Pero claro, en el camino la habían detenido varias señoras para interrogarla.
– Ah, eso no es culpa de tu madre -dijo lady Danbury-. Ella no es la culpable de la sobreabundancia de aburridos en nuestra sociedad. Buen Dios, os parió y crió a los ocho, y no hay ninguno idiota entre vosotros. -La miró seria-. Eso es un cumplido, por cierto.
– Me ha conmovido.
Lady Danbury cerró la boca y apretó los labios formando una línea terriblemente seria.
– Voy a tener que hacer algo -dijo.
– ¿Respecto a qué?
– A la fiesta.
Francesca sintió una sensación horrible en el estómago. Nunca había sabido que la anciana le hubiera estropeado una fiesta a nadie, pero era muy inteligente y capaz de hacer bastante daño si se lo proponía.
– ¿Qué piensa hacer? -le preguntó.
– Ah, no me mires como si estuviera a punto de matar a tu gato.
– No tengo gato.
– Bueno, yo sí, y te aseguro que me enfurecería como un demonio si alguien intentara hacerle daño.
– Lady Danbury, ¿a qué se refiere, por el amor de Dios?
– Ah, no lo sé -dijo la anciana, agitando la mano, irritada-. Puedes estar segura de que si lo supiera, ya habría hecho algo. Pero no voy a armar una escena en la fiesta de tu madre. -Levantó bruscamente el mentón y miró a Francesca, sorbiendo por la nariz en gesto desdeñoso-. Como si yo fuera a hacer algo para herir los sentimientos de tu querida madre.
Eso no tranquilizó mucho a Francesca.
– Bueno, haga lo que haga, por favor tenga cuidado.
– Francesca Stirling -dijo lady Danbury, sonriendo irónica-, ¿estás preocupada por mí?
– Por usted no tengo la menor preocupación -replicó Francesca, descaradamente-, es por el resto de nosotros que tiemblo.
Lady Danbury emitió un cacareo de risa.
– Bien dicho, lady Kilmartin. Creo que te mereces un descanso. De mí -añadió, por si Francesca no lo había captado.
– Usted es mi descanso -masculló Francesca.
Pero lady Danbury estaba contemplando la muchedumbre y fue evidente que no la había oído, porque dijo en tono resuelto:
– Creo que voy a ir a fastidiar a tu hermano.
– ¿A cuál? -preguntó Francesca, aunque sin preocuparse, puesto que cualquiera de ellos se merecía un poquitín de tortura.
– A ese. -Apuntó hacia Colin-. ¿No acaba de volver de Grecia?
– De Chipre, en realidad.
– Grecia, Chipre, todo es igual para mí.
– Para ellos no, me imagino.
– ¿Para quienes? ¿Para los griegos, quieres decir?
– O para los chipriotas.
– Psst. Bueno, si uno de ellos decide presentarse aquí esta noche, puede sentirse libre para explicar las diferencias. Mientras tanto yo me revolcaré en mi ignorancia. -Dicho eso, Lady Danbury golpeó el suelo con el bastón una última vez y acto seguido se giró hacia Colin y gritó-: ¡Señor Bridgerton!
Francesca observó divertida que su hermano hacía todo lo posible por simular que no había oído a la anciana. Le agradaba bastante que lady Danbury hubiera decidido torturar un poco a Colin, sin duda se lo merecía, pero al encontrarse nuevamente sola, cayó en la cuenta de que lady Danbury le había servido de muy eficaz defensa contra la multitud de madres casamenteras que la consideraban su única conexión con Michael.
Buen Dios, ya veía a tres acercándosele.
Era el momento de escapar. Inmediatamente. Girando sobre sus talones, echó a andar hacia su hermana Eloise, que era fácil de distinguir por su vestido verde vivo. La verdad, preferiría pasar de largo junto a Eloise y salir por la puerta, pero si quería tomarse en serio el asunto de su matrimonio, tenía que circular y hacer saber que estaba en el mercado en busca de otro marido.
