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– ¿A qué hora tienes tu reunión? -le preguntó Michael, mientras iban saliendo al vestíbulo.

– A las nueve. Mi reunión es con lord Liverpool.

– ¿Asuntos parlamentarios?

John asintió. Se tomaba muy en serio su puesto en la Cámara de los Lores. Muchas veces Michael se preguntaba si él se habría tomado con tanta seriedad ese deber si hubiera nacido lord.

Probablemente no. Pero claro, eso no tenía ninguna importancia, ¿verdad?

Observó que John se friccionaba la sien izquierda.

– ¿Te sientes mal? Te veo algo…

No terminó la frase porque en realidad no sabía bien qué le encontraba. No estaba bien, eso era lo único que sabía.

Y conocía a John. Por dentro y por fuera. Probablemente lo conocía mejor que Francesca.

– Un maldito dolor de cabeza -masculló John-. Lo he tenido todo el día.

– ¿Quieres que llame para que te traigan un poco de láudano?

John negó con la cabeza.

– Detesto esa porquería. Me embota la mente y necesito estar despabilado para la reunión con Liverpool.

Michael asintió.

– Estás pálido -dijo.

Vamos, ¿qué sabía él? No era probable que hiciera cambiar de opinión a John respecto al láudano.

– ¿Sí? -preguntó John, haciendo un mal gesto al presionarse con más fuerza la sien-. Creo que me voy a acostar un rato, si no te importa. Tengo todavía toda una hora, antes de salir.

– Muy bien. ¿Quieres que le diga a alguien que te despierte?

John negó con la cabeza.

– Yo mismo se lo pediré a mi ayuda de cámara.

Justo en ese momento Francesca bajó la escalera, envuelta en una capa larga color azul medianoche.

– Buenas noches, señores -dijo alegremente, encantada por tener la indivisa atención masculina. Pero al llegar al pie de la escalera, frunció el ceño.

– ¿Te pasa algo, cariño? -le preguntó a John.

– Sólo dolor de cabeza. No es nada.

– Deberías echarte un rato.

John se las arregló para esbozar una sonrisa.

– Acababa de decirle a Michael que eso es lo que pienso hacer. Le diré a Simons que me despierte a tiempo para ir a la reunión.

– ¿Con lord Liverpool?

– Sí, a las nueve.

– ¿Es por los seis decretos de ley?

John asintió.

– Sí, y la vuelta del patrón oro. Te lo expliqué en el desayuno, si lo recuerdas.

– Procura… -sonriendo, Francesca se interrumpió y negó con la cabeza-. Bueno, ya sabes lo que pienso.

John sonrió y se inclinó a darle un beso en los labios.

– Siempre sé lo que piensas, cariño.

Michael simuló que miraba hacia otro lado.

– No siempre -dijo ella, en tono cálido y travieso.

– Siempre que es necesario -dijo John.

– Bueno, eso es cierto. Y en eso quedan mis intentos de ser una dama misteriosa.

Él volvió a besarla.

– Te prefiero así como eres.

Michael carraspeó para aclararse la garganta. Eso no debería resultarle tan difícil; después de todo, John y Francesca no estaban actuando de modo distinto a lo normal. Eran, como se comentaba en la alta sociedad, como dos guisantes en una vaina, maravillosamente acoplados y espléndidamente enamorados.

– Se hace tarde -dijo Francesca-. Debería salir ya, si quiero tomar un poco de aire fresco.

John asintió y cerró los ojos un momento.

– ¿Seguro que estás bien?

– Estoy bien. Es sólo un dolor de cabeza.

Francesca cogió el brazo que le ofrecía Michael y cuando estaban a punto de llegar a la puerta, le dijo a John por encima del hombro:

– No olvides tomar láudano cuando vuelvas de la reunión. Sé que ahora no lo harás.

John asintió, con la expresión cansada y comenzó a subir la escalera.

– Pobre John -dijo Francesca cuando salieron al fresco aire nocturno. Hizo una inspiración profunda y exhaló un largo suspiro-. Detesto los dolores de cabeza. Siempre me dejan especialmente deprimida.

