– ¿Qué haces? -preguntó Hyacinth.
Francesca se detuvo, y entonces cayó en la cuenta de que Hyacinth no le hablaba a ella.
– Sólo examinarte los dientes -dijo Eloise dulcemente.
– ¡Niñas! -exclamó Violet.
Francesca no logró imaginarse que Eloise aceptara de buena gana esa generalización, teniendo ya veintisiete años.
Y en realidad no la aceptó, pero Francesca aprovechó la irritación de Eloise y la consiguiente riña para salir del salón y mandarle a un criado que fuera a pedir que le trajeran un coche a la puerta.
No había mucho tráfico en las calles; aún faltaban una o dos horas para que los aristócratas acudieran a los bailes. El coche avanzó rápido por las calles de Mayfair y antes de que hubiera pasado un cuarto de hora, Francesca ya estaba subiendo la escalinata de la casa Kilmartin en Saint James. Como siempre, un criado abrió la puerta antes de que ella levantara la aldaba para golpear. Entró a toda prisa.
– ¿Está Kilmartin? -preguntó.
Sorprendida se dio cuenta de que era la primera vez que llamaba así a Michael. Era extraño, comprendió, y positivo en realidad, que le hubiera salido con tanta naturalidad el título. Probablemente ya era hora de que todos se acostumbraran al cambio. Él era el conde ahora, y nunca volvería a ser el simple señor Stirling.
– Creo que sí -contestó el criado-. Llegó temprano esta tarde, y no he sabido que haya salido.
Francesca frunció el ceño, pero enseguida hizo un gesto de asentimiento, para restarle importancia al asunto, y se dirigió a la escalera. Si Michael estaba en casa, debía estar en su habitación. Si estuviera en su despacho, el criado habría sido consciente de su presencia.
Al llegar a la primera planta echó a andar por el corredor en dirección a los aposentos del conde, sin hacer ruido con sus botas por la mullida alfombra de Aubusson.
– ¿Michael? -llamó en voz baja mientras se iba acercando a su habitación-. ¿Michael?
No hubo respuesta, por lo tanto llegó hasta la puerta, y observó que no estaba del todo cerrada.
– ¿Michael? -repitió, algo más fuerte.
No debía gritar su nombre para que la oyeran en toda la casa. Además, si estaba durmiendo, no quería despertarlo. Probablemente seguía cansado por su largo viaje y por orgullo no dijo nada cuando su madre lo invitó a cenar.
No hubo respuesta, por lo tanto empujó la puerta y la abrió otro poquito.
– ¿Michael?
Oyó algo. Tal vez el sonido de movimiento. Tal vez un gemido.
– ¿Michael?
– ¿Frannie?
Esa era su voz, sin duda, pero nunca había oído ese sonido en sus labios.
– ¿Michael? -repitió.
Entró y lo vio acurrucado en la cama, con el aspecto de estar más enfermo de lo que ella había visto a un ser humano en su vida. John nunca había estado enfermo. Simplemente una noche se fue a acostar un rato y despertó muerto.
Por así decirlo.
– ¡Michael! -exclamó-. ¿Qué te pasa?
– Ah, nada grave -graznó él-. Un catarro por enfriamiento, supongo.
Francesca lo miró dudosa. Tenía mechones de pelo negro aplastados en la frente, la piel enrojecida y con manchas, y el calor que emanaba de la cama le quitó el aliento.
Por no decir que apestaba. De él emanaba un olor horrible, a sudor, una especie de olor a podrido, y si tuviera color seguro que sería verdoso, como de vómito. Alargó la mano y le tocó la frente. Al instante la retiró, horrorizada por el calor.
– Esto no es un catarro -dijo, secamente.
Él estiró los labios formando algo parecido a una horrible sonrisa.
– ¿Un catarro francamente grave?
– ¡Michael Stuart Stirling!
– Buen Dios, hablas igual que mi madre.
Ella no se sentía en absoluto como su madre, sobre todo después de lo que le había ocurrido en el parque, y casi se sintió aliviada de que estuviera tan débil y tan poco atractivo. Eso le quitaba agudeza a lo que había sentido esa tarde.
– Michael, ¿qué te pasa?
