– Nunca deshonraría el recuerdo de John -dijo Francesca.
– Claro que no. Si fueras el tipo de mujer que haría eso, él no se habría casado contigo, para empezar. O yo no se lo habría permitido -añadió con expresión guasona.
– Quiero tener hijos -explicó Francesca.
Sentía la necesidad de explicarlo, de lograr que Janet entendiera que lo que realmente deseaba era ser madre, no necesariamente una esposa.
Janet asintió y desvió la cara, pasándose las yemas de los dedos por los ojos.
– Deberíamos leer el resto de las tarjetas -dijo en tono enérgico, indicando así que quería cambiar de tema-, y tal vez prepararnos para una tanda de visitas esta tarde.
Francesca la siguió y se puso a su lado cuando Janet eligió un enorme arreglo de tulipanes y sacó la tarjeta.
– Yo creo que las visitas van a ser de mujeres -dijo Francesca-, para preguntar por Michael.
– Es posible que tengas razón -contestó Janet. Levantó la tarjeta-. ¿Puedo?
– Por supuesto.
Después de leer la tarjeta, Janet levantó la vista y dijo:
– Cheshire.
Francesca ahogó una exclamación.
– ¿El duque?
– El mismo.
Francesca se colocó la mano sobre el corazón.
– Caramba -exclamó-. El duque de Cheshire.
– Está claro, querida mía, que eres el mejor partido de la temporada.
– Pero yo…
– ¿Qué diablos es esto?
Eso lo dijo Michael, cogiendo al vuelo un florero que estuvo a punto de volcar, y con el aspecto de estar muy fastidiado e irritado.
– Buenos días Michael -lo saludó Janet alegremente.
Él la saludó con una inclinación de la cabeza, y luego miró a Francesca y gruñó:
– Das la impresión de estar a punto de jurar lealtad a tu soberano señor.
– Y ese serías tú, me imagino -replicó ella, bajando rápidamente la mano al costado; no se había dado cuenta de que todavía la tenía sobre el corazón.
– Si tienes suerte -masculló él.
Francesca se limitó a mirarlo mal.
Él sonrió burlón.
– ¿Y vamos a abrir una floristería?
– No, pero está claro que podríamos -contestó Janet-. Son para Francesca -añadió amablemente.
– Claro que son para Francesca -masculló él-, aunque, buen Dios, no sé quién sería tan idiota para enviar rosas.
– Me gustan las rosas -dijo Francesca.
– Todos envían rosas -dijo él, despectivo-. Son vulgares, trilladas y… -señaló las de Trevelstam-, ¿quién envió esas?
– Trevelstam -contestó Janet.
Él emitió un bufido y se giró a mirar a Francesca.
– No te irás a casar con él, ¿verdad?
– Probablemente no, pero no veo qué…
– No tiene ni dos chelines para frotar.
– ¿Cómo lo sabes? Aun no llevas un mes aquí.
Michael se encogió de hombros.
– He estado en mi club.
– Bueno, puede que eso sea cierto, pero no es culpa suya -rebatió Francesca.
Se sintió obligada a decirlo. No sentía una tremenda lealtad hacia lord Trevelstam, pero siempre intentaba ser justa. Era de conocimiento público que el joven vizconde se había pasado todo el año tratando de reparar los daños que su derrochador padre había hecho a la fortuna de la familia.
– No te vas a casar con él y eso es concluyente -declaró Michael.
Ella debería haberse sentido molesta por su arrogancia, pero, la verdad, se sentía más que nada divertida.
– Muy bien -dijo, sonriendo-, elegiré a otro.
– Estupendo -gruñó él.
– Tiene muchísimos para elegir -terció Janet.
– Efectivamente -acotó Michael, mordaz.
– Voy a tener que ir a buscar a Helen -dijo Janet-. No querrá perderse esto.
– No creo que las flores vayan a salir volando por la ventana antes de que se levante -dijo Michael.
– Noo, claro que no -contestó Janet dulcemente, dándole una maternal palmadita en el brazo.
Francesca se tragó la risa. Michael detestaba que le hicieran eso, y Janet lo sabía.
