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– Por el amor de Dios, Francesca -dijo él, con la paciencia casi agotada-. Te juro que no te voy a violar. Al menos no esta mañana ni sin tu permiso.

Curiosamente, eso le hizo arder las mejillas a ella, con más ferocidad aún, pero todavía debía tenerle cierta consideración a él y a su palabra, porque fue a sentarse en el suelo cerca del hogar.

– ¿Sientes más calor ahora? -le preguntó, simplemente para provocarla.

– Sí.

Dedicó los minutos siguientes a atizar y soplar el fuego, vigilando que las llamas no se apagaran, y de tanto en tanto le miraba disimuladamente el perfil. Pasado un rato, cuando vio que ya se le había suavizado un poco la expresión, decidió probar suerte y le dijo, en tono bastante amable.

– Al final no me contestaste anoche.

Ella no se giró a mirarlo.

– ¿A qué?

– Creo que te pedí que te casaras conmigo.

– No, no me lo pediste -contestó ella, con la voz bastante tranquila-. Me informaste de que creías que deberíamos casarnos y luego me explicaste por qué.

– ¿Sí? -musitó él-. Qué descuidado soy.

– No interpretes eso como una invitación a hacerme la proposición ahora -dijo ella secamente.

– ¿Y me vas a hacer desperdiciar este momento tan romántico? -dijo él arrastrando la voz.

No pudo estar seguro, pero creyó ver que ella estiraba los labios en una insinuación de sonrisa reprimida.

– Muy bien -dijo, en tono muy magnánimo-. No te pediré que te cases conmigo. Olvidaré que un caballero insistiría después de lo que ocurrió…

– Si fueras un caballero no habría ocurrido -interrumpió ella.

– Éramos dos, Francesca -dijo él amablemente.

– Lo sé -repuso ella, con tanta amargura que lamentó haberla provocado.

Por desgracia, al tomar la decisión de no continuar acosándola, se quedó sin nada que decir; eso no hablaba en favor de él, pero así era. Así que se quedó callado, arrebujándose más la manta de lana alrededor del cuerpo, y mirándola disimuladamente de tanto en tanto, tratando de determinar si se estaría enfriando demasiado.

Pero se mordió la lengua, aunque de mala gana, para respetar sus sentimientos, aunque si estuviera poniendo en peligro su salud… bueno, eso lo anularía todo.

Pero no estaba tiritando y tampoco mostraba ningún signo de que sintiera un frío excesivo, aparte de la forma como tenía levantadas varias partes de la falda cerca del fuego, intentando inútilmente que se secara la tela. De tanto en tanto daba la impresión de que iba a hablar, pero luego cerraba la boca, mojándose los labios y exhalando suaves suspiros.

Y entonces, sin siquiera mirarlo, dijo:

– Lo consideraré.

Él arqueó una ceja, esperando que continuara.

– Lo de casarme contigo -aclaró ella, sin dejar de mirar fijamente el fuego-. Pero no te daré la respuesta ahora.

– Podrías estar embarazada -dijo él en voz baja.

– Eso lo sé muy bien. -Se rodeó las rodillas dobladas con los brazos-. Te daré la respuesta cuando tenga esa respuesta.

Michael se enterró las uñas en las palmas. Le había hecho el amor en parte para forzarle la mano, no podía pasar por alto ese desagradable hecho, pero no con la intención de dejarla embarazada. Su intención había sido atarla a él con la pasión, no con un embarazo no planeado.

Y ahora ella le decía, en esencia, que solamente se casaría con él por el bien de un bebé.

– Comprendo -dijo, pensando que la voz le salía muy tranquila, si tenía en cuenta la oleada de furia que le corría por las venas. Furia que tal vez no tenía derecho a sentir, pero la sentía de todas maneras, y no era tan caballero como para no hacerle caso-. Entonces es una lástima que haya prometido no violarte esta mañana -dijo en tono peligroso, sin poder resistirse a esbozar su sonrisa felina.

Ella giró la cabeza para mirarlo.

– Podría…, ¿cómo se dice? -continuó él, rascándose ligeramente el contorno de la mandíbula-, sellar el trato. O por lo menos disfrutar inmensamente intentándolo.

