De una carta de Helen Stirling a su hijo,
el conde de Kilmartin, dos años después
de su marcha a la India.
El resto de la semana transcurrió en medio del tremendamente fastidioso desfile de una multitud de ramos de flores y caramelos, a los que vinieron a sumarse poemas recitados en voz alta en la escalinata de la puerta principal, que Michael recordaba estremeciéndose de consternación.
Por lo visto, Francesca estaba dejando pequeñas a todas las jovencitas debutantes de cara lozana. No se podía decir que cada día se duplicara el número de hombres que rivalizaban por su mano, aunque eso era lo que le parecía a él, que vivía tropezándose con algún pretendiente enamorado en el vestíbulo.
Era como para ponerse a vomitar, de preferencia encima del pretendiente.
Claro que él tenía sus admiradoras también, pero puesto que no era socialmente aceptable que una dama visitara a un caballero, él se encontraba con ellas cuando le iba bien y no cuando ellas decidían presentarse en su casa sin anunciarse y sin otro motivo aparente que el de comparar sus ojos con…
Bueno, con lo que fuera que se pudieran comparar unos ojos del gris más corriente. Esa era una analogía estúpida, en todo caso, aunque se había visto obligado a escuchar a más de un hombre cantando las alabanzas de los ojos de Francesca.
Buen Dios, ¿es que ninguno de ellos tenía una sola idea original en la cabeza? Todos, todos, hacían referencia a sus ojos; por lo menos alguno de ellos podría compararlos con algo diferente del mar o el cielo.
Bufó de fastidio. Cualquiera que se tomara el tiempo para mirarle los ojos a Francesca comprendería que tenían su propio color.
Como si el cielo pudiera compararse con ellos.
Además, lo que le hacía aún más difícil soportar el nauseabundo desfile de pretendientes de Francesca era su total incapacidad para dejar de pensar en la reciente conversación con su hermano.
¿Casarse con Francesca? Jamás se había permitido ni siquiera pensar en algo así.
Pero ahora la idea lo atenazaba con un ardor y una intensidad que le hacía tambalearse.
Matrimonio con Francesca. Buen Dios, todo, todo, sería incorrecto.
Pero lo deseaba angustiosamente.
Era un infierno mirarla, un infierno hablar con ella, un infierno vivir en la misma casa. Le había resultado difícil antes, amarla sabiendo que nunca podría ser suya, pero eso…
Eso era cien veces peor.
Y Colin lo sabía.
Tenía que saberlo. ¿Por qué, si no, le había sugerido el matrimonio?
Todos esos años había conseguido conservar la cordura por un solo motivo, sólo uno: nadie sabía que estaba enamorado de Francesca.
Pero ahora lo sabía Colin, o al menos lo sospechaba, condenación, y no lograba calmar esa creciente sensación de terror que le oprimía el pecho.
Colin lo sabía, y tendría que hacer algo al respecto.
Dios santo, ¿Y si Colin se lo decía a Francesca?
Esa pregunta estaba siempre en un primer plano de su mente, incluso en esos momentos, cuando estaba en el salón de baile de los Burwick, ligeramente alejado del centro, casi una semana después de ese importantísimo encuentro con Colin.
– Está muy hermosa esta noche, ¿verdad? -dijo la voz de su madre en su oído.
Había olvidado simular que no estaba mirando a Francesca. Se giró y le hizo una ligera inclinación de la cabeza.
– Madre.
– ¿Verdad? -insistió Helen.
– Sí -convino al instante, para que ella creyera que sólo deseaba ser cortés.
– El verde le sienta muy bien.
Todo le sentaba bien a Francesca, pero no le iba a decir eso a su madre, de modo que simplemente asintió y emitió un murmullo para manifestar su acuerdo.
– Deberías bailar con ella -continuó Helen.
– Sí, seguro que bailaré con ella -dijo él, llevándose a los labios la copa de champán y bebiendo un sorbo. Lo que deseaba era atravesar el salón y sacarla de un solo tirón de ese molesto grupo de admiradores, pero no podía demostrar esa emoción delante de su madre, así que concluyó-: Después de que me haya bebido mi copa.
