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– No encontrarás a alguien como John, es cierto -dijo Violet-. Pero podrías encontrar un hombre que te vaya igual de bien, sólo que de un modo diferente.

– Tú no lo encontraste.

– No, pero yo no busqué. No busqué en absoluto.

– ¿Desearías haber buscado?

Violet abrió la boca, pero no le salió ningún sonido, ni siquiera aliento. Al fin dijo:

– No lo sé, Francesca. Sinceramente, no lo sé. -Y entonces, dado que el momento exigía un poco de risa, añadió-: Ciertamente no deseaba tener más hijos.

Francesca no pudo evitar sonreír.

– Yo sí -dijo en voz baja-. Deseo tener un bebé.

– Eso me pareció.

– ¿Por qué no me lo has preguntado?

Violet ladeó la cabeza.

– ¿Por qué tu nunca me habías preguntado por qué no me volví a casar?

Francesca sintió bajar la mandíbula. No debería sorprenderle tanto la perspicacia de su madre.

– Si fueras Eloise, creo que habrías dicho algo -dijo entonces Violet-. O cualquiera de tus hermanas, si es por eso. Pero tú… -sonrió, nostálgica-. Tú no eres igual. Nunca lo has sido. Ya de niña eras diferente. Y necesitabas poner distancia.

Impulsivamente Francesca le cogió la mano y se la apretó.

– Te quiero, ¿lo sabías?

– Más bien lo sospechaba -dijo Violet, sonriendo.

– ¡Madre!

– Muy bien, claro que lo sabía. ¿Cómo podrías no quererme cuando yo te quiero tanto, tanto?

– No te lo he dicho -dijo Francesca, sintiéndose horrorizada por esa omisión-. Al menos, no últimamente.

– No pasa nada -dijo Violet, apretándole la mano también-. Has tenido otras cosas en la cabeza.

Francesca no supo bien por qué, pero eso la hizo reír en voz baja.

– Te quedas algo corta, debo decir.

Violet simplemente sonrió.

– Madre, ¿puedo hacerte otra pregunta?

– Por supuesto.

– Si no encuentro a alguien, no igual que John, claro, pero de todos modos no igualmente conveniente para mí… Si no encuentro alguien así, y me caso con un hombre que me guste bastante pero al que tal vez no ame… ¿sería correcto eso?

Violet estuvo un buen rato en silencio, pensando la respuesta.

– Creo que sólo tú puedes saber la respuesta a eso -dijo al fin-. Yo no diría que no, por supuesto. La mitad de los aristócratas, más de la mitad, en realidad, tienen ese tipo de matrimonio, y son muy pocos los que están totalmente contentos. Pero tú tendrás que hacer tus propios juicios cuando surja la oportunidad. Cada persona es diferente, Francesca. Creo que tú sabes eso mejor que la mayoría. Y cuando un hombre te pida la mano, tendrás que juzgarlo por sus méritos y no por algún criterio arbitrario que te hayas impuesto por adelantado.

Tenía razón su madre, por supuesto, pensó Francesca, pero estaba tan harta de sentirse liada y complicada que esa no era la respuesta que deseaba.

Y nada de eso se refería al problema que tenía en lo más profundo del corazón. ¿Qué ocurriría si realmente conociera a un hombre que le hiciera sentirse como se sentía con John? No podía imaginárselo, en realidad, lo encontraba tremendamente improbable.

Pero ¿y si le ocurría? ¿Cómo podría vivir consigo misma entonces?

Michael encontraba un algo bastante satisfactorio en tener un humor de perros, por lo que decidió entregarse de lleno al suyo.

Se fue dando patadas a una piedra todo el camino a casa.

Le gruñó a una persona que le dio un codazo al pasar junto a él en la acera.

Abrió la puerta de su casa con una ferocidad tal que la estrelló en la pared de piedra. O mejor dicho, la habría estrellado, si su maldito mayordomo no hubiera estado tan atento que la abrió antes de que él alcanzara a tocar la manilla.

Pero pensó abrirla de golpe, lo cual ya le proporcionaba una satisfacción.

Y entonces subió la escalera pisando fuerte y se dirigió a su habitación, que seguía siendo condenadamente igual a la de John, aunque no podía hacer nada para cambiar eso en ese momento, y se quitó bruscamente las botas.

