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Entonces sonrió, pero fue como si estuviera divertida, y él tuvo la inesperada sensación de que se burlaba de él; pero no ganaría nada con echárselo en cara; sólo le demostraría lo sintonizado que estaba con todas sus expresiones. Por lo tanto, se limitó a preguntarle:

– ¿Lo estás pasando bien?

– Por supuesto. ¿Y tú?

– Por supuesto.

Ella arqueó una ceja.

– ¿Incluso en tu actual estado de soledad?

– ¿Qué quieres decir?

Ella se encogió de hombros, despreocupadamente.

– La última vez que te vi, estabas rodeado de mujeres.

– Si me viste, ¿por qué no acudiste a salvarme?

– ¿A salvarte? -dijo ella, riendo-. Cualquiera se daba cuenta de que lo estabas pasando muy bien.

– ¿Sí?

– Vamos, Michael, por favor -dijo ella, mirándolo intencionadamente-. Vives para coquetear y seducir.

– ¿En ese orden?

Ella se encogió de hombros.

– Por algo te llaman el Alegre Libertino.

A él se le apretaron las mandíbulas como por voluntad propia. Eso le dolía, y el hecho de que le doliera le dolía más aún.

Ella le escrutó la cara, con tanta atención que sintió deseos de retorcerse de incomodidad, y de pronto sonrió.

– No te gusta -dijo al fin, casi sin aliento al comprender eso-. Ay, cielos, no te gusta.

Daba la impresión de que hubiera recibido una revelación de proporciones bíblicas, pero al ser todo a expensas de él, lo único que pudo hacer fue fruncir el ceño.

Entonces ella se echó a reír, lo cual lo empeoró todo.

– Ah, caramba -dijo, poniéndose la mano en el vientre, atacada de risa-. Te sientes como un zorro en una cacería, y no te gusta nada. Vamos, esto es sencillamente demasiado. Después de todas las mujeres que has cazado…

Lo entendía todo del revés, lógicamente. A él no le importaba de ninguna manera que a las señoras de la sociedad les hubiera dado por llamarlo el mejor partido de la temporada y lo persiguieran a causa de eso. Ese era justamente el tipo de cosas que le resultaba fácil considerar con humor.

No le importaba que lo llamaran el Alegre Libertino. No le importaba que lo creyeran un despreciable seductor.

Pero cuando Francesca decía eso…

Era como si le arrojara ácido.

Y lo peor era que sólo podía culparse a sí mismo. Había cultivado esa reputación durante años, había pasado horas y horas tentando y coqueteando, asegurándose de que Francesca lo viera, para que nunca adivinara la verdad.

Y tal vez lo había hecho por sí mismo también, porque si era el Alegre Libertino, al menos era algo. La alternativa era no ser otra cosa que un tonto patético, enamorado sin esperanzas de la mujer de otro hombre. Y, demonios, era bueno para ser el hombre capaz de seducir con una sonrisa. Bien podía tener algo en la vida en que pudiera tener éxito.

– No puedes decir que no te lo advertí -dijo, Francesca, con el aspecto de sentirse muy complacida consigo misma.

– No es desagradable rodearse de mujeres hermosas -dijo él, principalmente para irritarla-. Y es mejor cuando eso se logra sin ningún esfuerzo.

Dio resultado, porque a ella se le tensó un poco la cara alrededor de la boca.

– No me cabe duda de que eso es más que delicioso, pero debes tener cuidado de no propasarte -dijo ella, secamente-. Estas no son tus mujeres habituales.

– No sabía que tenía mujeres habituales.

– Sabes exactamente qué quiero decir, Michael. Otros podrían llamarte un libertino total, pero yo te conozco mejor.

Él casi se rio. Ella creía que lo conocía muy bien, pero no sabía nada de nada. Jamás sabría toda la verdad.

– ¿Ah, sí? -dijo.

– Hace cuatro años tenías tus normas -continuó ella-. Jamás seducías a nadie que fuera a quedar irreparablemente dañada por tus actos.

– ¿Y qué te hace pensar que voy a comenzar ahora?

– Ah, no creo que vayas a hacer nada de eso a propósito, pero antes nunca te relacionabas con jovencitas que desearan casarse. No existía ni siquiera la posibilidad de que fueras a cometer un desliz y deshonrar por casualidad a una de ellas.

