– ¿A Escocia? -preguntó Francesca, pulsando suavemente un Si bemol en el piano-. ¿Estando tan próxima la temporada?
Michael se levantó, repentinamente impaciente por marcharse; no debería haber venido, por cierto.
– ¿Por qué no? -preguntó, en un tono de la más absoluta despreocupación-. Os encanta estar allí. A John le gusta. Y no es un trayecto muy largo, si están en buen estado las ballestas.
– ¿Vendrías tú? -preguntó John.
– Creo que no -contestó.
Como si a él le interesara ser testigo de la celebración de su aniversario de bodas. En realidad, lo único que le haría eso sería recordarle lo que no podría tener jamás; y eso le recordaría su sentimiento de culpa. O se lo intensificaría. No necesitaba ningún recordatorio; vivía con él cada día.
«No desearás a la mujer de tu primo.»
Moisés debió olvidarse de escribir ese mandamiento.
– Tengo mucho que hacer aquí -dijo.
– ¿Sí? -exclamó Francesca, con los ojos iluminados por el interés-. ¿Qué?
– Ah, pues, lo sabes -dijo él, travieso-. Todas esas cosas que tengo que hacer para prepararme para una vida de disipación y ocio.
Francesca se levantó.
Santo Dios, se levantó, y venía caminando hacia él. Eso era lo peor de todo: cuando lo tocaba.
Ella le puso la mano en el brazo; él hizo un esfuerzo para no encogerse.
– Cómo me gustaría que no hablaras así -dijo ella.
Michael miró por encima del hombro de ella hacia John, que había levantado el diario lo bastante alto para simular que no estaba oyendo.
– ¿Es que quieres convertirme en tu obra? -preguntó, con muy poca amabilidad.
Ella retiró la mano y retrocedió.
– Te tenemos cariño.
Te tenemos. Nosotros. No «yo», no John: nosotros. Un sutil recordatorio de que eran una unidad. John y Francesca; lord y lady Kilmartin. Ella no lo decía con esa intención, lógicamente, pero así era como lo oía él de todas formas.
– Y yo os tengo cariño -dijo, deseando que entrara una plaga de langostas en el salón.
– Lo sé -dijo ella, sin darse cuenta de su sufrimiento-. No podría pedir un primo mejor. Pero deseo que seas feliz.
Michael miró a John, haciéndole un gesto que significaba: «Sálvame».
Abandonando la simulación de estar leyendo, John dejó a un lado el diario.
– Francesca, cariño, Michael es un hombre adulto. Encontrará la felicidad a su manera. Cuando lo vea conveniente.
Francesca frunció los labios y Michael comprendió que estaba irritada. No le gustaba que le frustraran sus planes, ni le gustaba reconocer que podría ser incapaz de ordenar a su satisfacción su mundo, y a las personas que lo habitaban.
– Debería presentarte a mi hermana -dijo.
Buen Dios.
– Conozco a tu hermana -se apresuró a decir-. En realidad las conozco a todas, incluso a aquella que todavía llevan con rienda corta.
– No la llevan con… -Se interrumpió y apretó los dientes-. Te concedo que Hyacinth no te conviene, pero Eloise es…
– No me voy a casar con Eloise -dijo él secamente.
– No quiero decir que tengas que casarte con ella. Sólo que bailes con ella una o dos veces.
– He bailado con ella. Y eso es lo único que voy a hacer.
– Pero…
– Francesca -dijo John, en tono muy amable pero con un significado muy claro: «Basta».
Michael podría haberlo besado por su intervención. Claro que John sólo creía que lo salvaba de una innecesaria y molesta intromisión femenina. No podía de ninguna manera saber la verdad: que él estaba intentando calcular cuál sería la magnitud de su sentimiento de culpa si estuviera enamorado de la mujer de su primo «y» de la hermana de esa mujer.
Buen Dios, casado con Eloise Bridgerton. ¿Es que Francesca quería matarlo?
– Deberíamos salir a caminar -dijo Francesca, repentinamente.
Michael miró por la ventana. En el cielo ya no quedaban vestigios de luz del día.
– ¿No es un poco tarde ya? -preguntó.