– Michael…

– Pero qué bien para mí que, según mi reloj -se interrumpió sacando el reloj del bolsillo de la chaqueta que había dejado sobre la mesa-, sólo faltan cinco minutos para el mediodía.

– No lo harías -susurró ella.

Él no estaba de buen humor, pero sonrió de todas maneras.

– Me dejas pocas opciones.

– ¿Por qué?

Él no supo qué le preguntaba, pero de todos modos contestó, con la única verdad de la que no podía escapar:

– Porque tengo que hacerlo.

Ella agrandó los ojos.

– ¿Me das un beso, Francesca?

Ella negó con la cabeza.

Estaban más o menos a yarda y media de distancia, y los dos estaban sentados en el suelo. Se le acercó arrastrándose, y el corazón se le aceleró al ver que ella no se alejaba.

– ¿Me permites que te bese? -musitó.

Ella no se movió.

Se le acercó más.

– Te he dicho que no te seduciría sin tu permiso -dijo, con la voz ronca, con los labios a sólo unos dedos de los de ella-. ¿Me besas, Francesca? -repitió.

Ella se movió hacia él.

Y él supo que era suya.

Capítulo 19

… creo que Michael podría estar pensando en volver a casa. No lo dice así, francamente, en sus cartas, pero no puedo descartar la intuición de una madre. Sé que no debo animarlo a dejar atrás todos sus éxitos en la India, pero creo que nos echa de menos. Sería maravilloso tenerlo en casa, ¿verdad?

De una carta de Helen Stirling a la condesa de Kilmartin,

nueve meses antes del regreso del conde de Kilmartin de la India.

Cuando sintió sus labios en los suyos, Francesca sólo pudo pensar que había perdido la cordura. Nuevamente Michael le había pedido permiso. Nuevamente le había dado la oportunidad de apartarse, de rechazarlo y mantenerse a una distancia prudente.

Pero otra vez su mente estaba esclavizada por su cuerpo, y simplemente no tenía la fuerza para impedir la aceleración de su respiración ni el retumbar del corazón.

Ni el ardiente hormigueo de expectación que sintió cuando sus manos grandes y fuertes bajaron por su cuerpo, acercándose poco a poco al centro de su feminidad.

– Michael -musitó, pero los dos sabían que su súplica no era de rechazo.

No le pedía que parara, le suplicaba que continuara, que le llenara el alma como lo hiciera esa noche pasada, que le recordara todos los motivos de que le encantara ser mujer, y le enseñara la embriagadora dicha de su propia capacidad sensual.

– Mmm -murmuró él.

Tenía las manos ocupadas en soltarle los botones del vestido, y aunque la tela estaba mojada y eso le hacía difícil la tarea, la desvistió en tiempo récord, dejándola solamente con la delgada camisola de algodón, que el agua de lluvia le pegaba al cuerpo y hacía casi transparente.

– Qué hermosa eres -musitó, mirándole los contornos de los pechos, claramente definidos bajo la tela de algodón-. No puedo… No…

No dijo nada más, por lo que ella le miró la cara, desconcertada. Esas no eran simples palabras para él, comprendió, sorprendida; se le movía la nuez del cuello, con una emoción que ella nunca se imaginó que vería en él.

– ¿Michael? -susurró.

El nombre le salió como para hacer una pregunta, aunque no sabía qué quería preguntarle. Y él, estaba bastante segura, no sabría qué contestarle; al menos con palabras. La levantó en brazos y la llevó hasta la cama; allí se detuvo para quitarle la camisola.

Ahora podía parar, se dijo ella; podía ponerle fin a eso. Michael la deseaba, terriblemente, eso lo veía, su deseo era muy visible. Pero pararía si ella se lo decía.

Pero no pudo. Por mucho que su cerebro le presentara razones para aclararle los pensamientos, sus labios no podían hacer otra cosa que acercarse a los de él, esperando otro beso, ansiosos por prolongar el contacto.

Deseaba eso. Lo deseaba a él. Aun sabiendo que estaba mal, era tan mala que no podía parar.