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Pero entonces, tal vez sólo para demostrar que su alma no iba en busca de un lugar calentito, la lluvia amainó, no del todo, pero lo suficiente para darle un cariz de verdad a su mentira.

– El sol no tardará en salir -dijo, haciendo un amplio gesto hacia la llovizna.

– ¿Y piensas quedarte en el campo seis horas hasta que se seque tu vestido? -preguntó él arrastrando la voz-. ¿O prefieres una fiebre pulmonar prolongada?

Entonces ella lo miró a los ojos.

– Eres un hombre horrendo.

– Vamos -rio él-, esa es la primera cosa veraz que has dicho esta mañana.

– ¿Es posible que no entiendas que deseo estar sola? -replicó ella.

– ¿Es posible que tú no entiendas que no deseo que te mueras de neumonía? Sube al caballo, Francesca -ordenó, en el tono que ella imaginaba que él empleaba con sus soldados en Francia-. Cuando estemos en casa te puedes sentir libre para encerrarte en tu habitación dos semanas completas si se te antoja, pero ahora, ¿no podemos escaparnos de la lluvia?

Era tentador, claro, pero más que eso, era horrorosamente irritante, porque lo que él decía no era otra cosa que de sentido común, y lo último que deseaba ella era que él tuviera razón en algo. Sobre todo porque tenía la deprimente sensación de que necesitaría más de dos semanas para dejar atrás lo ocurrido esa noche.

Necesitaría toda una vida.

– Michael -dijo, con la esperanza de apelar a alguna parte de él que se apiadara de las mujeres patéticas y temblorosas-. No puedo estar contigo en estos momentos.

– ¿Durante una cabalgada de veinte minutos? -ladró él.

Y antes de que ella tuviera la presencia de ánimo para gritar irritada, él la puso de pie de un tirón, la levantó en vilo y la montó en el caballo.

– ¡Michael! -gritó.

– Por desgracia no lo has dicho en el tono que te oí anoche -dijo él, sarcástico.

Ella lo golpeó.

– Eso me lo merezco -dijo él, montando detrás de ella, y luego moviéndose diabólicamente hasta que ella se vio obligada, por la forma de la silla, a quedar parcialmente montada en su regazo-, pero no tanto como tú te mereces unos buenos azotes por tu estupidez.

Ella ahogó una exclamación.

– Si querías que me arrodillara a tus pies suplicando tu perdón -continuó él, con los labios escandalosamente cerca de su oído-, no deberías haberte portado como una idiota saliendo a la lluvia.

– No estaba lloviendo cuando salí -repuso ella, como una niñita, y se le escapó un «¡Oh!» de sorpresa cuando él azuzó al caballo y lo puso en marcha.

Entonces, claro, deseó tener algo distinto a los muslos de él para mantener el equilibrio.

O que él no la sujetara tan firme con el brazo, ni lo pusiera tan alto sobre su caja torácica. Buen Dios, sus pechos iban prácticamente apoyados en su antebrazo.

Eso sin tomar en cuenta que iba sentada entre sus muslos, con el trasero presionándole…

Bueno, por lo menos la lluvia servía para algo. Él tenía que estar tiritando de frío, lo cual podría ayudar muchísimo a su imaginación a mantener controlado su traicionero cuerpo.

Pero claro, esa noche lo había visto, visto a Michael de una manera que jamás se imaginó que lo vería, en toda su espléndida gloria masculina.

Y eso era lo peor de todo. Esa frase «espléndida gloria masculina» debería ser una broma, para decirla con sarcasmo y una sonrisa ladinamente perversa.

Pero a Michael le sentaba a la perfección. Él sentaba a la perfección.

Y ella había perdido hasta el último vestigio de cordura que le quedaba.

Cabalgaban en silencio, o si no exactamente en silencio, al menos no hablaban. Pero había otros sonidos, mucho más peligrosos y amedrentadores. Ella iba totalmente consciente de cada respiración de él; la sentía pasar suave, susurrante por la oreja, y podía jurar que sentía los latidos de su corazón en la espalda. Además…

– Maldición -exclamó él.

– ¿Qué pasa? -preguntó ella, tratando de girarse para verle la cara.

