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Sin esperar respuesta, abrió la puerta que conectaba con su habitación y fue a sacar la colcha de su cama. Era de color rosa, y lo más seguro es que ofendería sus sensibilidades masculinas cuando hubiera recuperado la sensibilidad, pero eso era problema de él, decidió.

Cuando volvió a la habitación, estaba tan inmóvil que pensó que se había quedado dormido, pero se despertó lo suficiente para darle las gracias mientras ella le ponía la colcha encima y le remetía las mantas.

– ¿Qué otra cosa puedo hacer? -preguntó después, acercando un sillón de madera a la cama y sentándose.

– Nada.

– Tiene que haber algo -insistió ella-. Supongo que no tenemos que esperar simplemente a que se pase.

– Pues eso tenemos que hacer -contestó él, con voz débil-, simplemente esperar a que se pase.

– No puedo creer que eso sea cierto.

Él abrió un ojo.

– ¿Pretendes desafiar a toda la institución médica?

Ella apretó los dientes y se inclinó hacia él.

– ¿Estás seguro de que no necesitas ningún remedio más?

– Seguro, hasta dentro de unas horas.

– ¿Dónde está?

Si lo único que podía hacer era localizar el medicamento y tenerlo listo para administrárselo, por Dios que al menos haría eso.

Él movió ligeramente la cabeza hacia la izquierda. Ella siguió el movimiento hacia una mesita al otro lado de la habitación, donde vio un frasco sobre un diario doblado. Al instante se levantó y lo fue a coger, y leyó la etiqueta mientras volvía a su sillón.

– Quinina -musitó-. He oído hablar de esto.

– El remedio milagroso -dijo él-. Al menos eso dicen.

Francesca lo miró dudosa.

– Mírame -dijo él, esbozando una débil sonrisa sesgada-. Soy una prueba concluyente.

Ella volvió a examinar el frasco, observando el movimiento del polvo al ladearlo.

– Sigo sin convencerme.

Él intentó levantar un hombro, en gesto alegre.

– No estoy muerto.

– Eso no es divertido.

– Pues es lo único divertido -enmendó él-. Tenemos que reírnos cuando podemos. Simplemente piénsalo; si me muriera, el título iría a, ¿cómo dice siempre Janet?, a ese…

– Odioso lado Debenham de la familia -terminaron juntos, y Francesca no se lo pudo creer, pero sonrió.

Él siempre lograba hacerla sonreír. Le tocó la mano.

– Superaremos esto -dijo.

Él asintió y cerró los ojos.

Y justo cuando ella pensaba que se había dormido, él susurró:

– Es mejor contigo aquí.

A la mañana siguiente Michael se sentía algo recuperado, y si bien no estaba del todo normal, por lo menos estaba muchísimo mejor que la noche anterior. Se horrorizó al comprobar que Francesca seguía en el sillón de madera al lado de su cama, con la cabeza inclinada y ladeada; se veía tan incómoda como puede verse incómodo un cuerpo, desde la postura en ángulo que formaba el cuello, hasta la del tronco torcido.

Pero estaba durmiendo, roncando incluso, lo que encontró conmovedor. Nunca se la había imaginado roncando, y por triste que fuera decirlo, se la había imaginado dormida más veces de las que quería contar.

No habría podido ocultarle su enfermedad, eso habría sido esperar un imposible, con lo perspicaz y fisgona que era. Y aun cuando habría preferido que ella no tuviera que preocuparse por él, la verdad era que se había sentido consolado por su presencia allí esa noche. No debería haberse sentido consolado, o por lo menos no debería habérselo permitido, pero simplemente no podía evitarlo.

La sintió moverse y se puso de costado para verla mejor. Nunca la había visto despertar, comprendió. Y no sabía por qué encontraba tan raro eso, como si alguna vez hubiera estado presente en sus momentos íntimos. Tal vez se debía a que en todos sus sueños despierto, en todas sus fantasías, nunca se había imaginado eso, el ronco murmullo que le salió de la garganta cuando cambió de posición, el suave sonido parecido a un suspiro que hizo al bostezar, ni el delicado movimiento de sus pestañas al abrir los ojos.

