La completaba.
Cuando lo conoció tuvo una extrañísima sensación, casi como si ella fuera una pieza mellada de un rompecabezas que por fin encontraba a su pareja. Su primer encuentro no se caracterizó por un amor o pasión avasalladores, sino que más bien estuvo impregnado de la muy extraña sensación de haber encontrado por fin a la única persona con la que podía ser ella misma.
Y eso ocurrió en un instante; fue totalmente repentino. No recordaba qué fue lo que le dijo él, pero desde el instante en que salieron las primeras palabras de su boca, ella se sintió a gusto, cómoda con él.
Y con él vino Michael, su primo, aunque, dicha sea la verdad, eran más como hermanos. Se habían criado juntos y eran tan cercanos en edad que lo compartían todo.
Bueno, casi todo. John era el heredero de un condado y Michael, simplemente su primo, por lo que era natural que no trataran igual a los dos niños. Pero por lo que había oído ella, y por lo que ya sabía de la familia Stirling, los habían amado igual a los dos, y ella tenía la idea de que esa era la clave del buen humor de Michael.
Porque aun cuando John heredó el título, la riqueza y, bueno, todo, no daba la impresión de que Michael le tuviera envidia.
No lo envidiaba. Eso a ella le sorprendía. Se había criado como si fuera el hermano de John, siendo él mayor, y sin embargo nunca le había envidiado ninguna de sus ventajas o privilegios.
Y ese era el motivo de que ella lo quisiera tanto. Seguro que Michael se mofaría si ella intentara elogiarlo por eso, y estaba totalmente segura de que él se apresuraría a señalar sus fechorías (ninguna de las cuales, temía, sería exagerada) para demostrar que tenía el alma negra y que era un consumado sinvergüenza. Pero la verdad es que Michael Stirling poseía una generosidad de espíritu y una capacidad de amar no igualada entre los hombres.
Y se volvería loca si no le encontraba una esposa pronto.
– ¿Qué tiene de malo mi hermana? -le preguntó, muy consciente de que su voz perforaba repentinamente el silencio de la noche.
– Francesca -dijo él, y ella detectó irritación, aunque también algo de diversión en su voz-, no me voy a casar con tu hermana.
– No he dicho que tengas que casarte con ella.
– No tenías por qué. Tu cara es un libro abierto.
Ella lo miró, sonriendo.
– Ni siquiera me estabas mirando.
– Pues sí que te estaba mirando, y aunque no lo hubiera estado, no habría importado. Sé qué te propones.
Tenía razón, y eso la asustó. A veces temía que él la entendiera tan bien como John.
– Necesitas una esposa.
– ¿No acabas de prometerle a tu marido que vas a dejar de acosarme con eso?
– En realidad no se lo prometí -repuso ella, mirándolo con cierto aire de superioridad-. Él me lo pidió, claro…
– Claro -repitió él.
Ella se rio. Él siempre lograba hacerla reír.
– Creía que las esposas debían acatar los deseos de sus maridos -dijo él, arqueando la ceja derecha-. En realidad, estoy bastante seguro de que eso está contenido en las promesas del matrimonio.
– Te haría muy mal servicio si te encontrara una esposa así -dijo ella, subrayando las palabras con un muy desdeñoso bufido para dar énfasis al sentimiento.
Él giró la cara y la miró con una expresión vagamente paternalista. Debería haber sido un noble, pensó ella. Aunque era tan irresponsable que no cumpliría con los deberes anejos a un título, cuando miraba así a una persona, con esa expresión de suficiencia y certeza, bien podría haber sido un duque de sangre real.
– Tus responsabilidades como condesa de Kilmartin no incluyen encontrarme esposa -dijo.
– Pues deberían.
Él se echó a reír, lo que a ella le encantó. Siempre lograba hacerlo reír.
– Muy bien -dijo, renunciando por el momento-. Cuéntame algo inicuo, entonces. Algo que John no aprobaría.
Ese era el juego al que jugaban, incluso delante de John, aunque este por lo menos siempre simulaba intentar desviarlos del tema. Aún así, sospechaba que John disfrutaba tanto como ella de las historias de Michael, ya que una vez que terminaba de soltarles el sermón, era todo oídos.
