– No quiero la lástima de nadie -replicó él, entre dientes-. Y mucho menos la tuya.
Ella se echó hacia atrás, como si la hubiera golpeado. Lógicamente, él se sintió como un burro.
– Perdona. Eso ha sonado mal.
Ella lo miró indignada.
– No quiero tu lástima -dijo él, contrito-, pero tu cuidado y tus buenos deseos son muy bienvenidos.
Ella no lo miró a los ojos, pero él vio que estaba intentando decidir si creerle o no.
– Lo digo en serio -añadió, y no tuvo la energía para encubrir su agotamiento en la voz-. Me alegra que estuvieras aquí. He pasado por esto antes.
Ella lo miró fijamente, como si quisiera hacerle una pregunta, pero él no logró imaginar qué podría ser.
– He pasado por esto antes -repitió-, y esta vez ha sido… diferente. Mejor. Más fácil. -Exhaló un largo suspiro, aliviado por haber encontrado las palabras correctas-. Más fácil. Ha sido más fácil.
Ella se revolvió inquieta en el asiento.
– Ah. Me alegra.
Él miró hacia la ventana. Las cortinas eran gruesas y estaban cerradas, pero vio rayitas de luz por los lados.
– ¿No estará preocupada por ti tu madre?
– ¡Ay, no! -exclamó ella, levantándose de un salto, tan rápido que se golpeó la mano en la mesilla de noche-. ¡Aaay!
– ¿Te has hecho mucho daño? -preguntó él, por cortesía, puesto que estaba claro que no se había hecho nada grave.
Ella estaba agitando la mano, como para aliviar el dolor.
– Ooh… Había olvidado totalmente a mi madre. Anoche esperaba que volviera a su casa.
– ¿No le enviaste una nota?
– Sí. Le dije que estabas enfermo, y me contestó que pasaría por aquí esta mañana para ofrecer su ayuda. ¿Qué hora es? ¿Tienes reloj? Claro que tienes reloj.
Diciendo eso se giró impaciente a mirar el pequeño reloj de la repisa del hogar.
Esa había sido la habitación de John; seguía siéndolo en muchos sentidos. Claro que ella sabía dónde estaba el reloj.
– Sólo son las ocho -dijo ella, suspirando aliviada-. Mi madre nunca se levanta antes de las nueve, a no ser que surja una urgencia, y es de esperar que no considere una urgencia esto. En mi nota procuré no parecer aterrada.
Michael sonrió. Conociendo a Francesca, seguro que había redactado la nota con esa fría calma por la que era famosa. Probablemente mintió diciendo que había contratado a una enfermera.
– No hay ninguna necesidad de aterrarse -dijo.
Ella se giró a mirarlo con expresión inquieta.
– Has dicho que no quieres que nadie sepa que tienes la malaria.
A él se le abrió sola la boca. Nunca había soñado que ella tomara tan en serio sus deseos.
– ¿Le ocultarías esto a tu madre? -preguntó en voz baja.
– Por supuesto. A ti te corresponde decidir si decírselo o no. No a mí.
Eso era francamente conmovedor, bastante tierno, incluso.
– Creo que estás loco -añadió ella secamente.
Bueno, tal vez «tierno» no era la palabra correcta.
– Pero respetaré tus deseos -continuó ella. Se puso las manos en las caderas y lo miró con una expresión que sólo se podía definir como fastidio o contrariedad-. ¿Cómo se te podría ocurrir que yo haría otra cosa?
– No tengo idea.
– Francamente, Michael -gruñó ella-. No sé qué te pasa.
– ¿Aire húmedo? -bromeó él.
Ella le dirigió Esa Mirada, con mayúsculas.
– Volveré a casa de mi madre -dijo ella, poniéndose los botines grises-. Si no, puedes estar seguro que se presentará aquí seguida por todos los miembros del Colegio Real de Médicos.
Él arqueó una ceja.
– ¿Eso es lo que hacía cuando caíais enfermos?
Ella emitió un sonido que pareció medio bufido, medio gruñido y todo irritación.
– Volveré pronto. No vayas a ninguna parte.
Él levantó las manos, haciendo un gesto algo sarcástico hacia la cama.
