Se ruborizó. Ay, Dios, detestaba ruborizarse.
– ¿Darle un rodillazo en los testículos? -terminó él amablemente, esbozando su sonrisa sesgada.
– Sí -dijo ella entre dientes, convencida de que ya tenía las mejillas de un rojo subido, habiendo pasado por todos los matices de rosa y fucsia.
– No hay de qué -dijo él, haciendo un gesto de asentimiento que indicaba el final de la conversación-. Ahora, si me disculpas…
Continuó caminando en dirección a su dormitorio, pero ella aún no estaba preparada (sólo el diablo sabía por qué) para poner fin a la conversación.
– ¡Espera! -exclamó.
Entonces tragó saliva, al darse cuenta de que tendría que decir algo.
Él se giró muy lentamente, como si se lo estuviera pensando, y ella tuvo la curiosa impresión de que él quería ser… prudente.
– ¿Sí?
– Sólo quería… quería…
Él esperó mientras ella buscaba qué decir, y al final dijo:
– ¿Puede esperar hasta mañana?
– ¡No! ¡Espera! -Y le cogió el brazo.
Él se quedó inmóvil.
– ¿Por qué estás tan enfadado conmigo?
Él movió la cabeza como si no pudiera creer lo que le estaba preguntando. Pero no apartó la vista de la mano de ella en su brazo.
– ¿De qué hablas?
– ¿Por qué estás tan enfadado conmigo? -repitió ella.
Y entonces comprendió que ni siquiera sabía que se sentía así hasta que le salieron las palabras. Pero algo no estaba bien entre ellos y tenía que saber por qué.
– No seas ridícula -dijo él-. No estoy enfadado contigo. Simplemente estoy cansado y deseo acostarme.
– Estás enfadado. Estoy segura de que lo estás -dijo, y la voz se le fue elevando, por la convicción.
Una vez dicho, sabía que era cierto. Él trataba de ocultarlo, y se había convertido en un experto en pedir disculpas cuando el enfado salía a la superficie, pero había rabia dentro de él, y dirigida a ella.
Michael puso la mano encima de la suya. Francesca ahogó una exclamación al sentir el calor del contacto, pero lo único que hizo él fue quitarle la mano de su brazo y soltársela.
– Me voy a la cama -declaró.
Diciendo eso le dio la espalda y echó a andar.
– ¡No! ¡No puedes irte!
Corrió tras él, sin pensar, sin hacer caso…
Y entró en su dormitorio.
Si él no estaba enfadado antes, en ese momento sí lo estaba.
– ¿Qué haces aquí?
– No puedes echarme -protestó ella.
Él la miró fijamente.
– Estás en mi dormitorio -dijo, en voz baja, grave-. Te sugiero que te marches.
– No, mientras no me expliques qué pasa.
Michael se quedó absolutamente inmóvil. Todos sus músculos se inmovilizaron, formando un contorno duro, tieso, y eso fue una ventaja, en realidad, porque si se permitiera moverse, si se sintiera capaz de moverse, se abalanzaría sobre ella. Y lo que haría si la cogiera cualquiera lo sabía.
Lo habían empujado hasta el límite. Primero Colin, luego sir Geoffrey y ahora la propia Francesca, sin tener la menor idea.
Su mundo se había vuelto del revés con una simple sugerencia:
«¿Por qué no te casas con ella?»
La idea estaba colgando ante él como una manzana madura, una perversa posibilidad que no debía coger.
«John -gritó su conciencia-. John. Recuerda a John.»
– Francesca -dijo, con voz dura, controlada-, es bien pasada la medianoche y estás en el dormitorio de un hombre que no es tu marido. Te recomiendo que te marches.
Pero ella no salió. Condenación, ni siquiera se movió. Continuó donde estaba, a dos palmos de la puerta abierta, mirándolo como si no lo hubiera visto nunca.
Trató de no fijarse en que llevaba el pelo suelto. Trató de no ver que sólo llevaba el camisón y la bata de seda. Eran prendas recatadas, sí, pero estaban hechas para quitarlas, y al bajar la mirada hasta la orilla, que le rozaba los empeines, tuvo un seductor atisbo de los dedos de sus pies.
Buen Dios, le estaba mirando los dedos de los pies. De sus pies. ¿En qué se había convertido su vida?
– ¿Por qué estás enfadado conmigo? -repitió ella.