Helen frunció los labios.
– Entonces ya tendrá llena su tarjeta de baile. Deberías ir ahora.
Él la miró y le sonrió, con esa sonrisa diabólicamente picara suya destinada a desviarle la mente de lo que fuera aquello en que la tenía fijada.
– Pero ¿para qué voy a hacer eso si puedo bailar contigo? -dijo, dejando su copa en una mesa cercana.
– Eres un pícaro -dijo ella, pero no protestó cuando él le cogió la mano y la llevó a la pista de baile.
Sabía que tendría que pagar eso al día siguiente; ya iban cerrando el círculo alrededor de él las señoras mayores para cazarlo para sus hijas, y no había nada que les gustara más que un libertino que adoraba a su madre.
La danza era bastante animada, por lo que no permitía mucha conversación. Entre giros y movimientos, reverencias y venias, no dejaba de mirar a Francesca, que estaba radiante con su vestido color esmeralda. Al parecer nadie notaba que la miraba, lo que le iba muy bien, pero cuando la música llegó a su crescendo final, se vio obligado a girarse y quedó dándole la espalda.
Y cuando volvió a girarse para mirarla, ella ya no estaba.
Frunció el ceño. Algo no iba bien. Podría suponer que ella había salido para ir al tocador de señoras, pero, como el patético idiota que era, la había estado observando tan bien que sabía que no hacía ni veinte minutos que había ido allí.
Terminó la danza con su madre, la acompañó fuera de la pista y se despidió, y echó a caminar, fingiendo despreocupación, hacia el lado norte del salón, donde había estado Francesca. Tenía que caminar rápido, no fuera a detenerlo alguien para conversar. Mantuvo los oídos atentos mientras se abría paso por entre el gentío. Al parecer nadie estaba hablando de ella.
Cuando llegó al lugar donde la había visto, se dio cuenta que había unas puertas cris taleras, que supuso daban al jardín de atrás. Estaban cerradas y con las cortinas corridas, lógicamente; sólo era abril, y todavía no hacía tanto calor como para dejar entrar el aire nocturno, aun cuando trescientas personas estuvieran calentando el salón. Al instante sintió desconfianza; había tentado a muchas mujeres a salir al jardín como para no saber lo que podía ocurrir en la oscuridad de la noche.
Abrió la puerta lo justo, discretamente, para no llamar la atención, y salió con el mayor sigilo. Si Francesca estaba en el jardín con un caballero, lo último que deseaba era que lo siguiera un grupo de mirones.
El ruido del salón parecía hacer vibrar las puertas, pero aún así, fuera estaba todo silencioso.
Entonces oyó su voz.
Le pareció que le rebanaba las entrañas.
Parecía feliz, muy contenta por estar en compañía de cual fuera el hombre que la había tentado a salir a la oscuridad. No lograba distinguir las palabras, pero se notaba que se estaba riendo. Era un sonido musical, cris talino, que terminó en un murmullo coqueto como para desgarrarle el alma.
Volvió a poner la mano en el pomo de la puerta. Debería marcharse. Ella no lo querría allí.
Pero se quedó como si estuviera clavado en el suelo.
Jamás, nunca, la había espiado cuando estaba con John. Ni una sola vez había prestado atención a una conversación entre ellos que no estuviera destinada a sus oídos. Si por casualidad oía algo, inmediatamente se alejaba. Pero en ese momento, la cosa era diferente. No sabía explicarlo, pero era distinto, y no logró obligarse a volver al salón.
Un minuto más, se prometió. Sólo eso. Un minuto más para asegurarse de que ella no estaba en una situación peligrosa, y…
– No, no.
Era la voz de ella.
Alertó más los oídos y avanzó unos cuantos pasos en dirección a su voz. No parecía molesta, pero había dicho no. Claro que podría estar riéndose de un chiste, o tal vez de un trivial cotilleo.
– De verdad, debo… ¡No!
Y eso bastó para que Michael avanzara.