– Yo nunca tengo dolor de cabeza -comentó Michael, llevándola por la escalinata hasta la acera.

Ella levantó la cara hacia él, con una comisura de la boca levantada en esa sonrisa tan dolorosamente conocida.

– ¿No? Qué suerte la tuya.

Michael casi se echó a reír. Ahí estaba, paseando por la noche con la mujer que amaba. Qué suerte la suya.

Capítulo 2

…y si fuera tan terrible, sospecho que no me lo dirías. En cuanto a las mujeres, por lo menos cerciórate de que son limpias y no tienen ninguna enfermedad. Aparte de eso, haz todo lo que sea necesario para hacerte soportable este tiempo. Y, por favor, procura no hacerte matar. A riesgo de parecer sensiblero, no sé qué haría sin ti.

De una carta del conde de Kilmartin a su primo

Michael Stirling, Regimiento de Infantería 52,

durante las guerras napoleónicas.

Con todos sus defectos, y Francesca estaba dispuesta a reconocer que Michael Stirling tenía muchos, era francamente un hombre simpatiquísimo.

Era un libertino terrible (lo había visto en acción, e incluso ella tenía que reconocer que mujeres por lo demás inteligentes, perdían todo vestigio de sensatez cuando él decidía ser encantador), y estaba claro que no abordaba su vida con la seriedad que les habría gustado a ella y a John, pero incluso a pesar de todo eso, ella no podía dejar de quererlo.

Era el mejor amigo que había tenido John en su vida, hasta que se casó con ella, por supuesto, y en esos dos años pasados se había convertido en su confidente íntimo también.

Y eso era extraño. ¿A quién se le habría ocurrido pensar que ella iba a contar con un hombre como una de sus amistades más íntimas? Normalmente no se sentía cómoda en presencia de hombres; cuatro hermanos solían eliminar la delicadeza de incluso la más femenina de las criaturas. Pero ella no era como sus hermanas. Daphne y Eloise, y tal vez también Hyacinth, aun cuando todavía era muy joven para saberlo con certeza, eran muy francas y alegres; eran el tipo de mujeres que sobresalen en cosas como la caza y el tiro al blanco, el tipo de actividades que tienden a ganarles las etiquetas de «alegres deportistas». Los hombres siempre se sentían cómodos con ellas y el sentimiento era mutuo, como había observado ella.

Ella era diferente. Siempre se había sentido diferente del resto de su familia. Los quería de todo corazón y daría su vida por cualquiera de ellos, pero aunque en su apariencia externa era una Bridgerton, en su interior siempre se sentía como si al nacer la hubieran cambiado por otra.

Mientras el resto de sus familiares eran extrovertidos, habladores, ella era…, no tímida exactamente, pero sí más reservada, más cuidadosa al elegir las palabras. Se había creado la fama de irónica e ingeniosa y, tenía que reconocerlo, rara vez lograba pasar por alto una oportunidad de pinchar a sus hermanos y hermanas con algún comentario sarcástico. Eso lo hacía con cariño, por supuesto, y tal vez con algo de la desesperación que viene de haber pasado demasiado tiempo con su familia, pero ellos también le gastaban bromas, así que era justo.

Esa era la manera de ser de su familia: reírse, hacer bromas, pinchar. Los aportes de ella al bullicio en la conversación eran simplemente algo más callados que los de los demás, un poquitín más irónicos y subversivos.

Muchas veces pensaba si una parte de su atracción por John no se debió simplemente al hecho de que la sacara del caos que solía haber con tanta frecuencia en la familia Bridgerton. Y no era que no lo amara; lo amaba; lo adoraba con todas las partículas de su ser, de su cuerpo. Él era su espíritu afín, muy parecido a ella en muchos sentidos. Pero en cierto modo, había sido un alivio dejar la casa de su madre para escapar a una existencia más serena con John, cuyo sentido del humor era exactamente igual al suyo.

Él la entendía, contaba con ella, se anticipaba a sus necesidades.