Michael esbozó una sonrisa excelentemente fingida y levantó su vaso de whisky.
– Simplemente que tenía sed -dijo, manteniendo la imagen perfecta del vividor.
Estaban en la casa Kilmartin de Londres, que no en Kilmartin a secas (ni casa ni castillo) de Escocia, donde él y su primo se criaron, ni en la otra casa Kilmartin de Edimburgo. Por lo visto, no había ningún alma creativa entre sus antepasados, pensaba muchas veces; también había una casita de campo Kilmartin (si se puede llamar casita de campo a una mansión de 22 habitaciones), la mansión llamada Abadía Kilmartin y, lógicamente, la casa solariega Kilmartin. No sabía por qué nunca se le ocurrió a nadie poner su apellido a alguna de las residencias; «casa Stirling» tenía un sonido bastante respetable, en su opinión. Sólo podía suponer que los ambiciosos, y poco imaginativos, Stirling de antaño estaban tan enamorados de su recién adquirido título de condes que no se les pasó por la mente ponerle otro nombre a nada.
Emitió otro bufido dentro del vaso de whisky. Era curioso que no bebiera Té Kilmartin ni estuviera sentado en un sillón estilo Kilmartin. En realidad, era probable que sí existieran esas cosas si su abuela hubiera encontrado la manera de hacerlas sin involucrar a la familia en el comercio. La formalista anciana era tan quisquillosa y orgullosa que cualquiera habría creído que era una Stirling por nacimiento y no simplemente por matrimonio. Por lo que a ella se refería, la condesa de Kilmartin (ella) era tan importante como cualquier personaje encumbrado, y más de una vez sorbió por la nariz disgustada cuando le tocó entrar en el comedor para una cena detrás de una marquesa o duquesa que también habían adquirido sus títulos por matrimonio.
La Reina, pensó Michael, objetivamente; seguro que su abuela se habría arrodillado ante la reina, pero de ninguna manera se la podía imaginar siendo deferente con ninguna otra mujer.
Habría aprobado a Francesca Bridgerton. Seguro que la abuela Stirling habría arrugado altivamente la nariz al enterarse de que el padre de Francesca era un simple vizconde, pero los Bridgerton eran una familia muy antigua e inmensamente popular y, cuando les daba la gana, poderosa. Además, Francesca llevaba la espalda muy erguida, se comportaba con orgullo y tenía un sentido del humor irónico y subversivo. Si tuviera cincuenta años más y no fuera tan atractiva, habría sido una muy buena acompañante para la abuela Stirling.
Y ahora Francesca era la condesa de Kilmartin, casada con su primo John, que era un año menor que él, aunque en la familia Stirling siempre se le había tratado con la deferencia debida al mayor, ya que era el heredero, después de todo. Sus padres eran hermanos gemelos, pero el de John entró en el mundo siete minutos antes que el suyo.
Los siete minutos más cruciales en su vida, aun cuando por esa época él aún no había nacido.
– ¿Qué haremos para nuestro segundo aniversario? -preguntó Francesca, atravesando el salón para ir a sentarse ante el piano.
– Lo que tú quieras -contestó John.
Entonces Francesca se giró a mirar a Michael, el color azul de sus ojos vivo, vivo, incluso a la luz de las velas. O tal vez era que él sabía lo azules que eran sus ojos. Por entonces parecía soñar en azul; azul Francesca deberían llamar a ese color.
– ¿Michael? -dijo ella, indicando con el tono que era una repetición.
– Lo siento, no estaba escuchando -contestó él, esbozando su sonrisa sesgada, lo que hacía con frecuencia.
Nadie lo tomaba en serio cuando sonreía así, y de eso justamente se trataba.
– ¿Se te ocurre alguna idea? -preguntó ella.
– ¿Para qué?
– Para nuestro aniversario.
Si ella le hubiera arrojado una flecha no podría habérsela enterrado en el corazón con más fuerza. Pero se limitó a encogerse de hombros, puesto que era tremendamente bueno para disimular.
– No es mi aniversario -dijo.
