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– ¿A qué? -preguntó amablemente.

– Cree que… -Se interrumpió para recuperar el aliento-. Cree que… Ay, cielos, no te lo vas a creer.

Dado que no procedió a decir nada más, él abrió más los ojos extendió las manos en un gesto de impaciencia, como diciéndole: «¿Te importaría explicar algo más?»

– Cree -dijo Francesca, estremeciéndose y mirándolo-, que estamos liados en un romance.

– En sólo una semana desde que he regresado de Londres -musitó él, pensativo-. Soy más rápido de lo que imaginaba.

– ¿Cómo puedes bromear con eso?

– ¿Cómo no puedes tú? -replicó él.

Pero claro, ella nunca podía reírse de algo así. Para ella era impensable. Para él era…

Bueno, algo totalmente distinto.

– Estoy horrorizada.

Michael se limitó a sonreírle y se encogió de hombros, aun cuando ya comenzaba a sentirse algo picado. Naturalmente, no esperaba que Francesca lo considerara de esa manera, pero una reacción de horror no hace sentirse bien a un hombre acerca de sus habilidades viriles.

– ¿Cuáles son mis dos opciones? -preguntó.

Ella se limitó a mirarlo fijamente.

– Has dicho que tengo dos opciones.

Ella pestañeó, y la habría encontrado adorablemente desconcertada si no estuviera tan fastidiado con ella que no podía considerarla merecedora de algo caritativo.

– No lo recuerdo -dijo ella al fin-. Ay, cielos, ¿qué voy a hacer? -gimió.

– Sentarte podría ser un buen comienzo -dijo él, en un tono lo suficientemente brusco para hacerla girar la cabeza hacia él-. Párate a pensar, Frannie. Somos nosotros. Tu madre va a comprender lo tonta que ha sido una vez que se tome el tiempo para pensarlo.

– Eso fue lo que le dije -contestó ella, vehemente-. Es decir, por el amor de Dios. ¿Te lo puedes imaginar?

Él podía, en realidad, lo cual siempre había sido un problemita.

– Es algo de lo más inconcebible -masculló ella, paseándose por la habitación-. Como si yo… -Se volvió e hizo un gesto hacia él, agitando las manos-. Como si tú… -Se detuvo, se plantó las manos en las caderas y luego al parecer comprendió que no podía estarse quieta, porque reanudó el paseo-. ¿Cómo se le puede ocurrir semejante cosa?

– Creo que nunca te había visto tan enfadada -comentó él.

Paró en seco y lo miró como si fuera un imbécil. Con dos cabezas.

Y tal vez con una cola.

– De verdad, deberías procurar calmarte -dijo.

Y lo dijo sabiendo que sus palabras tendrían el efecto contrario. Según su experiencia, nada fastidia más a una mujer que se le diga que se calme, en especial a una mujer como Francesca.

– ¿Calmarme? -repitió ella, volviéndose hacia él como si estuviera poseída por todo un espectro de furias-. ¿Calmarme? Buen Dios, Michael, ¿todavía tienes fiebre?

– No, no tengo fiebre -repuso él, tranquilamente.

– ¿Has entendido lo que te he dicho?

– Bastante bien -dijo él, de la manera más amable con que puede hablar un hombre al que acaban de atacarle su masculinidad.

– Es de locos -continuó ella-. Sencillamente de locos. Es decir, mírate.

Bueno, en realidad bien podría coger un cuchillo y cortarle sus partes.

– ¿Sabes, Francesca? -dijo, con estudiada mansedumbre-, hay muchas mujeres en Londres que estarían bastante complacidas por estar… ¿cómo ha sido que has dicho?, liadas en un romance conmigo.

Ella cerró bruscamente la boca, que le había quedado abierta después de la última parrafada.

Él arqueó las cejas y volvió a reclinarse en los almohadones.

– Algunas lo llamarían privilegio -añadió.

Ella lo miró indignada.

– Algunas mujeres -continuó él, sabiendo muy bien que no debía atormentarla con ese tema-, podrían incluso enzarzarse en un combate a puñetazos sólo por la oportunidad de…

– ¡Basta! Cielo santo, Michael, esa visión tan inflada de tus proezas no es atractiva.

– Me han dicho que es merecida -repuso él, con una lánguida sonrisa.

Ella se puso de un rojo subido.

