Cielo santo, ya tendría bastante con soportar a su propia madre, que seguro no iba a lograr resistir la tentación de entrometerse una vez que ella dejara clara su intención de encontrar marido ese año.
Así las cosas, Francesca se mudó nuevamente a la casa Kilmartin y los Stirling formaron allí un pequeño grupo familiar unido como en un capullo, puesto que Michael seguía declinando todas las invitaciones, prometiendo salir a sus actividades sociales una vez que estuviera bien instalado y organizado en su casa después de su tan larga ausencia. Las tres damas salían de tanto en tanto a eventos sociales, y aunque Francesca ya suponía que le harían preguntas acerca del nuevo conde, no estaba realmente preparada para la cantidad y frecuencia de dichas preguntas.
Al parecer todas las mujeres estaban locas por el Alegre Libertino, y sobre todo ahora, que estaba envuelto en tanto misterio.
Ah, y el condado heredado, por supuesto; no había que olvidar eso; ni las cien mil libras que acompañaban al título.
Pensando en eso, Francesca movió la cabeza de lado a lado. En realidad, ni siquiera la señora Radcliffe podría haber ideado un héroe más perfecto. La casa se iba a convertir en un manicomio cuando él se recuperara.
Y entonces, de repente, se recuperó.
Aunque en fin, tenía que reconocer Francesca, en realidad la recuperación no fue tan de repente; los episodios de fiebre habían ido disminuyendo paulatinamente en gravedad y duración. Pero sí daba la impresión de que un día estaba demacrado y pálido y al siguiente ya era un hombre sano y vigoroso, paseándose por la casa impaciente por salir a la luz del sol.
– La quinina -explicó Michael cuando ella le comentó ese cambio de apariencia durante el desayuno-. Me tomaría esa porquería seis veces al día si no tuviera ese sabor tan condenadamente horroroso.
– Cuida tu lenguaje, Michael, por favor -musitó su madre, enterrando el tenedor en una salchicha.
– ¿Has probado la quinina, madre?
– No, claro que no.
– Pruébala, y entonces veremos cómo cuidas tu lenguaje.
Francesca se rio cubriéndose la boca con la servilleta.
– Yo la he probado -declaró Janet.
Todos los ojos se volvieron hacia ella.
– ¿Sí? -preguntó Francesca.
Ni siquiera ella se había atrevido a probarla; solo el olor la inducía a mantener el frasco firmemente tapado con su corcho todo el tiempo.
– Ah, pues sí -contestó Janet-. Tenía curiosidad. Es realmente asquerosa -le dijo a Helen.
– ¿Peor que ese horrendo brebaje que nos hizo beber la cocinera el año pasado para el… el…? -Le hizo un gesto a Janet para decir «ya sabes a qué me refiero».
– Mucho peor -contestó Janet.
– ¿La diluiste? -preguntó Francesca.
Había que desleír el polvo en agua destilada, pero ella suponía que Janet simplemente se había puesto un poquito en la lengua.
– Por supuesto, ¿no es eso lo que hay que hacer?
– Algunas personas prefieren mezclarla con ginebra -dijo Michael.
Helen se estremeció.
– Así no puede ser peor que sola -comentó Janet.
– De todos modos -dijo Helen-, si uno la va a mezclar con licor, por lo menos podría elegir un buen whisky.
– ¿Y estropear el whisky? -terció Michael, sirviéndose unas cuantas cucharadas de huevos revueltos en su plato.
– No puede ser tan mala -dijo Helen.
– Lo es -dijeron Michael y Janet al unísono.
– Es cierto -añadió Janet-. No me imagino estropear un buen whisky de esa manera. La ginebra ya servirá.
– ¿Has probado la ginebra? -le preguntó Francesca.
Al fin y al cabo la ginebra no se consideraba un licor apropiado para la clase alta, y mucho menos para mujeres.
– Una o dos veces -contestó Janet.
– Y yo que creía que lo sabía todo de ti -musitó Francesca.
– Tengo mis secretos -repuso Janet, con aire satisfecho.
– Esta es una conversación muy rara para el desayuno -comentó Helen.
– Muy cierto -convino Janet. Se volvió a mirar a su sobrino-. Michael, estoy muy contenta de verte en pie, activo y con un aspecto tan bueno y sano.
Él inclinó la cabeza, agradeciéndole el cumplido.
Ella se limpió delicadamente las comisuras de la boca con la servilleta.
– Pero ahora debes atender a tus responsabilidades de conde.
Él emitió un gemido.
– No te irrites tanto. Nadie te va a colgar por los pulgares. Lo único que iba a decir es que debes ir al sastre para que te haga ropa apropiada para salir de noche.
– ¿Estás segura de que no puedo donar mis pulgares mejor?
– Son muy bonitos tus pulgares -contestó Janet-, pero creo que servirán mejor a toda la humanidad adheridos a tus manos.
Michael le sostuvo firmemente la mirada.
– Veamos. En mi programa para hoy, que es el primer día que estoy levantado, podría añadir, tengo una reunión con el primer ministro para hablar del asunto de mi escaño en el Parlamento, una reunión con el abogado de la familia para hablar del estado de nuestras finanzas, y una entrevista con el administrador de nuestra propiedad principal, que, según me han dicho, ha venido a Londres con la expresa finalidad de hablar del estado de las siete propiedades de la familia. ¿Puedo preguntar en qué momento debo meter una visita al sastre?
Las tres damas lo miraron mudas.
– ¿Tal vez tengo que informar al primer ministro que debo dejar para el jueves mi reunión con él? -preguntó él mansamente.
– ¿Cuándo concertaste todas esas entrevistas? -le preguntó Francesca, bastante avergonzada de que esa diligencia la hubiera sorprendido.
– ¿Crees que me he pasado estas dos semanas mirando el techo?
– Bueno, no -contestó ella, aunque en realidad no sabía qué creía que había estado haciendo él.
Leyendo, habría supuesto; eso era lo que habría hecho ella.
Puesto que nadie dijo nada más, Michael echó atrás su silla.
– Si me disculpáis, señoras -dijo, dejando en la mesa su servilleta-, creo que hemos establecido que me espera un día muy ocupado.
Pero aún no se había levantado de la silla cuando Janet dijo, tranquilamente:
– ¿Michael? El sastre.
Él se quedó inmóvil.
Janet le sonrió dulcemente.
– Mañana sería perfectamente aceptable.
Francesca creyó oírle hacer rechinar los dientes.
Janet se limitó a ladear ligeramente la cabeza.
– Necesitas trajes de noche. No soñarás, supongo, con perderte el baile de celebración del cumpleaños de lady Bridgerton.
Francesca se apresuró a llevarse a la boca un tenedor con los huevos revueltos para que no viera su sonrisa. Janet era tremendamente astuta para manipular. La fiesta de cumpleaños de su madre era el único evento social al que Michael se sentiría obligado a asistir. Cualquier otra invitación la habría declinado sin importarle nada.
Pero ¿declinar una invitación de Violet?
No, eso nunca.
– ¿Cuándo es? -suspiró él.
– El once de abril -contestó Francesca amablemente-. Asistirá todo el mundo.
– ¿Todo el mundo?
– Todos los Bridgerton.
A él se le alegró visiblemente la expresión.
– Y todos los demás -añadió ella, encogiéndose de hombros.
Él la miró fijamente.
– Define «todos los demás».
Ella le sostuvo la mirada.
– Pues, todo el mundo.
Él se desmoronó en el asiento.
– ¿Es que no voy a tener un respiro?
– Pues claro que sí -dijo Helen-. Ya lo has tenido, en realidad. La semana pasada. Lo llamamos malaria.