Francesca. Deseaba tener un bebé.
No sabía por qué eso le sorprendió tanto. Si lo pensaba racionalmente, no debería haberse sorprendido. Era una mujer, por el amor de Dios; claro que deseaba tener hijos. ¿No lo deseaban todas? Y aunque nunca se había dicho conscientemente que ella suspiraría por John toda la eternidad, tampoco se le había ocurrido nunca que podría querer volver a casarse algún día.
Francesca y John. John y Francesca. Eran una unidad, o al menos lo habían sido, y si bien la muerte de John había hecho tristemente fácil imaginarse a la una sin el otro, era algo totalmente distinto pensar en uno de ellos con otra persona.
Y luego estaba, lógicamente, el asuntito del repelús, que le erizaba la piel; esa era su reacción ante la idea de ver a Francesca con otro hombre.
Se estremeció. ¿O fue un tiritón? Condenación, esperaba que no fuera un tiritón.
Bueno, pues, sencillamente tendría que acostumbrarse a la idea. Si Francesca deseaba tener hijos, Francesca necesitaba un marido, y él no podía hacer ni una maldita cosa al respecto. Habría sido bastante agradable si hubiera tomado la decisión y llevado a cabo todo el odioso asunto el año anterior, ahorrándole las náuseas de ser testigo de todo el maldito proceso de galanteo y noviazgo. Si hubiera tenido la amabilidad de ir y casarse el año anterior, ya estaría todo hecho y ya está.
Fin de la historia.
Pero ahora iba a tener que observar. Y tal vez, incluso, aconsejar.
Infierno y condenación.
Volvió a tiritar. Maldición. Tal vez sólo fuera de frío. Era marzo, al fin y al cabo, y un marzo frío a pesar de que el fuego crepitaba en el hogar.
Se tironeó de la corbata, que empezaba a apretarle demasiado. Finalmente se la quitó. Vaya por Dios, se sentía terriblemente mal, tenía escalofríos, y estaba extrañamente desequilibrado.
Se sentó. Le pareció que eso era lo mejor que podía hacer.
Entonces, simplemente decidió dejar de fingir que estaba bien, se quitó el resto de la ropa y se metió en la cama.
Esa iba a ser una larga noche.
Capítulo 8
… ha sido un maravilloso placer agradable saber de ti. Me alegra que te vaya tan bien. John se sentiría orgulloso. Te echo de menos. Lo echo de menos. Te echo de menos. Todavía hay flores en el jardín. ¿No es fantástico que todavía haya flores?
De una carta de la condesa de Kilmartin al conde
de Kilmartin, una semana después de recibir su segunda
carta; primer borrador, no terminado ni enviado.
– ¿No dijo Michael que cenaría con nosotras esta noche?
Francesca miró a su madre, que estaba de pie ante ella con expresión preocupada. En realidad ella había estado pensando lo mismo, extrañada de que no llegara.
Se había pasado la mayor parte del día temiendo su llegada, aun cuando él no podía tener la menor idea de que ella hubiera quedado tan perturbada por ese momento en el parque. Santo cielo, probablemente ni siquiera se había dado cuenta de qué había ocurrido en ese momento.
Era la primera vez en su vida que agradecía que los hombres fueran tan obtusos.
– Sí, dijo que vendría -contestó, cambiando ligeramente de posición en el sillón.
Llevaba un rato sentada en el salón con su madre y dos de sus hermanas, dejando que pasaran las horas hasta que llegara el invitado a la cena.
– ¿No le dijimos la hora? -preguntó Violet.
Ella asintió.
– Se la confirmé cuando me dejó aquí después del paseo por el parque.
Estaba segura de habérselo dicho; recordaba claramente que se le revolvió el estómago cuando se lo dijo. No deseaba volverlo a ver, no tan pronto en todo caso, pero ¿qué podía hacer? Su madre ya había hecho la invitación.
– Probablemente se va a retrasar -dijo Hyacinth, su hermana pequeña-. Y no me sorprende. Los hombres de su tipo siempre se retrasan.
Francesca se giró hacia ella al instante.