Y él disfrutó bastante viéndola así. Podía amarla, pero detestaba lo que ella le hacía, y no tenía el corazón tan magnánimo que no sintiera de tanto en tanto un poco de satisfacción al verla tan atormentada.

Al fin y al cabo, eso sólo era una fracción de lo que sentía él día tras día.

– No tengo el menor deseo de saber nada sobre tus proezas amorosas -dijo ella secamente.

– Es curioso, solías preguntarme acerca de ellas todo el tiempo. -Guardó silencio, observando cómo se encogía-. ¿Cómo era lo que me pedías siempre?

– No…

– Cuéntame algo inicuo -dijo, en un tono que indicaba que acababa de recordarlo, cuando jamás había olvidado nada de lo que ella le decía-. Cuéntame algo inicuo -repitió, más lento-. Eso era. Te gustaba bastante cuando yo me portaba mal. Siempre tenías curiosidad por saber de mis proezas.

– Eso era antes…

– ¿Antes de qué, Francesca?

Ella guardó un extraño silencio y al fin dijo:

– Antes de esto. Antes de ahora, antes de todo.

– ¿Y yo debo entenderlo?

Ella contestó mirándolo indignada.

– Muy bien. Supongo que debo prepararme para la visita de tu madre. Eso debería ser un gran problema.

Ella lo miró dudosa.

– Pero tienes un aspecto horroroso.

– Ya sabía yo que tenía un motivo para quererte tanto -dijo él, irónico-. Estando contigo no hace falta preocuparse por caer en el pecado de la vanidad.

– Michael, ponte serio.

– Lamentablemente, lo estoy.

Ella lo miró enfurruñada.

– Ahora puedo levantarme solo, y exponerte a partes de mi cuerpo que me imagino preferirías no ver, o puedes marcharte y esperar mi gloriosa presencia abajo.

Ella salió corriendo.

Y eso lo dejó perplejo. La Francesca que conocía no huía de nada.

Ni tampoco se habría marchado sin hacer por lo menos el intento de decir la última palabra.

Pero lo que más le costaba creer era que lo hubiera dejado salir impune de haberse calificado de glorioso.

Al final Francesca no tuvo que soportar la visita de su madre. No habían pasado veinte minutos de su salida del dormitorio de Michael cuando llegó una nota de Violet informándole de que acababa de llegar Colin a Londres, de regreso de su viaje de meses por el Mediterráneo, y tendría que dejar la visita para después. Y ese mismo día por la tarde, tal como predijera ella el día que comenzó el ataque de Michael, llegaron Janet y Helen, lo cual eliminó la preocupación de Violet respecto a que ella estuviera sola en la casa con Michael, sin carabinas.

Las madres, como las llamaban Francesca y Michael desde hacía tiempo, se mostraron encantadas por el inesperado regreso de Michael, pero a la primera mirada a su semblante demacrado por la enfermedad, prácticamente se abalanzaron sobre él haciéndole manifestaciones de su preocupación, tanto que él se vio obligado a llamar a Francesca a un aparte para suplicarle que no lo dejara solo con ninguna de las dos damas. En realidad, fue una suerte que hubieran llegado justamente cuando él había pasado uno de esos días intermitentes en que se encontraba relativamente sano, por lo que Francesca tuvo tiempo para explicarles en privado la naturaleza de la enfermedad. Por lo tanto, cuando vieron la malaria en toda su horrible gloría, ya estaban preparadas.

Además, a diferencia de Francesca, aceptaron con más facilidad, no, en realidad, exigieron, que se guardara en secreto la enfermedad. Era casi imposible imaginarse que las damitas solteras de Londres no consideraran un excelente partido a un conde rico y guapo, pero la malaria nunca ha sido un factor favorable para un hombre que busca esposa.

Y si había algo que Janet y Helen estaban resueltas a conseguir antes de que terminara el año, era ver a Michael delante de una iglesia y su anillo firmemente puesto en el dedo de una nueva condesa.

Francesca se sentía muy aliviada por poder simplemente sentarse a contemplar y escuchar a las madres arengándolo para que se casara. Por lo menos eso les desviaba la atención de ella. No sabía cómo reaccionarían ante sus propios planes de matrimonio; sí, se imaginaba que se sentirían felices por ella, pero lo último que necesitaba era otras dos madres casamenteras intentando emparejarla con todos los pobres y patéticos solteros que pululaban en el mercado del matrimonio.