– Felix va cojeando -masculló él, saltando al suelo.

– ¿Está muy mal? -preguntó ella, aceptando la mano que él le ofrecía en silencio para desmontar.

– Se pondrá bien -contestó él, arrodillándose a examinarle la pata izquierda delantera al castrado. Inmediatamente se le hundieron las rodillas en el barro, estropeándose los pantalones de montar-. Pero no nos puede llevar a los dos. Creo que ni siquiera podría llevarte a ti sola. -Se incorporó y oteó el horizonte, para determinar en qué parte de la propiedad estaban-. Tendremos que buscar cobijo en la antigua casa del jardinero -añadió, quitándose impaciente el pelo mojado de los ojos, que al instante le cayó sobre la frente.

– ¿La casa del jardinero? -repitió ella, aunque sabía muy bien a qué se refería.

Era una casa pequeña, de una sola habitación, que estaba deshabitada desde que el actual jardinero se mudó a una casa más grande al otro lado de la propiedad, pues su mujer había dado a luz a gemelos.

– ¿No podemos irnos a casa? -preguntó algo desesperada.

Lo último que necesitaba era estar a solas con él, atrapada en una acogedora casita que, si no recordaba mal, tenía una cama bastante grande.

– A pie nos llevará más de una hora -dijo él, lúgubremente-, y la tormenta va a empeorar.

Y tenía razón, porras. El cielo había tomado un curioso tinte verdoso y las nubes tenían ese extraño resplandor que suele preceder a una tormenta de exquisita violencia.

– Muy bien -dijo, tratando de tragarse la aprensión.

No sabía qué le asustaba más, si estar clavada en un lugar bajo una tormenta o estar atrapada con Michael en una casa de una sola habitación.

– Si corremos podemos llegar allí en unos minutos. O, mejor dicho, tú puedes correr. Yo tendré que llevar a Felix. No sé cuánto le llevará hacer el trayecto.

Francesca se giró a mirarlo con los ojos entrecerrados.

– No has hecho esto a propósito, ¿verdad?

Él se volvió hacia ella con una expresión atronadora, igualada de una manera terrible por el relámpago que atravesó el cielo.

– Lo siento -se apresuró a decir, lamentando al instante sus palabras. Había ciertas cosas de las que no se podía de ninguna manera, ni por ningún motivo, acusar jamás a un caballero británico, de las cuales, la primera y principal era lesionar intencionadamente a un animal-. Te pido disculpas -añadió, en el momento en que un trueno hizo estremecer la tierra-. De verdad, disculpa.

– ¿Sabes llegar hasta allí? -gritó él, para hacerse oír por encima de los truenos.

Ella asintió.

– ¿Puedes encender el fuego mientras me esperas?

– Puedo intentarlo.

– Ve, entonces -dijo él secamente-. Corre y caliéntate. Yo no tardaré en llegar.

Ella echó a correr, aunque no sabía muy bien si iba corriendo hacia la casita o huyendo de él.

Y tomando en cuenta que él llegaría allí pocos minutos después que ella, ¿importaba en realidad?

Pero mientras corría, con las piernas doloridas y los pulmones a punto de reventar, la respuesta a esa pregunta no le parecía terriblemente importante. Se apoderó de ella el dolor del esfuerzo, sólo igualado por los pinchazos de la lluvia en la cara. Pero todo le parecía extrañamente apropiado, como si no se mereciera más.

Y probablemente no se lo merecía, pensó tristemente.

Cuando Michael abrió la puerta de la casa del jardinero, estaba empapado hasta los huesos y tiritaba como un loco. Le había llevado mucho más tiempo del que había creído conducir a Felix hasta la casita, y cuando llegó allí, se encontró ante la tarea de encontrarle un lugar apropiado para atarlo, puesto que no podía dejarlo expuesto debajo de un árbol con esa tormenta. Finalmente logró improvisar un corral con techo en el lugar que antes ocupara el gallinero, aunque cuando entró en la casa llevaba las manos ensangrentadas y las botas manchadas con el asqueroso estiércol que la lluvia, inexplicablemente, no había logrado quitarle.