Aunque en realidad Michael nunca les contaba mucho; era muy discreto. Pero dejaba caer insinuaciones aquí y allá y tanto ella como John siempre se entretenían muchísimo. No cambiarían por nada su dicha conyugal, pero, ¿a quién no le gusta que le regalen los oídos con picantes historias de seducción y libertinaje?
– Creo que esta semana no he hecho nada inicuo -dijo Michael, guiándola para girar por la esquina de King Street.
– ¿Tú? Imposible.
– Sólo es martes.
– Sí, pero descontando el domingo, en el que seguro no pecarías -lo miró con una expresión que decía que estaba muy segura de que ya había pecado de todas las maneras posibles, aunque fuera en domingo-, eso te deja el lunes, y un hombre puede hacer bastantes cosas un lunes.
– No este hombre. Y no este lunes.
– ¿Qué has hecho, entonces?
Él lo pensó un momento y contestó:
– Nada, en realidad.
– Eso es imposible -bromeó ella-. Estoy segura de que te vi despierto por lo menos una hora.
Él no contestó y luego se encogió de hombros de una manera que ella encontró extrañamente perturbadora, y al final dijo:
– No hice nada. Caminé, hablé y comí, pero al final del día, no había nada.
Francesca le apretó el brazo impulsivamente.
– Tendremos que encontrarte algo -dijo, dulcemente.
Él se giró a mirarla a los ojos, con una extraña intensidad en sus ojos plateados, una intensidad que ella sabía que él no dejaba aflorar a la superficie con frecuencia.
Y al instante desapareció esa intensidad y volvió a ser el mismo de siempre, aunque sospechó que Michael Stirling no era en absoluto el hombre que deseaba hacer creer que era.
Incluso que lo creyera ella, a veces.
– Tendríamos que volver a casa -dijo él-. Se ha hecho tarde, y John pedirá mi cabeza si permito que cojas un catarro por enfriamiento.
– John le echaría la culpa a mi estupidez, y bien que lo sabes. Eso es sólo tu manera de decirme que hay una mujer esperándote, probablemente cubierta sólo por la sábana de su cama.
Él la miró y sonrió, con esa sonrisa picara, diabólica, y ella comprendió por qué la mitad de la aristocracia, es decir, la mitad femenina, se creía enamorada de él, aunque no tuviera título ni fortuna a su nombre.
– Dijiste que querías oír algo inicuo, ¿no? -dijo él, entonces-. ¿Querrías más detalles? ¿El color de las sábanas, tal vez?
Ella sintió subir el rubor a las mejillas, porras. Detestaba ruborizarse, pero al menos esa reacción la ocultaba la oscuridad de la noche.
– No amarillas, espero -dijo, porque no soportaba que la conversación acabara debido a su azoramiento-. Ese color te apaga la tez.
– No soy yo el que me voy a poner las sábanas -dijo él arrastrando la voz.
– De todas maneras.
Él se rio, y ella comprendió que había dicho eso sólo para decir la última palabra. Y entonces, justo cuando pensó que él la dejaría con esa pequeña victoria, cuando comenzaba a encontrar alivio en el silencio, dijo:
– Rojas.
– Perdón, ¿qué has dicho? -preguntó, pero claro, sabía lo que él quería decir.
– Sábanas rojas, creo.
– No puedo creer que me hayas dicho eso.
– Tú preguntaste, Francesca Stirling. -La miró, y un mechón negro como la noche le cayó sobre la frente-. Tienes suerte de que no me chive a tu marido.
– John jamás cuidaría de mí.
Por un momento ella pensó que él no iba a contestar, pero entonces dijo:
– Lo sé. -Su voz sonó curiosamente seria, grave-. Ese es el único motivo de que te haga bromas.
Ella iba mirando la acera, por si había grietas o baches, pero encontró tan seria su voz que tuvo que levantar la cabeza para mirarlo.
– Eres la única mujer que conozco que nunca se desviaría en su comportamiento -dijo él entonces, tocándole el mentón-. No tienes idea de cuánto te admiro por eso.