– No estoy enfadado -contestó él bruscamente-. Sólo quiero que te lar… -Se contuvo justo a tiempo-. Sal de mi habitación.
– ¿Es porque me voy a volver a casar? -preguntó ella, con la voz embargada por la emoción-. ¿Es por eso?
Él no supo qué contestar, por lo tanto se limitó a mirarla.
– Piensas que voy a traicionar a John -continuó ella, en tono acusador-. Crees que debería pasar el resto de mi vida llevando luto por él.
Michael cerró los ojos.
– No, Francesca -dijo, cansinamente-. Nunca…
Pero ella no lo escuchaba.
– ¿Crees que no lo lamento? ¿Crees que no pienso en él todos los días? ¿Crees que encuentro agradable saber que cuando me case voy a burlar el sacramento?
Él abrió los ojos y la miró. Tenía la respiración agitada, atrapada en su rabia y tal vez en su aflicción.
– Lo que tuve con John -continuó ella, temblando toda entera-, no lo voy a encontrar con ninguno de los hombres que me envían flores. Siento que es una profanación, una profanación egoísta el sólo hecho de considerar la posibilidad de volverme a casar. Si no deseara un bebé tan… condenadamente tanto…
Se interrumpió, tal vez por exceso de emoción, tal vez por la conmoción de haber dicho una palabrota. Se quedó callada, parpadeando, con los labios entreabiertos y temblorosos, con el aspecto de que podría quebrarse con el más leve contacto.
Debería ser más compasivo, pensó él. Debería intentar consolarla. Y habría hecho ambas cosas si hubieran estado en cualquiera otra habitación, no en su dormitorio. Pero estando ahí, lo único que podía hacer era controlar su respiración.
Y controlarse él.
Ella volvió a mirarlo, con los ojos agrandados y pasmosamente azules, incluso a la luz de las velas.
– No lo sabes -dijo, pasando por su lado y echando a caminar. Llegó hasta una cómoda larga y baja, se apoyó en ella y aplastó los dedos en la superficie, dándole la espalda-. No lo sabes -repitió en un susurro.
Y hasta ahí logró soportar él. Ella había irrumpido allí, exigiendo respuestas cuando ni siquiera entendía las preguntas; había invadido su dormitorio, empujándolo hasta el límite, ¿Y ahora simplemente lo descartaba? ¿Le volvía la espalda diciendo que él no sabía?
– ¿No sé qué? -preguntó justo antes de atravesar la habitación.
Sus pies avanzaron silenciosos pero rápidos y antes de darse cuenta estaba detrás de ella, tan cerca que podía tocarla, tan cerca que podía coger lo que deseaba y…
– Tú… -dijo ella, girándose.
Y se interrumpió, no le salió ningún otro sonido de la boca. No hizo nada aparte de mirarlo a los ojos.
– ¿Michael? -musitó al fin.
Y él no supo qué quería decir. ¿Era eso una pregunta? ¿Una súplica?
Ella continuó así, absolutamente inmóvil, y el único sonido que hacía era el de su respiración. Y no desviaba la vista de su cara.
A él le hormiguearon los dedos. Le ardió el cuerpo. Ella estaba cerca. Más cerca de lo que había estado nunca. Y si hubiera sido cualquier otra mujer, habría jurado que deseaba que la besara.
Tenía los labios entreabiertos, la mirada desenfocada. Y pareció que levantaba el mentón, como si estuviera esperando, deseando, pensando en qué momento él inclinaría la cabeza por fin y sellaría su destino.
Él se oyó susurrar algo, su nombre tal vez. Se le oprimió el pecho, le retumbó el corazón y, de repente, lo imposible se hizo inevitable; comprendió que esta vez no había forma de parar; ese no era un momento para autodominarse, ni para sacrificarse ni para sentirse culpable.
Ese era un momento para él.
Y la besaría.
Cuando lo pensaba después, la única disculpa que se le ocurría era que no sabía que él estaba detrás de ella. La alfombra era gruesa y mullida, y no había oído sus pasos debido a la sangre que sentía rugir en los oídos. No lo sabía, no podría haberlo sabido, porque si lo hubiera sabido no se habría girado con toda la intención de silenciarlo con una réplica mordaz. Le iba a decir algo espantoso e hiriente, con la intención de hacerlo sentirse culpable y horrible, pero cuando se giró… Él estaba ahí.