Él se encogió de hombros y se metió más abajo en la cama para cubrirse mejor con las mantas, y todo el cuerpo se le estremeció con el esfuerzo.
– ¡Michael! -Le cogió el hombro, sin ninguna suavidad-. No te atrevas a probar tus trucos conmigo. Sé cómo actúas. Siempre finges que no pasa nada, que el agua se desliza por tu espalda.
– Y se desliza por mi espalda -balbuceó él-. Y por la tuya también. Es simple ciencia, en realidad.
– ¡Michael! -Lo habría golpeado, si no estuviera tan enfermo-. No intentes quitarle importancia a esto, ¿entiendes? Insisto en que me digas inmediatamente qué te pasa.
– Mañana estaré mejor.
– Ah, qué bien -dijo ella, con todo el sarcasmo que pudo, que no era poco en realidad.
– De verdad -insistió él, moviéndose inquieto para cambiar de posición, marcando cada movimiento con un gemido-. Estaré bien el día de mañana.
Ella encontró algo muy raro, o en su manera de decir eso o en las propias palabras.
– ¿Y pasado mañana? -preguntó, entrecerrando los ojos.
Una risa seca salió de alguna parte bajo las mantas.
– Bueno, volveré a estar tan enfermo como un perro.
– Michael -repitió, en voz más baja, por el miedo-, ¿qué tienes?
– ¿No lo has adivinado? -Sacó la cabeza de debajo de las mantas y se veía tan enfermo que ella deseó llorar-. Tengo la malaria.
– Ay, Dios mío -exclamó ella, retrocediendo un paso-. Ay, pardiez.
– Es la primera vez que te oigo blasfemar -comentó él-. Tal vez debería halagarme que haya sido por mí.
Ella no entendía cómo podía decir algo tan frívolo en un momento como ese.
– Michael… -alargó la mano para tocarlo, pero no lo tocó, sin saber qué hacer.
– No te preocupes -dijo él, acurrucándose más, con todo el cuerpo estremecido por otra racha de tiritones-. No te la puedo contagiar.
– ¿No? -Pestañeó-. Quiero decir, claro que no.
Y aunque se contagiara, eso no debía impedirle cuidarlo. Él era Michael. Él era… bueno, le costaba definir exactamente qué era él para ella, pero entre ellos había un vínculo irrompible, y le parecía que cuatro años y miles de millas de distancia no habían hecho nada para disminuirlo.
– Es el aire -dijo él, cansinamente-. Tienes que respirar ese aire pútrido para cogerla. Por eso se llama malaria. Si la pudiera contagiar una persona a otra, ya habríamos contagiado a toda Inglaterra.
Ella asintió a su explicación.
– ¿Te vas a…? ¿Te vas a…?
No pudo preguntarlo; no sabía cómo.
– No -dijo él-. Por lo menos creen que no.
Ella sintió un alivio tan inmenso que se le aflojó el cuerpo y tuvo que sentarse. No podría imaginarse un mundo sin él. Incluso cuando estaba ausente, ella siempre sabía que estaba «ahí», compartiendo el mismo planeta con ella, caminando por la misma tierra. E incluso en esos días que siguieron a la muerte de John, cuando lo odiaba por haberla abandonado, cuando estaba tan enfadada con él que deseaba llorar, le consolaba algo saber que él estaba vivo y bien, y que volvería a ella al instante si se lo pedía.
Estaba ahí. Estaba vivo. Y no estando John… Bueno, no sabía cómo alguien podría esperar que ella los perdiera a los dos.
Él volvió a tiritar, violentamente.
– ¿Necesitas algún remedio? -preguntó ella, alerta otra vez-. ¿Tienes algún remedio?
– Ya lo he tomado -contestó él, con los dientes castañeteando.
Pero ella tenía que hacer algo. No se odiaba tanto como para pensar que podría haber hecho algo para evitar la muerte de John; ni siquiera en sus peores momentos de aflicción había pasado por ese tormento, aunque siempre le había fastidiado que su muerte ocurriera cuando ella no estaba. La verdad, su muerte había sido lo más importante que John hizo sin ella. Y aunque Michael sólo estaba enfermo, no muriéndose, ella no le iba a permitir que sufriera solo.
– Déjame que vaya a buscarte otra manta -dijo.