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– Y tanta impaciencia que tenía yo por recuperar la salud.

– No temas -le dijo Janet-. Lo pasarás muy bien, no me cabe duda.

– Y es posible que conozcas a una bella dama -añadió Helen, amablemente.

– Ah, sí -masculló él-, no sea que olvidemos la verdadera finalidad de mi vida.

– No es una finalidad tan terrible -dijo Francesca, sin poder resistir esa pequeña oportunidad de hacer una broma.

– ¿Ah, no? -preguntó él, volviendo la cabeza hacia ella.

Clavó la mirada en sus ojos con una fijeza sorprendente, produciéndole la muy desagradable sensación de que tal vez no debería haberlo provocado.

– Pues… no -dijo, puesto que ya no podía retractarse.

– ¿Y cuáles son tus finalidades? -le preguntó él, dulcemente.

Por el rabillo del ojo, Francesca vio que Janet y Helen los estaban observando y oyendo con ávida atención, sin disimular su curiosidad.

– Ah, esto y aquello -dijo, agitando alegremente la mano-. Por el momento, simplemente terminar mi desayuno. Está delicioso, ¿no te parece?

– ¿Huevos revueltos con guarnición de madres entrometidas?

– No olvides mencionar a tu prima -dijo ella, dándose una patada bajo la mesa tan pronto como salieron esas palabras de su boca.

Todo en la actitud de él le gritaba que no lo provocara, pero simplemente no podía evitarlo.

Eran pocas las cosas de este mundo que disfrutara más que provocar a Michael Stirling, y esos momentos eran tan deliciosos que era incapaz de resistirlos.

– ¿Y cómo piensas pasar la temporada? -le preguntó él, ladeando ligeramente la cabeza y con una odiosa expresión de paciencia.

– Me imagino que comenzaré por ir a la fiesta de cumpleaños de mi madre.

– ¿Y qué vas a hacer allí?

– Felicitarle el cumpleaños.

– ¿Nada más?

– Bueno, no le preguntaré cuántos años cumple, si es a eso a lo que te refieres.

– Ah, no -exclamó Janet.

– No harás eso -dijo Helen al mismo tiempo.

Entonces las tres lo miraron con expresiones idénticas, de expectación. A él le tocaba hablar, después de todo.

– Me voy -dijo, rascando el suelo con las patas de la silla al levantarse.

Francesca abrió la boca para decir algo que lo irritara, ya que eso era siempre lo primero que deseaba hacer cuando él estaba en ese estado, pero no encontró las palabras.

Michael había cambiado.

En realidad, no era que hubiera sido irresponsable antes. Simplemente no tenía ninguna responsabilidad. Y la verdad era que nunca se le había ocurrido pensar cómo las cumpliría cuando volviera a Inglaterra.

– Michael -dijo, y su voz le atrajo inmediatamente la atención a él-, buena suerte con lord Liverpool.

Él captó su mirada y ella vio relampaguear algo en sus ojos. Una insinuación de aprecio, o incluso de gratitud.

O tal vez no era algo tan preciso. Tal vez era simplemente un momento de entendimiento sin palabras.

El tipo de entendimiento que había tenido con John.

Tragó saliva, incómoda, ante esa repentina comprensión. Cogió la taza de té y se la llevó a los labios con un movimiento lento, controlado, como si pudiera extender el dominio de su cuerpo a su mente.

¿Qué acababa de ocurrir?

Él era simplemente Michael, ¿no?

Sólo su amigo, sólo su confidente de mucho tiempo.

¿No era eso solamente?

¿No?

Capítulo 10

…– -… -… – -

Solamente rayitas y puntos que quedaron

marcados en el papel con los golpeteos de la pluma

de la condesa de Kilmartin, dos semanas después

de recibir la tercera carta del conde de Kilmartin…

– ¿Está aquí?

– No.

– ¿Aquí?

– ¿Estás segura?

– Totalmente segura.

– Pero ¿vendrá?

– Dijo que vendría.

– Ah, pero ¿a qué hora va a venir?

– Eso no lo sé.

– ¿No?

– No.

– Ah, muy bien. Bueno… ¡Ah, mira! Ahí veo a mi hija. Encantada de verte, Francesca.

