broma. Con tanta mezcla por matrimonios, la familia era tan inglesa como escocesa, e incluso tal vez más inglesa, pero puesto que Kilmartin estaba firmemente situado en Escocia entre los condados del margen occidental, los Stirling se aferraban a su legado escocés como a una insignia de honor.

Encontraron un banco no muy alejado del Serpentine y se sentaron a contemplar ociosamente los patos en el agua.

– Cualquiera diría que podrían buscarse un lugar más cálido- comentó Michael-. En Francia, tal vez.