Se levantó, tan rápido que casi perdió el equilibrio.
– Tengo que irme -dijo, y le sorprendió que su voz sonara como la suya y no como la de algún demonio monstruoso-. Tengo una cita. Lo había olvidado.
– Sí, por supuesto -dijo él, levantándose también.
– Con la modista -añadió ella, como si dar detalles fuera a hacer más convincente la mentira-. Todos mis vestidos son de colores apagados.
– No te sientan bien -asintió él.
– Muy amable al señalarlo -dijo ella, irritada.
– Deberías usar azul -dijo él.
Ella asintió con un movimiento brusco, todavía bastante desequilibrada.
– ¿Te sientes mal?
– Estoy muy bien -contestó entre dientes. Y puesto que no habría engañado a nadie con ese tono, añadió con más suavidad-: Estoy muy bien, te lo aseguro. Simplemente detesto retrasarme.
Eso era cierto, y él lo sabía, así que era de esperar que atribuyera a eso su brusquedad.
– Muy bien -dijo él afablemente.
Durante todo el trayecto de vuelta a la casa Número Cinco, Francesca no paró de parlotear. Tenía que presentar una buena fachada, decidió, sintiéndose bastante agitada, casi febril. De ninguna manera podía permitir que él adivinara lo que había ocurrido en su interior en ese banco junto al Serpentine.
Claro que ya sabía que Michael era guapo, pasmosamente guapo, en realidad. Pero eso había sido una especie de conocimiento abstracto. Michael era guapo, tal como su hermano Benedict era alto y su madre tenía los ojos hermosos.
Pero de repente… En ese momento…
Lo miró y vio algo totalmente diferente.
Vio a un hombre.
Y eso la asustaba de muerte.
Francesca tendía a aferrarse a la idea de que la mejor línea de conducta siempre es más acción; por lo tanto, tan pronto como entró en la casa de vuelta del paseo, fue a buscar a su madre para informarle de que necesitaba visitar a la modista inmediatamente. Al fin y al cabo, lo mejor era convertir en verdad la mentira cuanto antes.
Su madre se mostró sencillamente encantada de que hubiera decidido abandonar los colores grises y lavandas de medio luto, de modo que antes de que transcurriera una hora, las dos estaban cómodamente instaladas en el elegante coche de Violet, en marcha hacia las selectas tiendas de Bond Street. Normalmente a Francesca le habría erizado la intromisión de Violet; ella era muy capaz de elegir su ropa, gracias, pero ese día encontraba curiosamente consoladora la presencia de su madre.
Y no era que su madre no fuera siempre un consuelo. Sencillamente ella tendía a preferir su vena independiente con más frecuencia que menos, y no le gustaba nada que la consideraran «una de esas chicas Bridgerton». Y en cierto modo muy extraño, le desconcertaba bastante esa inminente visita a la modista. Aunque habría sido necesaria una tortura con todos sus más atroces detalles para que lo reconociera, se sentía simplemente aterrada.
Aun en el caso de que no hubiera decidido que ya era hora de volverse a casar, quitarse la ropa de viuda era un inmenso cambio, cambio para el cual no estaba segura de estar preparada.
Sentada en el coche, se miró la manga; el capote le cubría el vestido, pero sabía que el vestido que llevaba era color lavanda. Y encontraba algo tranquilizador en ese color, algo serio, formal, algo que le inspiraba confianza. Ya hacía tres años que usaba ese color, o gris. Y antes, todo el año anterior, negro. Esos colores de luto habían sido una especie de insignia, comprendió, una especie de uniforme. No había necesidad de preocuparse de qué es uno cuando la ropa lo proclama con tanta fuerza.
– ¿Madre? -dijo, antes de darse cuenta de que quería hacer una pregunta.
– ¿Sí, cariño? -contestó Violet, girándose a mirarla sonriendo.
– ¿Por qué nunca te volviste a casar?
Violet entreabrió ligeramente los labios y Francesca vio, sorprendida, que se le habían puesto brillantes los ojos.
– ¿Sabes que esta es la primera vez que uno de vosotros me hace esa pregunta?
