– Nada -balbuceó ella, sin saber qué debía decir, sin saber siquiera si tenía algo que decirle aparte de su nombre.
Él cerró los ojos y estuvo así un momento, y luego los abrió, como esperando que dijera algo más.
– Creo que me iré a casa -dijo ella entonces.
La fiesta ya no tenía ningún atractivo para ella; lo único que deseaba era refugiarse en un lugar seguro y conocido.
Porque de repente Michael no le parecía ni seguro ni conocido.
– Yo presentaré tus disculpas en el salón -dijo él fríamente.
– Enviaré el coche de vuelta para que os lleve a ti y a Janet y Helen -añadió Francesca.
La última vez que las había visto, Janet y Helen estaban disfrutando inmensamente. No quería acortarles la velada.
– ¿Te acompaño a la puerta de atrás, o prefieres pasar por el salón?
– Creo que por la puerta de atrás.
Y la acompañó, toda la distancia hasta el coche, quemándole la espalda con la mano todo el camino. Pero cuando llegaron al coche, en lugar de aceptar su ayuda para subir, se giró hacia él con una repentina pregunta quemándole los labios.
– ¿Cómo has sabido que estaba en el jardín?
Él guardó silencio. O tal vez le habría contestado, aunque no con la rapidez que ella quería.
– ¿Me estabas observando?
A él se le curvaron los labios, aunque no en una sonrisa, y ni siquiera en el comienzo de una sonrisa.
– Siempre te estoy observando -dijo tristemente.
Y ella se quedó con esa respuesta para pensar el resto de la noche.
Capítulo 14
… ¿Francesca te ha dicho que me echa de menos? ¿O tú simplemente lo supones o deduces?
De una carta del conde de Kilmartin a su madre, Helen Stirling,
dos años y dos meses después de su llegada a la India.
Tres horas después, Francesca estaba sentada en su dormitorio cuando oyó volver a Michael. Janet y Helen habían llegado un poco antes, y cuando se las encontró en el corredor (a propósito) le explicaron que Michael había decidido completar esa noche yendo a su club.
Para eludirla a ella, lo más probable, pensó, aun cuando no había ningún motivo para que él supusiera que la iba a ver a esas horas, tan tarde. De todos modos, cuando se marchó del baile esa noche tuvo la clara impresión de que él no deseaba su compañía. Había defendido su honor con todo el valor y la firmeza de un héroe, pero ella no podía evitar pensar que lo había hecho casi a regañadientes, como si fuera algo que debía hacer, no algo que deseara.
Y peor aún, como si ella fuera una persona cuya compañía tenía que soportar, y no la querida amiga que ella siempre se decía que era.
Y eso, comprendió, le dolía.
Se dijo que cuando volviera a la casa Kilmartin lo dejaría en paz. No haría nada aparte de escuchar en la puerta cuando pasara por el corredor en dirección a su dormitorio (era lo bastante sincera consigo misma para reconocer que no estaba por encima de…, en realidad era incapaz de resistir la tentación de escuchar). Después iría silenciosamente a pegar la oreja en la maciza puerta de roble que comunicaba sus dormitorios (cerrada con llave por ambos lados desde su regreso de la casa de su madre; no le tenía miedo a Michael, pero el decoro es el decoro) y escucharía unos minutos más.
No sabía qué esperaba oír, y ni siquiera sabía por qué sentía la necesidad de oír sus pasos cuando pasara en dirección a su habitación, pero sencillamente tenía que oírlo. Algo había cambiado esa noche. O tal vez no había cambiado nada, lo cual podría ser peor. ¿Sería posible que Michael nunca hubiera sido el hombre que ella creía que era? ¿Podía ser que hubiera sido tan íntima amiga de él tanto tiempo, que lo hubiera contado como uno de sus más queridos amigos, incluso cuando él estaba tan lejos, y aun así no lo conociera?
Jamás se le había ocurrido pensar que él le ocultara secretos. ¡A ella! A todos los demás, tal vez, pero no a ella.