– Lo sé -dijo ella, y aunque él no la estaba mirando, tuvo la impresión de que había puesto los ojos en blanco.
Pero no los había puesto. Él sabía que no; esos dos años pasados había llegado a conocer dolorosamente bien a Francesca, y sabía que nunca ponía los ojos en blanco. Cuando quería ser sarcástica o irónica o guasona, sólo lo manifestaba en su voz y en un curioso gesto de la boca; no necesitaba poner los ojos en blanco. Simplemente miraba con esa mirada franca, sus labios ligeramente curvados y…
Tragó saliva, por un movimiento reflejo, y se apresuró a llevarse el vaso a los labios para disimularlo. No decía nada en su favor que se hubiera pasado tanto tiempo analizando la curva de los labios de la mujer de su primo.
– Te aseguro que sé muy bien con quién estoy casada -continuó Francesca, pasando las yemas de los dedos por el teclado sin presionar ninguna tecla.
– No me cabe duda -masculló él.
– Perdón, ¿qué has dicho?
– Continúa.
Ella frunció los labios, impaciente. Él le había visto muchísimas veces ese gesto, por lo general cuando hablaba con sus hermanos.
– Te he pedido consejo porque siempre estás muy alegre -dijo ella.
– ¿Siempre estoy muy alegre? -repitió él, aunque sabía que así era como lo veía el mundo.
Al fin y al cabo lo llamaban el Alegre Libertino; pero detestaba oír esa palabra salida de la boca de ella. Le hacía sentirse frívolo, hueco, insustancial.
Entonces se sintió peor aún, porque tal vez eso era cierto.
– ¿No estás de acuerdo? -preguntó ella.
– No, no es eso -musitó él-; simplemente no estoy acostumbrado a que me pidan consejo sobre cómo celebrar un aniversario de bodas, puesto que está claro que no tengo talento para el matrimonio.
– Eso no está nada claro.
– Ya estáis riñendo -comentó John riendo, y reclinándose en su asiento con el Times de esa mañana.
– Nunca te has casado -continuó Francesca-. ¿Cómo puedes saber, entonces, que, de verdad, no tienes aptitudes para el matrimonio?
Michael consiguió esbozar una sonrisa satisfecha.
– Creo que está muy claro para todas las personas que me conocen. Además, ¿qué necesidad tengo? No tengo título, no tengo propiedad…
– Tienes propiedad -interrumpió John, demostrando que continuaba oyendo aunque tuviera la cara tapada por el diario.
– Sólo un trocito de propiedad -enmendó Michael-, y me hará muy feliz dejársela a vuestros hijos, puesto que me la regaló John.
Francesca miró a John, y Michael comprendió lo que estaba pensando: que John le había dado esa propiedad porque quería que él se considerara poseedor de algo, sintiera que tenía una finalidad en su vida, de verdad. Desde que se retirara del ejército hacía unos años había estado desocupado, sin nada que hacer. Y aunque John nunca lo había dicho, él sabía que se sentía culpable por no haber tenido que luchar por Inglaterra en el Continente, por haberse quedado en casa mientras él enfrentaba el peligro solo.
Pero John era el heredero de un condado; tenía el deber de casarse, de procrear y multiplicarse. Nadie había esperado que fuera a la guerra.
Muchas veces había pensado si al regalarle esa propiedad, una hermosa y cómoda casa solariega con ocho hectáreas de terreno, John no habría querido castigarse. Y sospechaba que Francesca pensaba lo mismo.
Pero ella nunca lo preguntaría. Francesca comprendía a los hombres con extraordinaria claridad, tal vez por haberse criado con todos esos hermanos. Sabía exactamente qué no preguntarle a un hombre.
Y eso siempre le causaba un poco de preocupación. Creía que ocultaba muy bien sus sentimientos, pero, ¿y si ella lo sabía? Lógicamente nunca hablaría de eso, ni siquiera haciendo una mínima alusión. Él tenía la idea de que, irónicamente, eran muy parecidos en eso; si Francesca sospechara que él estaba enamorado de ella, no cambiaría en nada su manera de tratarlo.
– Creo que deberíais ir a Kilmartin -dijo.