– No si voy acompañada por dos hombres fuertes. Además, las calles de Mayfair están bien iluminadas. Estaremos muy seguros. -Se giró a mirar a su marido-. ¿Qué te parece, cariño?
– Tengo una reunión esta noche -contestó John, sacando su reloj de bolsillo para mirar la hora-. Deberías ir con Michael.
Más prueba aún de que John no tenía ni la menor idea de sus sentimientos, pensó Michael.
– Los dos siempre lo pasáis muy bien juntos -añadió John.
Francesca se volvió hacia Michael y le sonrió, introduciéndose otro poco más en su corazón.
– ¿Me harás ese favor? -le preguntó-. Estoy desesperada por salir a tomar aire fresco ahora que ha dejado de llover. Además, me he sentido un poco rara todo el día, debo decir.
– Sí, por supuesto -repuso Michael.
¿Qué otra cosa podía decir, si todos sabían que no tenía ninguna reunión ni cita? La suya era una vida de disipación esmeradamente cultivada.
Además, le era imposible resistirse a ella. Sabía muy bien que debía mantenerse alejado, que no debía permitirse nunca estar solo en su compañía. Nunca actuaría según sus deseos, pero ¿de veras necesitaba someterse a ese tipo de sufrimiento? Igual acabaría solo en su cama, atormentado por la culpa y el deseo a partes iguales.
Pero cuando ella le sonreía, no podía decir que no. Y, la verdad, no era tan fuerte como para negarse una hora en su presencia.
Porque su presencia era lo único que tendría en su vida. Nunca habría un beso, jamás una mirada significativa ni una caricia. No habría palabras de amor susurradas, ni gemidos de pasión.
Lo único que podía tener de ella era su sonrisa y su compañía, y, patético idiota que era, estaba dispuesto a conformarse con eso.
– Dame un momento -dijo ella, deteniéndose en la puerta-. Tengo que ir a buscar algo de abrigo.
– Date prisa -dijo John-. Ya son pasadas las siete.
– Estaré segura, protegida por Michael -contestó ella, sonriendo con toda confianza-, pero no te preocupes, seré rápida. -Entonces sonrió a su marido con expresión traviesa-. Siempre soy rápida.
Michael tuvo que desviar la vista al ver que su primo se ruborizaba. Dios de los cielos, no tenía el menor interés en saber qué quería decir ella con «siempre soy rápida». Por desgracia, eso podía significar muchísimas cosas, todas ellas deliciosamente sexuales. Y era probable que se pasara la próxima hora clasificándolas en su mente, imaginándose que se las hacía a él.
Se tironeó la corbata. Tal vez podría librarse de esa salida con Francesca. Tal vez podría irse a casa y darse un baño con agua fría. O, mejor aún, encontrar una mujer de pelo castaño y largo bien dispuesta. Y si tenía suerte, de ojos azules también.
– Lo lamento -dijo John después de que Francesca saliera.
Michael se giró a mirarle la cara. No podía ser que se refiriera a la traviesa insinuación de Francesca.
– Su intromisión -añadió John-. Eres bastante joven. No tienes por qué casarte todavía.
– Tú eres más joven que yo -dijo Michael, simplemente por llevar la contraria.
– Sí, pero conocí a Francesca -dijo John, encogiéndose de hombros, en gesto de impotencia, como si eso lo explicara todo.
Y claro que lo explicaba.
– No me fastidia su intromisión -dijo Michael.
– Sí que te fastidia. Lo veo en tus ojos.
Y ese era el problema; John se lo veía en los ojos. No había nadie en el mundo que lo conociera mejor que él. Si algo le molestaba, John siempre lo notaba. El milagro era que no comprendiera la causa de su molestia.
– Le diré que te deje en paz -dijo John-, aunque tienes que saber que sólo te regaña porque te quiere.
Michael sólo consiguió esbozar una sonrisa, aunque le salió tensa. No logró encontrar palabras para contestar.
– Gracias por acompañarla en el paseo -continuó John, levantándose-. Ha estado irritable todo el día, por la lluvia. Me dijo que se sentía muy encerrada.