– ¿Qué quieres decir con eso?
– Lo he oído todo acerca de su reputación.
– ¿Qué tiene que ver su reputación con nada? -preguntó Francesca, irritada-. ¿Y que sabes tú de eso, en todo caso? Se marchó de Inglaterra años antes de que tú aprendieras a hacer una reverencia.
Hyacinth se encogió de hombros y enterró la aguja en su muy sucio bordado.
– La gente sigue hablando de él -dijo despreocupadamente-. Las damas se desmayan como idiotas con solo oírlo nombrar, has de saber.
– No hay otra manera de desmayarse -terció Eloise, que, aunque era un año exacto mayor que Francesca, seguía soltera.
– Bueno, puede que sea un libertino -dijo Francesca, astutamente-, pero siempre ha sido puntual, hasta la exageración.
No toleraba que hablaran mal de Michael. Podía suspirar, gemir y criticarle sus defectos, pero encontraba totalmente inaceptable que Hyacinth, cuyo conocimiento de Michael sólo se basaba en rumores e insinuaciones, emitiera un juicio tan tajante sobre él.
– Cree lo que quieras -añadió con dureza, porque de ninguna manera iba a permitir que Hyacinth tuviera la última palabra-, pero él jamás llegaría tarde a cenar aquí. Tiene un gran respeto por mi madre.
– ¿Y cuánto te respeta a ti? -preguntó Hyacinth.
Francesca miró indignada a su hermana, que estaba sonriendo satisfecha con la cara casi metida en su bordado.
– Pues…
No, contestar sería una estupidez. No podía quedarse sentada ahí discutiendo con su hermana menor cuando podría estar ocurriendo algún problema. Con todos sus defectos y libertinaje, Michael era educado y considerado hasta la médula de los huesos, o por lo menos siempre lo había sido en su presencia. Y nunca llegaría a cenar con, miró el reloj de la repisa del hogar, con media hora de retraso. Al menos sin enviar recado.
Se levantó y se alisó enérgicamente la falda del vestido gris paloma.
– Iré a la casa Kilmartin -anunció.
– ¿Sola? -preguntó Violet.
– Sola -dijo Francesca firmemente-. Es mi casa después de todo. No creo que haya habladurías si paso a hacer una visita rápida.
– Sí, sí, por supuesto -dijo su madre-. Pero no te quedes mucho rato.
– Madre, estoy viuda. Y no me voy a quedar a pasar la noche. Simplemente quiero ver cómo está Michael, si le pasa algo. No me pasará nada, te lo aseguro.
Violet asintió, pero por la expresión de su cara, Francesca comprendió que le habría gustado que ella dijera algo más. Durante años había sido así; su madre deseaba reanudar su papel de madre con su joven hija viuda, pero se refrenaba, e intentaba respetar su independencia.
No siempre resistía el deseo se entrometerse, pero lo intentaba y ella le agradecía ese esfuerzo.
– ¿Quieres que te acompañe? -dijo Hyacinth, con los ojos relampagueantes.
– ¡No! -dijo Francesca, en un tono más vehemente de lo que habría querido, por la sorpresa-. ¿Por qué querrías acompañarme?
Hyacinth se encogió de hombros.
– Curiosidad. Quiero conocer al Alegre Libertino.
– Le conoces -observó Eloise.
– Sí, pero eso fue hace siglos -dijo Hyacinth, exhalando un suspiro teatral-, antes de que entendiera lo que es un libertino.
– Tampoco lo entiendes ahora -dijo Violet, en tono seco.
– Ah, pero…
– No, no entiendes qué es un libertino -repitió Violet.
– Muy bien -dijo Hyacinth, mirando a su madre con una sonrisa asquerosamente dulce-. No sé qué es un libertino. Tampoco sé vestirme ni lavarme los dientes.
– Anoche vi a Polly ayudándola a ponerse el vestido de noche, -murmuró Eloise desde el sofá.
– Nadie puede ponerse un vestido de noche sola -replicó Hyacinth.
– Me voy -declaró Francesca, aun cuando sabía que nadie la estaba escuchando.