La vaga irritación que había estado hirviendo en él a fuego suave, comenzó a hervir con fuerza.

– ¿Quién te crees que soy, Francesca? -le preguntó, con todo el cuerpo tenso por algo que no lograba comprender del todo. Detestaba que ella pensara eso de él; lo detestaba.

– Michael…

– ¿De veras me crees tan lerdo que podría arruinar la reputación de una jovencita «por casualidad»?

Ella entreabrió los labios y se estremeció ligeramente.

– No lerdo, Michael, claro que no. Pero…

– Insensible, entonces -dijo él, entre dientes.

– No, eso tampoco. Simplemente pienso…

– ¿Qué, Francesca? -preguntó él, implacable-. ¿Qué piensas de mí?

– Pienso que eres el hombre más bueno que conozco -dijo ella, dulcemente.

Maldición. Típico de ella desarmar a un hombre con una sola frase. La miró, simplemente la miró, tratando de comprender qué había querido decir con eso.

– Eso pienso -dijo ella, encogiéndose de hombros-. Pero también pienso que eres tonto, y que eres voluble, y creo que esta primavera vas a romper más corazones de los que yo podré contar.

– No es tu trabajo contarlos -dijo él, en voz baja y dura.

– No, no lo es, ¿verdad? -Lo miró, y sonrió irónica-. Pero voy a terminar contándolos de todos modos, ¿verdad?

– Y eso ¿por qué?

Pareció que ella no tenía respuesta a eso, pero entonces, justo cuando él creía que no diría nada más, ella susurró:

– Porque no seré capaz de impedírmelo.

Pasaron varios segundos, y continuaron ahí, los dos dando la espalda a la pared, con todo el aspecto de estar simplemente contemplando la fiesta. Finalmente Francesca rompió el silencio:

– Deberías bailar -dijo.

Él se giró a mirarla.

– ¿Contigo?

– Sí, una vez por lo menos. Pero también deberías bailar con alguna joven atractiva, con una con la que podrías casarte.

Con alguien con quién podría casarse, pensó él. Cualquiera, menos ella.

– Eso indicaría a la sociedad que por lo menos estás receptivo a la posibilidad de matrimonio -continuó ella. Y al ver que él no hacía ningún comentario, añadió-: ¿No lo estás?

– ¿Receptivo a la idea del matrimonio?

– Sí.

– Si tú lo dices -dijo él, en tono bastante frívolo.

Tenía que ser arrogante, desdeñoso; esa era la única manera de ocultar la amargura que se había apoderado de él.

– Felicity Featherington -dijo Francesca, haciendo un gesto hacia una joven muy bonita que estaba a unas diez yardas-. Sería una excelente elección. Es muy sensata. No se enamoraría de ti.

Él la miró sardónico.

– No permita Dios que yo encuentre el amor.

Ella abrió la boca y agrandó los ojos.

– ¿Es eso lo que deseas? ¿Encontrar el amor?

Parecía encantada por esa perspectiva. Encantada de que él pudiera encontrar a la mujer perfecta.

Y ahí estaba, reafirmada su fe en un poder superior. No podía ser que esos momentos de perfecta ironía llegaran por casualidad.

– ¿Michael? -dijo ella.

Le brillaban los ojos, y estaba claro que deseaba algo para él, algo maravilloso y bueno.

Y lo único que deseaba él era ponerse a chillar.

– No tengo ni idea -dijo, mordaz-. Ni una maldita idea.

– Michael…

Parecía afligida, pero por una vez, a él no le importó.

– Si me disculpas -dijo en tono áspero-, creo que tengo que bailar con una Featherington.

– Michael, ¿qué te pasa? ¿Qué he dicho?

– Nada. Absolutamente nada.

– No seas así.

Cuando se volvió hacia ella sintió pasar algo por todo él, una especie de insensibilidad que pareció ponerle su antigua máscara en la cara, le permitió sonreírle tranquilamente y mirarla con su legendaria mirada de párpados entornados. Volvía a ser el libertino, tal vez no muy alegre, pero sí el seductor cortés de los pies a la cabeza.