– ¡Trevelstam! -gritó una voz retumbante-. ¡Y Kilmartin también!
Era el alto y gordinflón lord Hardwick, que aunque no estaba borracho todavía, tampoco estaba lo que se dice sobrio.
– Hardwick -saludaron los dos al unísono.
Hardwick cogió una silla y la llevó arrastrando por el suelo hasta encontrar un lugar cerca de la mesa, y se sentó.
– Me alegra vero s, me alegra vero s -bufó-. Una noche importante, ¿no os parece? Muy excelente, muy excelente, en efecto.
Michael no tenía ni idea de qué hablaba, pero asintió de todos modos; eso era mejor que preguntarle qué quería decir. Carecía absolutamente de la paciencia para escuchar una explicación.
– Thistleswaite está ahí animando las apuestas por los perros de la reina y, ¡ah!, me enteré también de lo de lady Kilmartin. Excelente la conversación esta noche. Detesto cuando todo está en silencio aquí.
– ¿Y cómo les ha ido a los perros de la reina? -preguntó Michael.
– Se ha quitado el luto, tengo entendido.
– ¿Los perros?
– ¡No! ¡Lady Kilmartin! -exclamó Hardwick, riendo-. Je, je, je. Muy bueno ese, Kilmartin.
Michael hizo un gesto al camarero para que le trajera otra copa. La iba a necesitar.
– Iba de azul la otra noche -continuó Hardwick-. Todo el mundo la vio.
– Estaba muy hermosa -añadió Trevelstam.
– En efecto, en efecto -dijo Hardwick-. Yo le iría detrás si no estuviera ya encadenado a lady Hardwick.
Los pequeños favores y todo eso, pensó Michael.
– ¿Cuánto tiempo llevó luto por el viejo conde? -preguntó Hardwick-. ¿Seis años?
Michael encontró bastante ofensivo el comentario, puesto que el «viejo» conde sólo tenía veintiocho años en el momento de su muerte, pero no le vio ningún sentido a intentar cambiar el mal juicio y el mal comportamiento de Hardwick en esa última fase de su vida; a juzgar por su gordura y rubicundez, estaba claro que caería muerto en cualquier momento. En ese mismo momento, en realidad, si había suerte.
Lo miró. Seguía vivo.
Maldición.
– Cuatro años -dijo-. Mi primo murió hace cuatro años.
– Cuatro, seis, lo que sea -dijo Hardwick, encogiéndose de hombros-. De todas maneras es mucho tiempo para ennegrecer las ventanas.
– Creo que llevó medio luto durante un tiempo -terció Trevelstam.
– ¿Eh? ¿Sí? -Hardwick bebió un buen trago de su licor, y se limpió ruidosamente la boca con un pañuelo-. Eso da igual para el resto de nosotros, si lo piensas. No ha buscado marido hasta ahora.
– No -dijo Michael, principalmente porque Hardwick cerró la boca unos segundos.
– Los hombres le van a ir detrás como abejas a la miel -predijo Hardwick, arrastrando tanto la jota que pareció que la palabra tenía cuatro jotas-. Como abejas a la miel, os lo digo. Todo el mundo sabe que estaba consagrada al viejo conde. Todos.
Le trajeron la copa a Michael. Gracias a Dios.
– Y no ha habido ni el más leve soplo de escándalo adherido a su nombre desde que él murió -añadió Hardwick.
– Yo diría que no -dijo Trevelstam.
– No como algunas viudas que vemos por ahí -continuó Hardwick, bebiendo otro trago. Se rio lascivamente y le dio un codazo a Michael-. Si sabes lo que quiero decir.
Michael se limitó a beber.
– Es como… -Hardwick se inclinó, y le colgaron las mejillas al hacerse más salaz su expresión-. Es como…
– Por el amor de Dios, hombre, suéltalo -masculló Michael.
– ¿Eh?
Michael lo miró ceñudo.
– Te diré como es -dijo Hardwick, sonriendo malicioso-. Es como tener una virgen que sabe qué hacer.
Michael lo miró fijamente.
– ¿Qué has dicho? -preguntó, en tono muy tranquilo.
– Yo en tu lugar no lo repetiría -se apresuró a decir Trevelstam, echando una temerosa mirada a la sombría cara de Michael.