– Es que le encantan las flores -dijo Janet-. ¿Puedo llevarle uno de los ramos a su habitación?
– Por supuesto -contestó Francesca.
Janet alargó las manos para coger las rosas de Trevelstam, y de pronto detuvo el movimiento.
– Oh, no, será mejor que no. -Se giró a mirar a Francesca y a Michael-. Él podría venir y no nos conviene que crea que despreciamos sus flores poniéndolas en el último rincón de la casa.
– Ah, claro, tienes razón -musitó Francesca.
– De todos modos, subiré a contarle esto -dijo Janet, y salió a toda prisa en dirección a la escalera.
Michael estornudó y se quedó mirando un ramo de gladiolos particularmente inofensivos.
– Vamos a tener que abrir una ventana -gruñó.
– ¿Y congelarnos?
– Me pondré un abrigo.
Francesca sonrió. Deseaba sonreír.
– ¿Estás celoso? -le preguntó, traviesa.
Él se giró bruscamente y casi la derribó con su expresión de asombro.
– No por mí -se apresuró a decir ella, casi ruborizándose por esa idea-. No eso, caramba.
– ¿Por qué, entonces? -preguntó él, en tono abrupto.
– Bueno, sólo quiero decir… -Apuntó a las flores, clara exhibición de su repentina popularidad-. Bueno, los dos tenemos más o menos el mismo objetivo esta temporada, ¿no?
Él la miró sin comprender.
– El matrimonio -explicó ella.
Buen Dios, estaba especialmente obtuso esa mañana.
– ¿Y quieres decir…?
Ella exhaló un suspiro de impaciencia.
– No sé si lo habías pensado, pero yo naturalmente supuse que serías tú el perseguido sin piedad. Nunca soñé que yo… Bueno…
– ¿Surgirías como un premio que hay que ganar?
No era esa la manera más agradable de expresarlo, pensó ella, pero no era totalmente inexacto, de modo que dijo:
– Bueno, sí, supongo.
Él estuvo un momento en silencio, pero mirándola con una expresión extraña, casi sarcástica, y luego dijo, en voz baja:
– Un hombre tendría que ser un tonto de remate para no desear casarse contigo.
Francesca notó que su boca formaba un óvalo, por la sorpresa.
– Ooh -dijo, sin saber qué decir-. Eso es… eso es… lo más simpático que podrías haberme dicho en este momento.
Él suspiró y se pasó la mano por el pelo. Ella decidió no decirle que se había dejado una raya amarilla de polen en el pelo.
– Francesca -dijo él entonces, con cara de sentirse cansado, agotado y algo más.
¿Arrepentido?
No, eso era imposible. Michael no era el tipo de persona que se arrepintiera de algo.
– Jamás te envidiaría esto -continuó él-. Debes… -Se aclaró la garganta-. Debes ser feliz.
– Esto… -Ese era un momento extrañísimo, sobre todo después de la tensa conversación entre ellos la noche anterior. No sabía qué decirle, qué contestarle, por lo tanto simplemente cambió de tema-. Ya te llegará la hora.
Él la miró perplejo.
– En realidad ya ha llegado -continuó ella-. Anoche. Me asediaron más admiradoras interesadas por tu mano que admiradores míos. Si las mujeres pudieran enviar flores, estaríamos totalmente inundados.
Él sonrió, pero la sonrisa no le llegó a los ojos. No parecía enfadado sino… vacío.
Y le asombró lo extraña que era esa observación.
– Eh, hablando de anoche -dijo él, tironeándose la corbata-. Si te dije algo que te dolió…
Ella le observó la cara. Le era tan querida, y la conocía en todos sus detalles. Al parecer, cuatro años no bastaban para borrar un recuerdo. Pero veía algo diferente. Había cambiado, pero no sabía en qué.
Y no sabía por qué.
– Todo está bien -le aseguró.
– De todos modos, perdona, lo siento -dijo él con voz bronca.
Todo el resto del día, Francesca no dejó de pensar si él sabría acerca de qué le había pedido disculpas. Y no logró quitarse la sensación de que ella tampoco lo sabía.