– Bueno, no me extrañaría si salieras -masculló ella.
– Es conmovedora tu fe en mi fuerza sobrehumana.
– Te juro, Michael -dijo ella, deteniéndose en la puerta-, que eres el paciente más fastidioso que he conocido.
– ¡Vivo para entretenerte! -gritó él cuando ella ya iba por el corredor.
Y estaba seguro de que si ella hubiera tenido algo para arrojar a la puerta, lo habría hecho. Y con mucha fuerza.
Volvió a poner la cabeza en la almohada, sonriendo. Él podía ser un paciente fastidioso, pero ella era una enfermera arisca.
Lo cual le iba muy bien.
Capítulo 9
… es posible que nuestras cartas se hayan cruzado o perdido, pero me parece que lo más probable es que simplemente no deseas escribirme. Eso lo acepto y te deseo todo lo mejor. No volveré a molestarte. Espero que sepas que siempre estoy atento, escuchando, si alguna vez cambias de opinión.
De la carta del conde de Kilmartin
a la condesa de Kilmartin,
ocho meses después de su llegada a la India.
No resultaba fácil ocultar su enfermedad. Con la aristocracia no había ningún problema; Michael simplemente rechazaba las invitaciones y Francesca hizo correr la voz de que él deseaba instalarse en su nueva casa antes de ocupar su lugar en la sociedad.
Con los criados era más difícil. Estos hablaban, y muchas veces con los criados de otras casas, por lo tanto Francesca tuvo que procurar que sólo los más leales supieran lo que ocurría en la habitación de Michael. Y eso era complicado, puesto que ella no vivía oficialmente en la casa Kilmartin, y sólo lo haría cuando llegaran Janet y Helen, lo que deseaba fervientemente que fuera pronto.
Pero la parte más difícil para ella eran las personas más curiosas y a las que era casi imposible mantener en la ignorancia, que eran las de su propia familia. Nunca había sido fácil guardar un secreto en la familia Bridgerton, y ocultar algo a todos era, por decirlo en tres palabras, una maldita pesadilla.
– ¿Por qué vas allí todos los días? -le preguntó Hyacinth, cuando estaban tomando el desayuno.
– Vivo allí -contestó, hincando el diente en un bollo, lo que cualquier persona racional habría entendido como una señal de que no deseaba conversar.
Pero Hyacinth no tenía fama de ser muy racional.
– Vives aquí -dijo.
Francesca tragó el bocado, luego bebió un sorbo de té, con la intención de aprovechar ese instante para serenarse exteriormente.
– Duermo aquí -contestó tranquilamente.
– ¿No es esa la definición de dónde vives?
Francesca le puso más mermelada al bollo.
– Estoy comiendo, Hyacinth.
Hyacinth se encogió de hombros.
– Yo también, pero eso no me impide llevar una conversación inteligente.
– La voy a matar -dijo Francesca, a nadie en particular, lo cual era lógico pues no había nadie más.
– ¿Con quién hablas? -preguntó Hyacinth.
– Con Dios. Y creo que tengo el permiso divino para asesinarte.
– Psst. Si eso fuera tan fácil yo habría tenido permiso para eliminar a la mitad de los aristócratas hace años.
Entonces Francesca decidió que no todos los comentarios de Hyacinth necesitaban contestación. En realidad, muy pocos la necesitaban.
– ¡Ah, Francesca, estás aquí! -exclamó Violet, interrumpiendo, por suerte, la conversación.
Francesca levantó la vista hacia su madre, que estaba entrando en la sala del desayuno, pero antes de que pudiera decir una palabra, Hyacinth dijo:
– Francesca estaba a punto de matarme.
– Ah, pues, mi llegada ha sido muy oportuna -dijo Violet, sentándose a la mesa-. ¿Pensabas ir a la casa Kilmartin esta mañana? -preguntó a Francesca.
– Vivo allí -contestó Francesca, asintiendo.
– Yo creo que vive aquí -terció Hyacinth, poniendo bastante azúcar en el té.
Violet no le hizo caso.
– Creo que te acompañaré.
A Francesca casi se le cayó el tenedor.
– ¿Para qué?