– ¿Eh? No es un insulto -gruñó Hardwick, bebiéndose el resto de su copa-. Ha estado casada, así que sabemos que no está intacta, pero no ha ido y…
– Basta -gruñó Michael.
– ¿Eh? Todo el mundo lo dice.
– No en mi presencia -gruñó Michael-, si valoran su salud.
– Bueno, eso es mejor que decir que no es como una virgen -rio Hardwick-. Si sabes lo que quiero decir.
Michael se abalanzó sobre él.
– ¡Buen Dios, hombre! -aulló Hardwick, cayendo de espaldas al suelo-. ¿Qué diantres te pasa?
Michael no supo cómo llegaron sus manos a rodear el cuello de Hardwick, pero notó que le gustaba tenerlas ahí.
– Jamás vuelvas a pronunciar su nombre -siseó-. Jamás, ¿entiendes?
Hardwick asintió enérgicamente, desesperado, pero el movimiento le cortó aún más la entrada de aire, y empezaron a ponérsele moradas las mejillas.
Michael lo soltó, se enderezó y se frotó las manos, como para limpiárselas de suciedad.
– No permitiré que se hable de esa manera tan irrespetuosa de lady Kilmartin -dijo entre dientes-. ¿Está claro?
Hardwick asintió. Y también asintieron un buen número de mirones que se habían agrupado ahí.
– Estupendo -gruñó Michael, decidiendo que era un buen momento para largarse de allí.
Francesca ya estaría en la cama cuando llegara a casa. O estaría fuera. Cualquier cosa le iba bien siempre que no tuviera que verla.
Se dirigió a la salida, pero mientras se dirigía al vestíbulo, volvió a oír pronunciar su nombre. Se giró, pensando quién podría ser el idiota que se atrevía a importunarlo encontrándose él en este estado.
Era Colin Bridgerton, el hermano de Francesca. Condenación.
– Kilmartin -dijo Colin, con su bella cara decorada por su habitual media sonrisa.
– Bridgerton.
– Eso ha sido todo un espectáculo -comentó Colin, haciendo un leve gesto hacia la mesa que estaba volcada.
Michael guardó silencio. Colin Bridgerton siempre le amilanaba. Los dos tenían el mismo tipo de reputación, la de libertino «a quién diablos le importa». Pero mientras Colin era el chico favorito de las madres de la sociedad, que arrullaban alabando su encantador comportamiento, a él siempre lo habían tratado con más cautela (al menos antes de que entrara en posesión del título).
Pero desde hacía tiempo él sospechaba que había bastante sustancia bajo la superficie siempre jovial de Colin; tal vez eso se debía a que en muchos sentidos eran parecidos, pero él siempre había temido que si alguien era capaz de percibir sus sentimientos por Francesca, sería ese hermano.
– Estaba bebiendo una copa muy tranquilo cuando oí la conmoción -dijo Colin, invitándolo con un gesto a entrar en un salón privado-. Acompáñame un rato.
Michael no deseaba otra cosa que marcharse corriendo del club, pero Colin era hermano de Francesca, lo que los hacía parientes en cierto modo y exigía por lo menos un simulacro de amabilidad. Por lo tanto apretó los dientes y entró en el salón, con toda la intención de beber una copa y marcharse antes de diez minutos.
– Está agradable la noche, ¿no te parece? -dijo Colin cuando Michael ya aparentaba sentirse cómodo-. Aparte de Hardwick y todo eso. Es un imbécil.
Michael se limitó a asentir, tratando de no fijarse en que el hermano de Francesca lo estaba observando como hacía siempre, con su aguda mirada encubierta por un aire de encantadora inocencia. Y más aún, pensó Michael amargamente, tenía levemente ladeada la cabeza, como si estuviera buscando un ángulo para mirarle mejor el alma.
– Maldición -masculló en voz baja y tiró del cordón para llamar a un camarero.
– ¿Qué pasa? -preguntó Colin.
Michael se volvió lentamente a mirarlo a la cara.
– ¿Te apetece otra copa? -le preguntó, con la voz más clara que pudo, puesto que tuvo que hacerla salir por en medio de los dientes apretados.
– Creo que sí -contestó Colin, muy amigable y animado.
Claro que eso no engañó en absoluto a Michaeclass="underline" sólo era una fachada.