Qué hermosa.

Eso ya lo sabía, claro, lo sabía desde hacía años, pero nunca antes lo había sentido tan profundamente, tan hasta el fondo de su alma.

No era su pelo, esa exquisita y exuberante melena castaña y ondulada que rara vez tenía el privilegio de ver suelta. Y no eran sus ojos, de un azul tan radiante que inducían a los hombres a escribir poemas, muchos de los cuales divertían infinitamente a John, recordaba. Tampoco era la forma de su cara ni su estructura ósea; si fuera eso, él habría estado obsesionado con la belleza de todas las chicas Bridgerton, que parecían guisantes en una vaina, al menos exteriormente.

Era algo en su forma de moverse.

Algo en su manera de respirar.

Algo en su manera de ser.

Y no creía que alguna vez pudiera dejar de amarla.

– Michael -dijo ella, frotándose los ojos.

– Buenos días -dijo él, esperando que ella atribuyera al agotamiento lo ahogada que le salió la voz.

– Te ves mejor.

– Me siento mejor.

Ella tragó saliva y estuvo un momento en silencio.

– Estás acostumbrado a esto -dijo al fin.

Él asintió.

– No llegaría a decir que no me importa la enfermedad, pero sí, estoy acostumbrado a ella. Sé qué hacer.

– ¿Cuánto va a durar?

– Es difícil saberlo. Tendré fiebre día sí día no, hasta que un día se habrá acabado. Una semana en total, o tal vez dos. Tres si tengo mala suerte.

– Y después ¿qué?

– Después esperar que nunca más vuelva a ocurrirme.

– ¿Y eso puede pasar? ¿Que no vuelva más?

– Es una enfermedad rara, caprichosa.

– No digas que es como una mujer -dijo ella, entrecerrando los ojos.

– Ni siquiera se me había ocurrido, hasta que tú lo has dicho.

Ella apretó ligeramente los labios, y luego los relajó, para preguntar:

– ¿Cuánto tiempo hace desde tu últim…? -pestañeó-. ¿Cómo llamas a estos…?

Él se encogió de hombros.

– Los llamo ataques. En realidad se siente como un ataque. Y hace seis meses.

– Bueno, eso está bien. -Se cogió el labio inferior entre los dientes-. ¿Verdad?

– Tomando en cuenta que sólo he tenido tres, sí, creo que sí.

– ¿Con qué frecuencia los has tenido?

– Este es el tercero. Y la verdad, los míos no han sido tan terribles comparados con lo que he visto.

– ¿Y yo debo encontrar consuelo en eso?

– Yo lo encuentro. Modelo de virtudes cris tianas que soy.

De pronto ella alargó la mano y le tocó la frente.

– Estás mucho más fresco -comentó.

– Sí, y lo estaré. Esta es una enfermedad extraordinariamente invariable; siempre sigue la misma pauta. Bueno, al menos cuando ya estás en medio de ella. Sería estupendo si supiera cuándo puedo esperar un rebrote.

– ¿Y de verdad tienes fiebre día sí día no? ¿Así de sencillo?

– Así de sencillo.

Ella pareció pensarlo un momento y luego dijo:

– No podrás ocultárselo a tu familia, desde luego.

Él intentó sentarse.

– Por el amor de Dios, Francesca, no se lo digas a mi madre ni a…

– Llegarán cualquier día -interrumpió ella-. Cuando me vine de Escocia, me dijeron que se vendrían sólo una semana después, y conociendo a Janet, eso significa sólo tres días. ¿De veras crees que no van a notar que estás convenientemente…?

– Inconvenientemente -interrumpió él, fastidiado.

– Lo que sea. ¿De veras crees que no van a notar que estás enfermo de muerte día sí día no? Por el amor de Dios, Michael, concédeles el mérito de tener un poco de inteligencia.

– Muy bien -dijo él, bajando la cabeza a la almohada-. Pero a nadie más. No tengo el menor deseo de convertirme en el fenómeno de Londres.

– No eres la primera persona atacada por la malaria.