Francesca puso los ojos en blanco, gesto de afectación que no hacía nunca, a no ser que fuera una circunstancia tan molesta que lo exigiera, y se quedó mirando alejarse a la señora Featherington, una de las peores cotillas de la alta sociedad, en dirección a su hija Felicity, que estaba charlando amablemente con un joven guapo, aunque sin título, en la orilla del salón de baile.

Habría encontrado divertida la conversación con la señora Featherington si no hubiera sido la séptima, no, la octava (no debía olvidar a su madre) vez que la sometían a ella. Y la conversación era siempre igual, incluso con las mismas palabras, con la única diferencia de que no todas la conocían tan bien como para tutearla y tratarla por su nombre de pila.

Desde el momento en que Violet Bridgerton anunció que el esquivo conde de Kilmartin haría su reaparición en sociedad en su fiesta de cumpleaños…, bueno, Francesca había estado totalmente segura de que no volvería a estar a salvo de interrogatorios nunca más, al menos de cualquier persona que tuviera un tipo de relación de parentesco o amistad con una mujer soltera.

Michael era el mejor partido de la temporada y ya había acaparado todo el interés sin siquiera haber hecho acto de presencia.

– ¡Lady Kilmartin!

Levantó la vista. La condesa de Danbury venía caminando hacia ella. Nunca una anciana más arisca y franca que ella había honrado con su presencia los salones de baile de Londres, pero a Francesca le caía bastante bien, de modo que le sonrió mientras se iba acercando, observando de paso que los invitados junto a los cuales pasaba se alejaban precipitadamente.

– Lady Danbury -la saludó-, cuánto me alegra verla aquí esta noche. ¿Lo está pasando bien?

Lady Danbury golpeó el suelo con su bastón sin ningún motivo aparente.

– Lo estaría pasando muchísimo mejor si alguien me dijera qué edad tiene tu madre.

– Ah, yo no me atrevería.

– Psst. ¿A qué viene tanto secreto? No es que sea mayor que yo.

– ¿Y qué edad tiene usted? -le preguntó, en un tono tan dulce como astuta era su sonrisa.

Lady Danbury arrugó la cara en una sonrisa.

– Je, je, eres la lista, ¿eh? No pienses que te lo voy a decir.

– Entonces comprenderá que yo tenga esa misma lealtad hacia mi madre.

– Jumjum -gruñó lady Danbury, golpeando nuevamente el suelo con el bastón, para dar énfasis-. ¿Para qué dar una fiesta de cumpleaños si nadie sabe qué se celebra?

– ¿El milagro de la vida y la longevidad?

Lady Danbury emitió un bufido, y preguntó:

– ¿Y dónde está ese nuevo conde tuyo?

Vaya, sí que era francota.

– No es mi conde.

– Bueno, es más tuyo que de nadie.

Probablemente eso era una gran verdad, pensó Francesca, pero no se lo iba a confirmar diciéndoselo, de modo que se limitó a decir:

– Me imagino que su señoría se ofendería si se oyera llamar posesión de cualquiera que no sea él mismo.

– Su señoría, ¿eh? Ese es un trato muy formal, ¿no te parece? Creí que erais amigos.

– Lo somos.

Pero eso no significaba tratarlo por su nombre de pila en público. Ciertamente no le convenía dar pie a ningún rumor, puesto que necesitaba mantener prístina su reputación si quería encontrar un marido.

– Era el más íntimo amigo y confidente de mi marido -añadió, intencionadamente-. Eran como hermanos.

Lady Danbury pareció decepcionada por esa sosa descripción de su relación con Michael, pero simplemente frunció los labios y miró alrededor.

– Esta fiesta necesita animación -masculló, volviendo a golpear el suelo con el bastón.

– Procure no decirle eso a mi madre -le dijo Francesca.

Violet se había pasado semanas organizando esa fiesta, y de verdad nadie podría encontrarle un defecto. La iluminación era suave y romántica, la música, perfección pura, e incluso la comida era buena, no pequeña hazaña en un baile de Londres. Ella ya se había comido dos de los deliciosos pastelillos con crema y chocolate, y había estado ideando la manera de volver disimuladamente a la mesa de refrescos a buscar otro sin parecer una absoluta glotona.