Aunque lo más seguro era que a nadie le importara si andaba buscando marido o no mientras no apareciera Michael. Podría anunciar que pensaba marcharse a África negra para hacerse caníbal, y lo único que le preguntarían sería: «¿La va a acompañar el conde?»
– ¡Buenas noches! -dijo, al llegar al pequeño grupo.
Todas eran de la familia. Eloise estaba charlando con sus dos cuñadas: Kate y Sophie.
– Ah, hola, Francesca -saludó Eloise-. ¿Dónde está…?
– No empieces.
– ¿Qué te pasa? -preguntó Sophie, mirándola preocupada.
– Si una sola persona más me pregunta por Michael, juro que me va a explotar la cabeza.
– Eso cambiaría el tenor de la fiesta, sin duda -comentó Kate.
– Y no digamos el trabajo del personal para limpiar -añadió Sophie.
Francesca gruñó.
– Bueno, ¿dónde está? -preguntó Eloise-. Y no me mires como si…
– ¿Fuera a matar a tu gato?
– No tengo gato. ¿De qué demonios hablas?
Francesca exhaló un suspiro.
– No lo sé. Dijo que vendría.
– Si es listo, es probable que permanezca escondido en el vestíbulo -apuntó Sophie.
– Buen Dios, es posible que tengas razón -dijo Francesca, imaginándoselo pasando por fuera del salón e instalándose en el salón para fumar.
Es decir, lejos de todas las mujeres.
– Es temprano todavía -dijo Kate amablemente.
– A mí no me parece temprano -gruñó Francesca-. Ojalá ya hubiera llegado, para que la gente deje de preguntarme por él.
Eloise se echó a reír, endemoniada renegada que era.
– Ay, mi pobre Francesca, cómo te engañas -dijo-, una vez que llegue te harán el doble de preguntas. Simplemente van a cambiar el «¿Dónde está?» por «Cuéntanos más».
– Creo que Eloise tiene razón -dijo Kate.
– Vamos, pardiez -gimió Francesca, buscando una pared para apoyarse.
– ¿Has blasfemado? -comentó Sophie, pestañeando sorprendida.
Francesca volvió a suspirar.
– Parece que lo hago mucho últimamente.
Sophie la miró afectuosa y de pronto exclamó:
– ¡Llevas un vestido azul!
Francesca se miró el vestido de noche nuevo. En realidad se sentía muy complacida por llevarlo, aun cuando nadie se había fijado en él, aparte de Sophie. Ese matiz de azul era uno de sus favoritos, oscuro pero sin llegar a azul marino. El vestido era elegantemente sencillo, con el escote ribeteado por una delgada franja de seda azul más claro. Se sentía como una princesa, o si no como una princesa, al menos no como una viuda intocable.
– ¿Has dejado el luto, entonces? -preguntó Sophie.
– Bueno, ya hace unos años que me quité el luto -balbuceó Francesca.
Ahora que por fin se había despojado de los vestidos grises y lavanda, se sentía tonta por haberse aferrado a ellos tanto tiempo.
– Sabíamos que estabas recuperada -dijo Sophie-, pero seguías usando colores de medio luto y… bueno, no tiene importancia. Simplemente estoy encantada de verte vestida de azul.
– ¿Significa eso que vas a considerar la posibilidad de volverte a casar? -preguntó Kate-. Han pasado cuatro años.
Francesca no pudo evitar un mal gesto. Típico de Kate ir directamente al grano. Pero si quería tener éxito en sus planes no debía mantenerlos en secreto eternamente, así que se limitó a contestar:
– Sí.
Las otras tres estuvieron calladas un momento y de pronto, lógicamente, todas hablaron al mismo tiempo, felicitándola, dándole consejos y diciendo otras tantas tonterías que ella de ninguna manera deseaba oír. Pero todo lo decían con las mejores intenciones y el mayor cariño, así que simplemente sonreía, asentía y agradecía sus buenos deseos.
– Tendremos que organizar esto, por supuesto -dijo Kate de pronto.
Francesca la miró horrorizada.
– ¿Qué quieres decir?