Y eso le hacía sentirse bastante desequilibrada, desmañada. Era como si alguien hubiera ido a poner un montón de ladrillos en la pared sur de la casa Kilmartin, de cualquier manera, dejándole el mundo ladeado. Hiciera lo que hiciera, pensara lo que pensara, seguía sintiéndose como si se fuera deslizando; hacia dónde, no lo sabía, y no se atrevía a hacer suposiciones.
Su dormitorio daba a la fachada de la casa, y cuando todo estaba en silencio oía cerrarse la puerta principal, siempre que la persona la cerrara con bastante fuerza; no era necesario que diera un portazo, pero…
Bueno, fuera cual fuera la fuerza necesaria, sin duda Michael la empleó, porque oyó el revelador ruido de la puerta abajo, seguido por un murmullo de voces, posiblemente de Priestley que estaba charlando con él mientras le quitaba la chaqueta.
Michael estaba en casa, lo que significaba que por fin podía irse a la cama y al menos simular que dormía. Él había llegado, lo que significaba que era el momento de declarar oficialmente terminada la velada de esa noche. Debería olvidarlo todo, continuar con su vida y tal vez simular que no había ocurrido nada.
Pero cuando oyó sus pasos por la escalera, hizo lo único que jamás habría esperado hacer…
Abrió la puerta y salió precipitadamente al corredor.
No sabía lo que hacía; no tenía ni idea. Así, cuando sus pies descalzos tocaron la alfombra, ya estaba tan asombrada por lo que acababa de hacer que se quedó inmóvil y sin aliento.
Michael se veía agotado. Y sorprendido. Y pasmosamente guapo con la corbata algo suelta y unos mechones rizados de pelo negro como la noche sobre la frente. Y eso le hizo pensar… ¿en qué momento había comenzado a fijarse en lo guapo que era? Su belleza siempre había sido algo que estaba ahí, que ella conocía en un sentido intelectual, aunque nunca se hubiera fijado especialmente.
Pero en ese momento…
Se le quedó atrapado el aliento en la garganta. En ese momento su belleza parecía impregnar el aire, revolotear por su piel, haciéndola estremecerse de frío y calor al mismo tiempo.
– Francesca -dijo Michael, en un tono de inmenso cansancio.
Y, claro, ella no tenía nada que decirle. Era absolutamente impropio de ella salir corriendo sin pensar en lo que iba hacer, pero esa noche no se sentía ella misma. Se sentía inquieta, desasosegada, desequilibrada, y el único pensamiento que le pasó por la cabeza (si es que le pasó alguno) antes de salir fue que tenía que verlo. Simplemente verlo, y tal vez oír su voz. Si lograba convencerse de que él era realmente la persona que ella creía que era, entonces tal vez ella también sería la misma de antes.
Porque no se sentía la misma.
Y eso la estremecía hasta el alma.
– Michael -dijo, cuando por fin le salió la voz-. Esto… Buenas noches.
Él se limitó a mirarla, arqueando una ceja ante ese saludo tan sin sentido.
Ella se aclaró la garganta.
– Quería asegurarme de que estabas… eh… bien.
El final de la frase sonó algo débil, incluso a sus oídos, pero ese fue el mejor adjetivo que se le ocurrió con tan poco tiempo.
– Estoy bien -repuso él, con voz bronca-. Solamente cansado.
– Claro -dijo ella-. Claro, claro.
Él sonrió, pero sin humor.
– Claro.
Ella tragó saliva y trató de sonreír, pero la sonrisa le resultó forzada.
– No te he dado las gracias.
– ¿Por qué?
– Por acudir en mi ayuda -contestó ella, pensando que eso tendría que ser evidente-. Habría… bueno, me habría defendido sola. -Al ver su sonrisa sarcástica, añadió, algo a la defensiva-: Mis hermanos me enseñaron.
Él se cruzó de brazos y la miró de una manera un tanto paternalista.
– En ese caso, seguro que lo habrías dejado convertido en soprano al instante.
Ella frunció los labios.
– De todos modos -dijo, resuelta a no comentar su sarcasmo-. Me alegra mucho no haber tenido que… eh…