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Y lo miró con una expresión de estudiada y elegante indiferencia, como si no le incomodara para nada que él hubiera seducido a veintenas de mujeres. Y la extraña verdad era que hasta ese momento había creído que así era.

Pero en ese momento…

Él era suyo. Suyo, para tentarlo, seducirlo y disfrutarlo, y mientras él hiciera exactamente lo que ella deseaba no pensaría en esas otras mujeres. No estaban ahí en la habitación. Sólo estaban ella y Michael, y la chisporroteante excitación que vibraba entre ellos.

Se acercó más a la cama, y le apartó las manos cuando él las alargó hacia ella.

– Si te dejo tocar uno, ¿me harás una promesa?

– Cualquier cosa.

– No cualquier cosa -dijo ella, en tono bastante benévolo-. Puedes hacer lo que yo te permita y nada más.

Él asintió bruscamente.

– Échate.

Él obedeció.

Ella se subió a la cama y se colocó apoyada en las manos y las rodillas, pero sin que sus cuerpos se tocaran por ninguna parte. Adelantó el cuerpo dejándolo suspendido sobre el suyo y le dijo dulcemente:

– Una mano, Michael. Puedes usar una mano.

Emitiendo un gemido que pareció salir como arrancado de su garganta, él le cogió todo el pecho con su enorme mano.

– Ohhh -exclamó, con todo el cuerpo estremecido, apretándole el pecho-. Deja que lo haga con las dos manos, por favor -suplicó.

Ella no pudo resistirse. Ese simple contacto la había convertido en llama pura, y aunque deseaba ejercer poder sobre él, no pudo negarse. Asintiendo, porque era absolutamente incapaz de hablar, arqueó la espalda y de pronto sintió las dos manos en sus pechos, amasando, acariciando, estimulando sus sentidos ya excitados hasta el frenesí.

– La punta -musitó ella-. Haz lo que yo hice.

Él sonrió furtivamente, y ella tuvo la impresión de que ya no estaba tan al mando como pensaba, pero él hizo lo que le ordenó y comenzó a torturarle los pezones con los dedos.

Y tal como le prometió, lo hacía mucho mejor que ella.

Le bajó el cuerpo solo, y ya casi no tenía fuerza para mantenerse apartada.

– Cógemelo con la boca -ordenó, pero la voz ya no sonaba tan autoritaria.

Era una súplica, y los dos lo sabían.

Pero lo deseaba. Ay, cuánto lo deseaba. Con todo su entusiasmo y ardor en la cama, John nunca le había acariciado los pechos de la manera en que lo había hecho Michael la noche anterior. Nunca le había succionado los pechos, nunca le había mostrado cómo los labios y dientes podían hacerle estremecer todo el cuerpo. Ni siquiera sabía que un hombre y una mujer podían hacer algo así.

Pero ya sabiéndolo, no podía dejar de fantasear con eso.

– Baja otro poco -dijo él en voz baja-, si quieres que siga tendido.

En la misma posición, apoyada en las manos y rodillas, ella bajó el cuerpo un poco más, dejando un pecho meciéndose cerca de su boca.

Él no hizo nada, obligándola a bajar más y más, hasta que el pezón quedó rozándole los labios.

– ¿Qué deseas, Francesca? -preguntó él, entonces, con la respiración agitada, mojándole el pezón con el aliento.

– Lo sabes.

– Dilo otra vez.

Ya no estaba al mando. Lo sabía, pero no le importaba. La voz de él tenía el deje de autoridad, pero ella ya estaba tan sumergida en la pasión que no pudo hacer otra cosa que obedecer.

– Cógemelo con la boca -repitió.

Él levantó la cabeza y le cogió el pezón entre los labios, y comenzó a succionar y mordisquear obligándola a bajar más el cuerpo hasta que quedó en posición para que él hiciera lo que quisiera. Él continuó las caricias con la boca, torturándola, y ella fue cayendo más y más en su hechizo, perdió la voluntad y la fuerza, y lo único que deseaba era tenderse de espaldas y dejar que él le hiciera lo que fuera que deseaba hacerle.

– ¿Y ahora qué? -preguntó él, amablemente, sin soltarle el pezón-. ¿Más de esto? -Hizo girar la lengua sobre el pezón de una manera particularmente excitante-. ¿U otra cosa?