Bueno, en realidad, lo intentó. Infierno y condenación.

– ¡Reivers! -rugió.

Apareció su ayuda de cámara en la puerta, o en realidad hizo como que aparecía, porque ya estaba ahí.

– ¿Sí, milord?

– ¿Me ayudas a quitarme las botas? -dijo entre dientes, sintiéndose bastante infantil.

Tres años en el ejército y cuatro en la India, ¿y no era capaz de sacarse sus malditas botas? ¿Qué tenía Londres que convertía a un hombre en un idiota llorica? Le pareció recordar que Reivers tuvo que quitarle las botas también la última vez, cuando vivía en Londres.

Se miró las botas. Eran distintas. Diferentes estilos para diferentes situaciones, supuso. Reivers siempre ponía un orgullo asombrosamente ridículo al hacer su trabajo. Seguro que había querido vestirlo a la última y mejor moda de Londres. Seguro que…

– Reivers, ¿de dónde has sacado estas botas? -le preguntó con voz grave.

– ¿Milord?

– Estas botas. No las reconozco.

– Aun no nos han llegado todos sus baúles del barco, milord. No tenía nada conveniente para Londres, así que localicé estas entre las pertenencias del conde anterior…

– Dios santo.

– ¿Milord? Lo siento mucho si estas no le quedan bien. Recordé que los dos gastaban el mismo número y pensé que querría…

– Simplemente quítamelas. Ahora mismo.

Cerrando los ojos, se sentó en el sillón de piel, el sillón de piel de John, maravillándose de esa ironía. Su peor pesadilla hecha realidad, en el sentido más literal.

– Sí, milord -dijo Reivers.

Parecía afligido, pero se puso inmediatamente a la tarea de quitarle las botas.

Michael se apretó el puente de la nariz entre el pulgar y el índice e hizo una respiración lenta y profunda para poder hablar.

– Preferiría no usar ninguna prenda del guardarropa del conde anterior -dijo, cansinamente.

En realidad, no tenía idea de por qué había ropa de John ahí todavía; deberían haberla regalado a los criados o donado a una casa de beneficencia hacía años. Pero suponía que esa era una decisión que debía tomar Francesca, no él.

– Sí, por supuesto, milord. Me ocuparé de eso inmediatamente.

– Estupendo -gruñó Michael.

– ¿Lo guardo todo con llave en otra parte?

¿Con llave? Buen Dios, no era que esas cosas fueran tóxicas.

– Seguro que todo está bien donde está -dijo-. Simplemente no uses ninguna prenda para mí.

– De acuerdo. -Reivers tragó saliva, incómodo, y se le agitó la nuez de la garganta.

– ¿Qué pasa ahora, Reivers?

– Pasa que todas las cosas del anterior lord Kilmartin siguen aquí.

– ¿Aquí? -preguntó Michael, sin entender.

– Aquí -confirmó Reivers, mirando alrededor.

Michael se desplomó en el sillón. No era que deseara borrar de la faz de la tierra hasta el último recordatorio de su primo; nadie echaba de menos a John tanto como él, nadie.

Bueno, a excepción de Francesca, concedió, pero eso era distinto.

Simplemente no sabía cómo podía llevar su vida completamente rodeado, y ahogado, por las pertenencias de John. Llevaba su título, gastaba su dinero, vivía en su casa. ¿Es que tenía que usar sus malditos zapatos también?

– Guárdalo todo -le dijo a Reivers-. Pero mañana. Esta tarde quiero estar tranquilo, sin molestias.

Además, probablemente debía avisar a Francesca de sus intenciones.

Francesca.

Suspirando, se levantó una vez que su ayuda de cámara hubo salido. Pardiez, Reivers se había olvidado de llevarse las botas. Las cogió y las dejó fuera de la puerta. Era una reacción exagerada tal vez, pero, demonios, no quería contemplar las botas de John las siguientes seis horas.

Después de cerrar la puerta con un decidido golpe, empezó a pasearse sin rumbo, hasta que fue a asomarse a la ventana. El alféizar era ancho, bastante fondo, así que se apoyó en él para mirar a través del visillo; la calle se veía toda borrosa. Apartó el delgado visillo y no pudo dejar de curvar los labios en una amarga sonrisa al ver a una niñera llevando a un niño pequeño cogido de la mano por la acera.