– No puede ser. ¿Estás segura?
Violet asintió.
– Ninguno de mis hijos me lo ha preguntado. Lo recordaría.
– No, no, claro que lo recordarías -se apresuró a decir Francesca.
Pero lo encontraba extraño. Y desconsiderado, en realidad. ¿Por qué ninguno de ellos le había hecho esa pregunta a su madre? Esa era la pregunta más candente imaginable. Y aun en el caso de que a ninguno de ellos le importara la respuesta para satisfacer una curiosidad personal, ¿no comprendían lo importante que era para Violet?
¿Es que no deseaban conocer a su madre? ¿Conocerla de verdad?
– Cuando murió tu padre… -dijo Violet-. Bueno, no sé cuánto recordarás, pero fue muy repentino. Nadie se lo esperaba.
Emitió una risita triste y Francesca pensó si alguna vez ella sería capaz de reírse al hablar de la muerte de John, aun cuando la risa estuviera teñida por la tristeza.
– Por una picadura de abeja -añadió Violet.
Entonces Francesca cayó en la cuenta de que, incluso en ese momento, más de veinte años después de la muerte de Edmund Bridgerton, su madre parecía sorprendida cuando hablaba de ella.
– ¿Quién lo habría creído posible? -continuó Violet, moviendo de lado a lado la cabeza-. No sé si lo recuerdas, pero tu padre era un hombre muy corpulento. Tan alto como Benedict y tal vez de hombros más anchos. Simplemente no se te ocurriría que una abeja… -Se interrumpió, sacó un pañuelo y se cubrió la boca, para aclararse la garganta-. Bueno, fue una muerte inesperada. La verdad es que no sé qué más decir, aparte de… -Se giró a mirarla con esos ojos tan dolorosamente sabios-. Aparte de que me imagino que tú lo entiendes mejor que nadie.
Francesca asintió, sin siquiera intentar frotarse los ojos para aliviar el ardor que sentía detrás de los párpados.
– En todo caso -dijo Violet, como si estuviera impaciente por continuar-, después de su muerte, yo estaba… pasmada, atontada. Me sentía como si fuera caminando por una niebla. No sé cómo me las arreglé para funcionar ese primer año. Ni los años siguientes. Así que no se me ocurrió ni pensar en el matrimonio.
– Lo sé -dijo Francesca dulcemente. Y lo sabía.
– Y después… bueno, no sé qué ocurrió. Tal vez simplemente no conocí a ningún hombre con el que me hubiera gustado compartir mi vida. Tal vez amaba demasiado a tu padre. -Se encogió de hombros-. Tal vez nunca vi la necesidad. Después de todo, yo estaba en una posición muy distinta a la tuya. Era mayor, no lo olvides, y ya era madre de ocho hijos. Y tu padre nos dejó en muy buena situación económica. Yo sabía que nunca nos faltaría nada.
– John dejó Kilmartin en muy buena situación -se apresuró a decir Francesca.
– Claro que sí -dijo Violet, dándole una palmadita en la mano-. Perdona. No quise dar a entender lo contrario. Pero tú no tienes ocho hijos, Francesca. -El azul de sus ojos pareció intensificarse-. Además, tienes mucho tiempo por delante para pasarlo sola.
– Lo sé, lo sé -dijo Francesca, asintiendo con movimientos bruscos-. Lo sé, pero no logro… no puedo…
– ¿No puedes qué?
– No puedo… -Francesca bajó la cabeza; no sabía por qué, pero no podía apartar la vista del suelo-. No logro librarme de la sensación de que voy a hacer algo incorrecto, que voy a deshonrar a John, deshonrar nuestro matrimonio.
– John habría deseado que fueses feliz.
– Lo sé, lo sé. Claro que lo desearía. Pero ¿no lo ves…? -Levantó la cabeza y miró la cara de su madre, buscando algo, no sabía qué; tal vez aprobación, tal vez simplemente amor, puesto que era consolador buscar algo que ya sabía que encontraría-. Ni siquiera busco eso -continuó-. No voy a encontrar a alguien como John. Eso lo he aceptado. Y encuentro incorrecto casarme con menos.