– Otra cosa -resolló ella, y no supo si lo dijo porque deseaba otra cosa o porque creía que ya no podría soportar un minuto más lo que le estaba haciendo.

– Tú estás al mando -dijo él, y su voz sonó levemente burlona-. Yo estoy a tus órdenes.

– Deseo… deseo…

Tenía la respiración tan agitada que no pudo terminar la frase. O igual fue que no sabía qué deseaba.

– ¿Te hago algunas ofertas?

Ella asintió.

Él deslizó un dedo por su vientre hasta su centro femenino.

– Podría acariciarte aquí -dijo, con un pícaro susurro-, o, si lo prefieres, podría besarte ahí.

A ella se le tensó más el cuerpo ante esa idea.

– Pero eso plantea nuevas preguntas -continuó él-. ¿Te tiendes de espaldas y me permites que me arrodille entre tus piernas, o continúas arriba y me acercas esa parte a la boca?

– ¡Ooh!

No lo sabía. Simplemente no tenía ni idea de que fuera posible hacer esas cosas.

– O -añadió él, pensativo-, podrías cogerme el miembro con la boca. Seguro que a mí me gustaría, aunque, debo decir, realmente que eso no forma parte del juego preliminar.

Francesca se quedó boquiabierta por la sorpresa y no pudo evitar mirarle el miembro, que estaba grande, listo para ella. Había besado ahí a John una o dos veces, cuando se sentía particularmente osada, pero ¿metérselo en la boca?

Eso era demasiado escandaloso, incluso en su actual estado de lujuria.

– No -dijo Michael, sonriendo algo divertido-. En otra ocasión tal vez. Veo que serás una alumna muy aventajada.

Francesca asintió, sin poder creer que prometiera tanto.

– Entonces, por ahora -continuó él-, esas son tus opciones, o…

– ¿O qué? -preguntó ella, con la voz apenas un ronco susurro.

Él le puso las manos en las caderas.

– O podríamos pasar directamente al plato principal -dijo, en tono autoritario; la levantó, la colocó a horcajadas sobre él y le presionó las caderas, bajándola hacia su miembro erecto-. Podrías cabalgarme. ¿Lo has hecho alguna vez?

Ella negó con la cabeza.

– ¿Lo deseas?

Ella asintió.

Él le soltó una cadera, le puso la mano en la nuca y la hizo bajar hasta que quedaron tocándose las narices.

– No soy un poni manso -dijo, suavemente-. Te prometo que tendrás que trabajar para mantener el asiento.

– Lo deseo.

– ¿Estás preparada para mí?

Ella asintió.

– ¿Estás segura? -preguntó él, curvando levemente los labios, lo suficiente para atormentarla.

Ella no sabía qué había querido decir, y él lo sabía. Simplemente lo miró y agrandó los ojos, interrogante.

– ¿Estás mojada?

Ella sintió arder las mejillas, como si no las hubiera tenido ya ardiendo, pero asintió.

– ¿Estás segura? Creo que debo comprobarlo, para estar seguro.

A Francesca se le quedó atrapado el aire en la garganta al verle cerrar la mano alrededor de su muslo y subirla hacia su centro. Él la deslizaba lentamente, produciéndole adrede la tortura de la expectación. Y entonces, justo cuando pensaba que se pondría a gritar, él la acarició ahí, frotándole en círculos con un dedo.

– Muy bonito -ronroneó, imitando lo que ella dijera antes.

– Michael…

Él estaba disfrutando tanto de su posición que no le permitió que apresurara las cosas.

– No estoy seguro -dijo-. Estás preparada aquí, pero… ¿Y aquí?

Francesca casi gritó cuando él le introdujo un dedo.

– Ah, sí -musitó él-. Y te gusta también.

– Michael…, Michael…

Introdujo otro dedo, junto al primero.

– Muy caliente -susurró-, en tu mismo centro.

– Michael…

Él la miró a los ojos.

– ¿Me deseas? -preguntó, francamente.

Ella asintió.

– ¿Ahora?

Volvió a asentir, y con más vigor.

Él retiró los dedos, volvió a cogerle las caderas y comenzó a bajarla, bajarla, hasta que sintió la punta de su miembro en su abertura. Trató de bajar más el cuerpo, pero él la sujetó firmemente.